miércoles, 28 de mayo de 2014

UN PSICOANALISTA SALVAJE


[Georg Groddeck, El buscador de almas, Sexto Piso, trad.: José Aníbal Campos, 2014, págs. 422] 

No hay nada más estúpido que nuestra gramática, nuestra lengua, esa herencia de las eras más oscuras, que pone obstáculos en el camino de toda verdad y se burla de todo pensamiento lúcido. 

-G. Groddeck- 

Un psicoanalista salvaje (o asilvestrado). Así se calificaba Georg Groddeck (1866-1934), uno de los personajes más excéntricos y desinhibidos de la historia intelectual del siglo XX. Pocos casos como el suyo. Discípulo heterodoxo de Freud, fascinado con las teorías libidinales del fundador pero preocupado con el dogmatismo que amenazaba la práctica psicoanalítica como secuela de su servidumbre a la viciosa idea de normalidad decimonónica. Castilla del Pino decía que Groddeck era demasiado audaz y acabó pagando su audacia en vida. Es el destino típico de las personalidades originales: ven cosas distintas que los otros, o desde una perspectiva innovadora, y exhiben en público sus descubrimientos con arrogancia, sin calcular sus efectos negativos sobre colegas mediocres o envidiosos, padeciendo el ostracismo y la inquina inmediata. En lugar de arredrar al nietzscheano Groddeck, esta hostilidad ideológica fortaleció sus convicciones y las hizo más desenfrenadas.
A pesar de la admiración profesada por muchos escritores, es difícil calibrar la influencia de esta novela seminal, pero su estética irreverente es afín a los postulados de Svevo, Canetti, Gombrowicz o Kafka. El buscador de almas (1921) no es una novela más de una época gloriosa donde el género alcanzaba quizá sus mayores cotas. Es, en primer lugar, una aplicación penetrante de las lecciones cervantinas extraídas del Quijote a la realidad burguesa que el psicoanálisis escrutaba como un maníaco en busca de signos enfermizos. En segundo lugar, una burla desternillante de los principios clínicos con los que se pretendía curar los males endémicos de una sociedad aquejada de descomposición moral. En tercer lugar, un tratado novelesco donde Groddeck, inventor de la terapia psicosomática, ponía en escena su escandalosa tesis (“La vida de los hombres está determinada por Eros hasta en sus detalles más nimios”) revolucionando el lenguaje común, los símbolos culturales, las costumbres dominantes, las relaciones convencionales, las jerarquías y leyes establecidas, las creencias hipócritas y las interpretaciones estrechas de la vida y la conducta humana.
 
La novela narra, con técnicas humorísticas aprendidas en Rabelais, Swift, Sterne o Flaubert, la increíble historia de los últimos días de vida y la profusión de especulaciones y opiniones delirantes de un personaje errático llamado inicialmente August Müller y que, a causa de una extraña metamorfosis ocurrida tras un oscuro episodio doméstico con su frívola sobrina y una malsana plaga de chinches, decide llamarse Thomas Weltlein. El irónico título, sugerido por Freud como editor, es un aviso del grotesco programa narrativo: mirar el mundo desde la entrepierna y ponerlo patas arriba. El “buscador de almas” alude a una silueta confeccionada por Goethe con recortes de papel y que su nieto regala al protagonista al principio de la novela. La curiosa pieza se vuelve obsesiva para Thomas al mostrar a un hombre aposentado sobre un globo terráqueo y sosteniendo en la mano izquierda una figura femenina desnuda y en la derecha una lupa con la que examina los genitales de esta.
Desde el momento de la cómica mutación hasta el de su trágica muerte, Thomas padecerá una variante desenfadada de la demencia que consiste en interpretar todo aspecto de la vida en clave psíquica libidinal, reduciendo a los individuos a niños que juegan a tomarse en serio una existencia cuyos orígenes viscerales y pulsiones instintivas los condenan a una inmadurez permanente, a pesar de las instituciones sociales creadas para refrenarla. No es extraño, por tanto, que las teorías provocativas diseminadas por Thomas a lo largo de la novela fueran, dos años después, asumidas por Groddeck a su manera carismática en otra de sus obras fundamentales, El libro del Ello.

