[Celebrar la
muerte del marqués de Sade puede ser un acto irónico. Dos siglos son demasiados para que su
cadáver pulverizado dé todavía para tantas habladurías. Lo mejor es apropiarse
de su espíritu inmortal. Destilarlo hasta hacerlo estrictamente contemporáneo e
ingerirlo como una droga de diseño en pequeñas dosis para poder soportar el necio día a día de esta era terminal de la inteligencia y la
sensibilidad. Sade lo supo. El apocalipsis será banal como un panfleto
revolucionario y la vida humana seguirá tal cual, al infinito, tambaleándose sobre sus
pies como un cuerpo decapitado. Dos espasmos de placer sobre la tumba de Sade
para invocar su resurrección glamurizada…]
ESPASMO #1
El sexo es un asunto demasiado serio para
dejarlo en manos de la industria del porno, o de los malos novelistas, o de los
legisladores o de cualquier culto religioso fanático, por no hablar de los
sexólogos y psicólogos que tratan de refrenar su fuerza subversiva refinando
los modos de la represión con moderneces
ideológicas. Y el erotismo aún más, si consideramos el placer carnal y la
seducción más importantes que la reproducción biológica. Nunca en la historia
el sexo se exhibió con tanto descaro y abundancia, el erotismo se envasó al
vacío con tanta publicidad, las imágenes de la desnudez y el apareamiento
genital se tornaron tan asépticas en un contexto social tan promiscuo y, al
mismo tiempo, indiferente a su poder de perturbación primordial. Por otra
parte, la banalización espectacular en curso, al someter el erotismo a la
lógica de la mercancía, favorece la expansión del discurso reaccionario, a
menudo disfrazado de izquierdismo, contra cualquier representación gráfica del
deseo libidinal.
En este sentido, es un gran acierto releer la
obra de Sade, tan licenciosa y estimulante, en una época
donde los malos imitadores del marqués colman el mercado con sus mercancías
sucedáneas. Esas depresivas historietas sobre la incapacidad de gozar y, sobre
todo, de elevar un discurso a la altura de las exigencias de la carne y el
espíritu que la anima. Y es que Sade, el novelista libertino por excelencia, no
era solo un artista de la prosa, un pornógrafo supremo y un novelista genial,
sino un pensador libertario, tan crítico en su tiempo con el orden estamental
aristocrático como con el nuevo orden moral y social impuesto por la
Revolución. Sade hizo pasar la filosofía y también la política en sus obras por
el tamiz mundano y sensual del boudoir. En esto radica a la postre el grandioso
libertinaje cervantino de Sade: en haber sabido crear un espacio novelesco
donde fuera posible la unión promiscua del pensamiento y la pasión, la idea y
el placer, el discurso y el goce; y en haber sabido representar, con medios
novelísticos incomparables, la filosofía elemental de la novela moderna: la
sumisión del saber y el entendimiento al poder del cuerpo y sus pasiones
vulgares. En cualquiera de las grandes novelas de Sade el exceso litúrgico de
los actos obscenos y el ceremonial escénico de su letanía libertina se pone al
servicio exclusivo de las demostraciones sacrílegas y la presencia efectiva y
real de la carne.
Y para llegar a este resultado insólito tuvo que
prostituir la filosofía, corromper su inveterada herencia idealista, degradarla
a pornografía de ideas y librarla así de su absurdo bagaje teológico,
arrastrándola a escenarios infames y forzándola a practicar toda clase de actos
(anti)naturales. Así lo indica el título burlesco de una de sus más
escandalosas novelas: La filosofía en el tocador, considerada por Apollinaire
como "la obra capital, el opus sadicum por excelencia". En adelante,
pareciera proclamar Sade por boca del libertino Dolmancé, instructor inmoral de
los otros personajes (Madame de Saint-Ange, Eugénie y el Caballero de Mirvel)
si el filósofo quiere predicar sus verdades abstractas deberá hacerlo en el
ámbito donde se consuma la profanación física de los cuerpos reales de hombres
y mujeres, y no donde sólo se rinde anodino homenaje a las descarnadas
entelequias del discurso conceptual.
