viernes, 5 de diciembre de 2014

UN PENSADOR ABSOLUTAMENTE CONTEMPORÁNEO



“Quiero mencionar un encuentro que en su momento me pareció sugerente: al preguntar a un joven artista si aún había alguien que copiase de los antiguos maestros, como todavía hacían Picasso o Jackson Pollock, recibí la siguiente respuesta: «No, sacamos nuestras ideas de la teoría, de leer a Baudrillard, a Deleuze o a quien sea»”.

-F. Jameson, El postmodernismo revisado, Abada editores, trad.: David Sánchez Usanos, 2012, p. 71- 

En 1994 comencé a leer a Fredric Jameson con pasión. Conocía el breve ensayo “El postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío” publicado por Paidós, pero no imaginaba que ese ensayo era solo el pórtico providencial a uno de los universos teóricos más fascinantes producidos por el siglo XX, el siglo en que la Teoría sustituyó a la Filosofía como forma de la inteligencia, la regateó a la manera de Ronaldo o Messi y la dejó tirada en el suelo, debatiendo consigo misma sobre su pérdida de relevancia, acierto e inventiva. No fue hasta finales de ese mismo año, durante mi primera estancia larga en Estados Unidos, cuando tuve oportunidad de descubrir el blockbuster teórico que portaba el mismo título del ensayo que había leído meses atrás. Pensamiento, cine, literatura, vídeo, televisión, arte contemporáneo (pintura, fotografía e instalación), ciencia-ficción, economía, política, mercado, utopía, etc. ¿Alguien era capaz de abarcar más? Cada campo era tocado por la varita mágica de la teoría y el estilo único de Jameson y en un doble pase sintáctico desplegaba un “mapa cognitivo” (uno de sus grandes hallazgos metodológicos) con todos sus dilemas y aporías y ofrecía deslumbrantes soluciones provisionales para cada uno. Un viaje de tres meses por California (Los Ángeles, San Francisco), Arizona, Utah, Colorado y Nevada (Las Vegas, donde me casé por diversión postmoderna, décadas antes del hiperbólico resacón, para llevar la contraria al dicho: lo que ocurre en Vegas se queda en Vegas, o tal vez no…) que había nacido como un capricho estético bajo el signo de Baudrillard maduraba hasta alcanzar el éxtasis bajo el signo de Jameson. Gracias a sus análisis y descripciones, las esfinges sin secreto de la arquitectura californiana (la famosa casa de Frank Gehry y los impresionantes edificios construidos por él desde San Diego hasta Santa Mónica, como esa colaboración con el artista pop Claes Oldenburg para la fachada de la sede de la agencia de publicidad Chiat/Day en Venice (ver ilustración), o los laberintos hiperespaciales del hotel Bonaventure, entre otros) se transformaron en grandes misterios donde la divinidad del capitalismo tardío se manifestaba con todo el poder y la gloria de su presencia real. Más tarde vendrían sus otros libros (en especial Las semillas del tiempo y su díptico definitivo sobre el cine: Signatures of the Visible, adquirido durante ese mismo viaje en una librería de Berkeley en Telegraph Avenue, no lejos de donde Dick trabajó en una tienda de discos en los años cincuenta, y La estética geopolítica), pero ninguna experiencia posterior de lectura teórica ha encontrado en mi vida un espacio tan vasto de aplicación, una vivencia real en que encarnar con tal grado de excitación intelectual y sensorial al mismo tiempo. Esta nota la escribí en 2005 para celebrar la traducción al español de un libro de Jameson después de años de ausencia editorial, a pesar de los notables esfuerzos de José María Ripalda, su gran corresponsal peninsular (por cierto, la edición íntegra en español de Postmodernism sigue pendiente, la edición demediada de Trotta prescindió, nunca entendí por qué, de los ensayos sobre arte, literatura, cine y buena parte de la teoría). La cita que encabeza el post pretende indicar la relación productiva posible entre el artista y la teoría en la postmodernidad (algo que muchos enemigos de la teoría y quizá del arte niegan con severidad estéril). Valga este guiño de complicidad para acompañar desde la distancia todos los eventos que en honor a Jameson se han organizado esta semana en Madrid y Barcelona. 