sábado, 24 de mayo de 2014

EL PARTIDO IMAGINARIO: UNA REFLEXIÓN POLÍTICA EN LA JORNADA DE REFLEXIÓN

 
[Tiqqun, Esto no es un programa, Errata Naturae, trad.: Javier Palacio Tauste, 2014, págs. 134] 

El juego político está viciado. El reparto de las prebendas del poder, el parasitismo institucional, la corrupción generalizada y demás lacras del sistema así llamado democrático hace tiempo que se hicieron causas de su decadencia. El problema es que sin esa picaresca endémica tampoco funcionaría la maquinaria democrática. En los países occidentales, la democracia funciona porque está corrupta en sus fundamentos y en sus procesos esenciales. Pero esa corrupción manifiesta no niega las virtudes de fondo del sistema ni impide la persecución de sus fines con el respaldo tácito de los ciudadanos.
Tiqqun es un colectivo político francés de influencia internacional que intenta revitalizar los análisis biopolíticos de Foucault y Deleuze, Guattari y Debord, los situacionistas, los movimientos italianos de los setenta, el “comunismo” de Badiou y, sobre todo, el pensamiento de Giorgio Agamben, traspasando los límites teóricos y los fracasos fácticos de otras décadas insurgentes, con el fin de constituir líneas de fuga respecto de un sistema (el imperio capitalista globalizado) que es mucho más complejo y perverso en el ejercicio del poder de lo que la izquierda oficial suele reconocer. De hecho, como denuncia Tiqqun, una parte importante de esta izquierda parecería trabajar, con su antagonismo escolar, para que aquel alcance sus fines. Más allá de la complicidad socialdemócrata con la situación, el planteamiento no programático de este “partido imaginario” pretende desacreditar los ejercicios retóricos y las piruetas espectaculares que, a día de hoy, sectores enteros de la izquierda militante, desde sindicatos y partidos parlamentarios a los movimientos alternativos, realizan para encubrir su ineficacia frente a las estrategias avasalladoras del capital.
El libro fue escrito a comienzos de la crisis financiera, pero todo lo ocurrido entre 2009 y 2014, los comportamientos de las diversas facciones en liza, la claudicación masiva de la ciudadanía, el desinflado gradual de cualquier conato de resistencia o insumisión, la bancarrota de los discursos críticos, la aceptación de políticas laborales y presupuestarias de un cinismo intolerable, etc., no han hecho sino dar la razón a los postulados más negativos contenidos en sus páginas. Esa intransigente crítica de la razón política contemporánea confirma la insoportable verdad de que el capitalismo es hoy más revolucionario y desestabilizador para la vida de los ciudadanos que ninguno de los blandos programas partidistas con que se pretende frenar su impacto. Este tratado de insurgencia política, más allá de sus polémicas tesis ideológicas y sus ambiguas estrategias de acción, al menos tiene la virtud de poner en cuestión el modelo ideal de ciudadano servil que el sistema se encarga por todos los medios de fomentar entre la población: “El voluntarismo más bobalicón y la más devastadora mala conciencia son elementos característicos del ciudadano”.
Si aún tuviera sentido votar a algún partido político, o si votar a este partido en particular no desvirtuara en el fondo, al volverlo cómplice de una democracia degradada, la misma acción de votarlo, me atrevería a decir que el “partido imaginario”, con su programa indefinido, su cúmulo de especulaciones infinitas y su elocución implacable, es el único partido político al que merecería la pena votar para salvar la democracia. O para superarla de una vez e implantar, si aún fuera posible, un régimen de libertad e igualdad nunca antes alcanzado en la historia. Quizá la existencia de un partido así, tan inaprensible como efectivo, apostado como una brecha carnavalesca o un agujero negro en las entrañas del sistema, sea un signo de que la democracia tal y como la conocemos puede tener sentido aún, aunque votar o participar en ella de un modo programado y rutinario lo tenga cada vez menos.

lunes, 19 de mayo de 2014

INICIