[Georg Groddeck, El buscador de almas,
Sexto Piso, trad.: José Aníbal Campos, 2014, págs. 422]
No hay
nada más estúpido que nuestra gramática, nuestra lengua, esa herencia de las
eras más oscuras, que pone obstáculos en el camino de toda verdad y se burla de
todo pensamiento lúcido.
-G. Groddeck-
Un psicoanalista salvaje (o asilvestrado). Así se calificaba Georg Groddeck (1866-1934),
uno de los personajes más excéntricos y desinhibidos de la historia intelectual
del siglo XX. Pocos casos como el suyo. Discípulo heterodoxo de Freud,
fascinado con las teorías libidinales del fundador pero preocupado con el
dogmatismo que amenazaba la práctica psicoanalítica como secuela de su servidumbre
a la viciosa idea de normalidad decimonónica. Castilla del Pino decía que
Groddeck era demasiado audaz y acabó pagando su audacia en vida. Es el destino típico
de las personalidades originales: ven cosas distintas que los otros, o desde una
perspectiva innovadora, y exhiben en público sus descubrimientos con arrogancia,
sin calcular sus efectos negativos sobre colegas mediocres o envidiosos,
padeciendo el ostracismo y la inquina inmediata. En lugar de arredrar al
nietzscheano Groddeck, esta hostilidad ideológica fortaleció sus convicciones y
las hizo más desenfrenadas.
A pesar de la admiración profesada por muchos escritores,
es difícil calibrar la influencia de esta novela seminal, pero su estética irreverente
es afín a los postulados de Svevo, Canetti, Gombrowicz o Kafka. El
buscador de almas (1921) no es una novela más de una época gloriosa donde
el género alcanzaba quizá sus mayores cotas. Es, en primer lugar, una
aplicación penetrante de las lecciones cervantinas extraídas del Quijote a la realidad burguesa que el
psicoanálisis escrutaba como un maníaco en busca de signos enfermizos. En
segundo lugar, una burla desternillante de los principios clínicos con los que
se pretendía curar los males endémicos de una sociedad aquejada de
descomposición moral. En tercer lugar, un tratado novelesco donde Groddeck, inventor
de la terapia psicosomática, ponía en escena su escandalosa tesis (“La vida de
los hombres está determinada por Eros hasta en sus detalles más nimios”)
revolucionando el lenguaje común, los símbolos culturales, las costumbres
dominantes, las relaciones convencionales, las jerarquías y leyes establecidas,
las creencias hipócritas y las interpretaciones estrechas de la vida y la
conducta humana.
La novela narra, con técnicas humorísticas aprendidas
en Rabelais, Swift, Sterne o Flaubert, la increíble historia de los últimos
días de vida y la profusión de especulaciones y opiniones delirantes de un personaje
errático llamado inicialmente August Müller y que, a causa de una extraña metamorfosis
ocurrida tras un oscuro episodio doméstico con su frívola sobrina y una malsana
plaga de chinches, decide llamarse Thomas Weltlein. El irónico título, sugerido
por Freud como editor, es un aviso del grotesco programa narrativo: mirar el
mundo desde la entrepierna y ponerlo patas arriba. El “buscador de almas” alude
a una silueta confeccionada por Goethe con recortes de papel y que su nieto
regala al protagonista al principio de la novela. La curiosa pieza se vuelve
obsesiva para Thomas al mostrar a un hombre aposentado sobre un globo terráqueo
y sosteniendo en la mano izquierda una figura femenina desnuda y en la derecha
una lupa con la que examina los genitales de esta.
Desde el momento de la cómica mutación hasta el
de su trágica muerte, Thomas padecerá una variante desenfadada de la demencia
que consiste en interpretar todo aspecto de la vida en clave psíquica libidinal,
reduciendo a los individuos a niños que juegan a tomarse en serio una existencia
cuyos orígenes viscerales y pulsiones instintivas los condenan a una inmadurez
permanente, a pesar de las instituciones sociales creadas para refrenarla. No
es extraño, por tanto, que las teorías provocativas diseminadas por Thomas a lo
largo de la novela fueran, dos años después, asumidas por Groddeck a su manera carismática
en otra de sus obras fundamentales, El libro del Ello.