[Fredric Jameson, Una modernidad singular, Gedisa, trad.: Horacio Pons, 2004, 204 pp.]

Hasta la aparición de Fredric Jameson en la escena intelectual cualquiera se sentía capaz de explicar la postmodernidad recurriendo a su experiencia cotidiana. Así, postmoderno era, por ejemplo, leer el Réquiem de Rilke viendo por televisión la final de la Champions League, después de haber devorado un par de best-sellers para apropiarse de su información científica, económica o histórica y antes de hojear con indiferencia un tratado académico sobre las nuevas tendencias de la moda femenina, mientras se oía por enésima vez una desgarradora canción de Sonic Youth, Joy Division, Blondie, REM o Peter Gabriel, o se conspiraba telefónicamente para ser invitado a alguna de las fiestas privadas que se celebraban en locales exclusivos.
Esto pasaba por el colmo de lo postmoderno para muchos de nosotros, los de entonces, hasta que Jameson acertó a recordarnos que lo que tomábamos por error como una cuestión de gusto o disgusto individual tenía su método acreditado, era una tendencia lógica dentro de la cultura contemporánea y que esa lógica coincidía plenamente con la del mercado y el consumo, esto es, con las estrategias estéticas del capitalismo imperante. Bastante esquematizado, este fue, a mediados de los ochenta, el gran descubrimiento de Jameson, cifrado en su fórmula patentada: “El postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío”. Automáticamente, Fredric Jameson se convirtió, sin pretenderlo, en un fenómeno comercial, un superventas universitario de rentabilidad asegurada. Desde entonces, su influencia crítica es fácilmente detectable en todas partes, incluso en la España de Almodóvar, tan postmoderna en costumbres y leyes como atrasada en cuestiones teóricas.
La buena noticia es que Jameson, más que un marxista norteamericano de cepa sartriana, es un analista exigente de la cultura mundial contemporánea y un espécimen consumado de intelectual postmoderno que no duda en el curso de sus ensayos más sesudos y documentados en hacer constante apelación a novelas de ciencia ficción, series de televisión y películas de cualquier género o nacionalidad. En suma, si no fuera por Jameson en el terreno de la cultura seguiríamos sin saber, como explica con su habitual perspicacia en este libro magistral (una suerte de “discurso del método” de su ingente obra), que “el arte y la literatura elevados son en ese aspecto tan culturales como la televisión, mientras que la publicidad y la cultura «pop» son tan estéticas como Wallace Stevens y Joyce”.
No es fácil escapar a la fascinación de lo postmoderno. Cada uno de nosotros convive diariamente, al margen de las determinaciones del mercado, con fenómenos culturales de tan diversa procedencia que resulta imposible no cruzarlos en algún momento con efectos estéticos o vitales sorprendentes. Con la postmodernidad, como con la democracia o el libertinaje, cuanto más se penetra en su médula esencialmente radical y subversiva más se disfruta de la innovación y, sobre todo, más cotas de libertad individual y colectiva se pueden conquistar, aunque sea transitoriamente.
En los últimos años, no obstante, el discurso de un vago retorno a la idea de “modernidad” (esto es, el rechazo al promiscuo amancebamiento de la alta cultura con la cultura de masas) ha podido oírse con pujanza, como corriente ideológica o comercial, en la invocación autoritaria al canon literario y la defensa más rancia de la tradición cultural y de una concepción del arte y la literatura completamente apartada de la problemática singular de lo contemporáneo. Jameson se subleva contra esta regresión reaccionaria desde las páginas de Una modernidad singular para recordarnos, en plena guerra cultural de comienzos de siglo, la necesidad prioritaria de seguir afirmando la inteligencia crítica del pensamiento de la postmodernidad como única vía también de preservar la imaginación utópica de un futuro posible más allá de ella.
En este sentido, no me resisto a citar, como muestra del estilo inimitable de Jameson, el enunciado categórico que clausura el libro, un eslogan expresivo de sus intenciones: “Las ontologías del presente exigen arqueologías del futuro, no pronósticos del pasado”. 