ESPASMO #2
El cuadro humano de Sade, novelista polémico y
fastidioso para algunos, el escritor más libre que ha existido, es todo lo
completo que se puede pedir a un prisionero ilustrado, aunque algunos lo hayan
tachado de escritor obsesivo y monótono: consagrado a dar cuerpo expresivo a
nuestras represiones y perversiones, no quiso dejar ninguna sin nombrar, como
un escrupuloso taxonomista de esa parte de inhumanidad que nos hace
terriblemente humanos. No podía ser de otro modo. Reprimido él mismo,
encarcelado, excluido del orden convencional de la vida, tampoco deberíamos
inclinarnos demasiado a verlo como una especie de mártir de signo contrario. Un
mesías de la abyección enviado entre nosotros para dar testimonio escrito, sin
la torcida mediación de oscuros evangelistas, de la injusticia y la perversión
de valores que rigen la organización de la sociedad y del verdadero sufrimiento
que va unido a nuestra condición carnal. El encarcelamiento del cuerpo por los
distintos sistemas morales que la humanidad se ha impuesto para bloquear su
ascenso definitivo a la libertad no es en Sade sino una metáfora del entero
cuerpo social. Y este aspecto ha propiciado también algunas lecturas
monosémicas no del todo autorizadas por una obra tan seminal como la suya.
Saber apreciar el talento diseminado de Sade ha sido siempre, antes que nada,
una cuestión de talante, de temperamento. De economía libidinal, en suma. Y de
humor, y no sólo de humores. "Sade era capaz de reír", sentenció
Bataille.
La literatura de Sade funciona por desplazamientos,
por variaciones de texto o de contexto que garantizan la multiplicidad de sus
efectos y también de sus malentendidos. El primer desplazamiento importante lo
indica el género literario al que consagró principalmente toda su energía. Sade
se sumó a la moda narrativa dieciochesca, abandonando en parte sus prematuras
tentativas teatrales, como vehículo idóneo para afrontar sus antinomias y
aporías filosóficas o políticas. La novela le permitió dar salida a la
desbocada fantasía y a la efervescente imaginación que la necesidad escénica de
presentar y representar materialmente ante el espectador, ya fueran actos o
situaciones, limitaba considerablemente. Pero lo decisivo de su encuentro
apoteósico con la novela (quizá más que en los casos similares de Voltaire y
Diderot) fue el modo en que la impureza intrínseca al género le obligó a
remodelar originalmente la vocación propagandista y panfletaria que era
consustancial a su carácter fogoso, su tendencia a inflamar el discurso
filosófico hasta convertirlo en un pretexto incendiario para la desbandada
carnal, como si la encarnación del verbo predicada por siglos de un catolicismo
beato y meapilas hallara en la sacrílega inventiva novelesca de Sade su más
acerbo correctivo al tiempo que su más corrosiva literalización. Así, el
acoplamiento del verbo y la carne en las novelas de Sade se produce y reproduce
cíclicamente, por fases o periodos no siempre diferenciados: a la ascendente
soflama de los discursos sucede invariablemente el clímax descendente de los actos,
y vuelta al principio, pues en el punto más bajo del caudal desiderativo (el
grado cero del deseo, para entendernos) recomienza de inmediato la fase de la
disertación y la consiguiente excitación intelectual. No obstante, la
coincidencia ocasional de ambos movimientos, la doble serie que alienta en un
mismo acto las profusiones verbales y carnales, evoluciona del modo consabido:
la índole afrodisiaca del discurso induce de inmediato a la acción y ésta lo
retroalimenta sin pausa. Este es, sucintamente expuesto, el principio mecánico
de la cadena de producción novelística de Sade. Pura disipación termodinámica,
según la definición del sexo de Lynn Margulis y Dorion Sagan.
Nada más deseable, desde el punto de vista del
libertino en activo, que asistir al espectáculo de cuerpos consagrados
plenamente a la consumación del deseo mientras conservan inmaculadamente fría y
operativa la cabeza, en actitudes a menudo acrobáticas, dispuestas o
predispuestas la lengua y la inteligencia a articular sin trabas la más alambicada
argumentación en favor de su insostenible posición moral. La perspectiva del
victoriano, en cambio, lo mismo el de ayer que el de hoy (sigue siendo el
mismo, no nos engañemos), prefiere la actitud contraria: el cuerpo frío, yerto
o inerte del cadáver, como modelo de una sexualidad exportable, y la cabeza
caliente, como se suele decir, o recalentada, en todo caso, confusa e
incapacitada para entender su vulnerable situación de sujeto sutilmente
desprovisto de derechos.