2 comentarios:

julian bluff dijo...

Es un recurso tan convencional como lo es la propia historia de la cultura popular, el de modelar las premisas (mayor, menor... Barbara Celarent, tú sabes) a la medida de las conclusiones. Para que todo ajuste (y a mí me mole). Asi, del palimpsesto (bastante poco alborotado, todo hay que decirlo)

"... leer el Réquiem de Rilke viendo por televisión la final de la Champions League, después de haber devorado un par de best-sellers para apropiarse de su información científica, económica o histórica y antes de hojear con indiferencia un tratado académico sobre las nuevas tendencias de la moda femenina, mientras se oía por enésima vez una desgarradora canción de Sonic Youth, Joy Division, Blondie, REM o Peter Gabriel, o se conspiraba telefónicamente para ser invitado a alguna de las fiestas privadas que se celebraban en locales exclusivos..."

pocas conclusiones pueden extraerse como no sea la de que el ¿degustador? (venga, seamos consecuentes y asumámoslo "el degustador") va a ser un tipo del primer mundo, varón, perteneciente a la mass media con pretensiones intelectuales, de la década de los ochenta. ¿OK?

Pero lo que ya es de traca, y una patada en to' los cojones no solo del "clasicismo" sino igual -lo que es más importante o verdaderamente importante (y lo va a seguir siendo por los siglos de los siglos- del "common sense", es valorar a toda esa serie de lugares comunes, fruto de la moda, como una conclusión cuyas premisas se han nutrido de una manipulación ideológica. Nadie es tan importante ni como se cree él ni como parece creerse -por lo que nos cuentas- Mr. Jameson. Sólo Dios, tal vez. De existir.

Venga... Un abrazo!

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Conmocionado aún con la noticia de que Dios no existe (por favor, no desbarres, mide un poco tus palabras, pueden llegar a ser ofensivas o convencionales según la catadura moral del degustador), apenas me queda aliento para contestarte como corresponde. No se me ocurre otro expediente en este lance, amigo Gracq, que recurrir a ese maestro patafísico que fue avant la lettre Lewis Carroll y decirte que sí, que por desgracia cada vez que uno toma la palabra en serio se arriesga a ser entendido en broma y vicioversa, cada vez que habla en broma corre el peligro de ser tomado muy pero que muy en serio...

Así que tú mismo, el degustador decida por sí solo y libremente si la ironía es objetiva o subjetiva, como el genitivo, o los genitales, ya puestos!!!...Jameson en su rancho de Connecticut, revisando como cada mañana su escuadra de coches aparcados, no se atrevería a desmentirlo por más que se empeñara (tampoco sabe, ay, español, aunque se prodigue mucho con Galdós y La de Bringas, ni por asomo conoce los discretos encantos de la lengua de Maese Pedro)…

Y sí, por desgracia, amigo Gracq, me reconozco varón (con hora concertada para el cambio de sexo en la seguridad social, pero ya conoce usted la tardanza de las listas sanitarias, a este paso seré un trans jubilado y no jubilatorio, como pretendía en el momento de decidirme), blanco como Michael Jackson, sí, quiero sí, vagamente mediático, sí, ochentero de vocación, sí, es mi destino, y tocapelotas por afición, sí quiero sí…
Eso sí, es hora quizá de desnudarse, me declaro absolutamente ajeno al parasitismo institucional que, para desgracia de todos, nos rodea en la cultura postmoderna (pura gestión corrupta y puro paripé) y fuera de ella. De eso también Jameson, pese a las apariencias de Billy Wilder de Cleveland, sabe un rato y más…

Vuelva pronto.

Abrazo postmoderno.