Conviene repetirlo, no obstante, para evitar
peores malentendidos: Sade no es un filósofo, ni un tratadista político, ni un
agitador social, ni mucho menos un pedagogo o un moralista, aunque en toda su
obra despunten serias tentativas de pervertir el designio consciente de cada
una de estas nobles funciones y alinearlas así envilecidas en su proyecto
precursor de transvaloración de todos los valores convencionales. Sade es antes
que nada un novelista, esto es, un sujeto que concede libre juego artístico,
dentro del marco ilimitado de la ficción imaginativa, a la multiplicidad y
desmesura de flujos y corrientes que siente latir en su yo y en el mundo
circundante y amenazan con desintegrarlos. En una de sus cartas se atreve a
responder a la cuestión palpitante que le plantea un curioso corresponsal sobre
su auténtica "forma de pensar" formulando una "profesión de
fe" en la proteica levedad del yo y sus postizas opiniones: "¿Qué soy
en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo diréis, si os
parece…porque yo no lo sé". Esta pluralidad problemática la corrobora la
opinión solvente de Philippe Sollers de que en el dialógico texto sadiano se
encuentran expuestos "cada discurso y su contrario". Sade el
energúmeno exquisito ("pongamos un poco de orden en nuestros placeres,
sólo se goza de ellos planeándolos", proclama Mme. Delbéne, la deliciosa
monja libertina encargada de instruir a Juliette) y su variada colección de
máscaras novelescas y filosóficas: embozado como un ventrílocuo, o un maestro
de marionetas, tras los libertinos egregios cuyas alegres vidas y excitantes
opiniones se complacía en narrar una y otra vez, como un mordaz hagiógrafo del
mal, el vicio y las manías o anomalías sexuales, hasta el último detalle
escabroso, normalmente intolerable para una sensibilidad común.
El libertinaje materialista del que las novelas
de Sade siguen ofreciendo los ejemplos supremos (a pesar del talento excitante
de competidores como Crebillon, Vivant Denon, Nerciat, Boyer D´Argens o
Mirabeau, su viejo enemigo) representa el ejercicio activo y maximizado de la
libertad individual, orientado prioritariamente a la gratificación sexual, e
incluye por tanto la liberación de las pulsiones y la satisfacción de los
apetitos libidinales. No obstante, no debemos olvidar que otro gran mérito de
Sade en sus novelas es el de conjugar en grado sumo, a la manera refinada de su
siglo, la mayor licencia de las costumbres con la mayor libertad de
pensamiento. Así que el ejercicio soberano y cualificado del libertinaje exigía
antes que nada una cabeza propia despejada de supersticiones y supercherías,
tanto como un cuerpo liberado del puritanismo de la carne. La libertad que
encarnan los libertinos de Sade (aristócratas o burgueses, banqueros o
rentistas, ministros o aventureros) consiste en la consumación y el paroxismo
de los designios de la naturaleza, madrastra de todos los vicios "escritos
en el corazón del hombre". Una suerte de darwinismo hedonista, si se me
disculpa el anacronismo, en el que el disfrute del poder se transforma en poder
de disfrutar sin restricciones de una vida digna de ser vivida a costa de los
estamentos o los individuos inferiores: el regocijo de la condición social
superior en su misma superioridad asumida a ultranza como condición natural.
A pesar de esta petulancia clasista, Sade no se privó
de evidenciar que en sus libertinos hiperbólicos (una prueba más de que había
leído con provecho a Rabelais y sabía que la expresión de la verdad exige a
veces la exageración y el exceso) anidaba un instinto autodestructivo que
guarda relación directa con la satisfacción total de las apetencias y deseos
que el resto de los hombres y mujeres, esto es, la mayoría moral, morirían sin
paladear ni conocer. Esta es una prueba más de su maliciosa sabiduría como
novelista de costumbres: la intuición de un secreto deseo de extinción y
abolición, de aniquilación pura, en las clases que han alcanzado el dominio y
el predominio sobre la sociedad y sus instituciones y también sobre la saciedad
de sus instintos (no otra es la lógica catastrófica, en el sentido matemático
del término también, que articula la trama contable de Las ciento veinte
jornadas de Sodoma). El conflicto sadiano entre igualdad y libertad no admite,
por tanto, una solución inequívoca en las novelas excesivas de Sade, como
tampoco por desgracia fuera de ellas, en la historia política o en el campo
social.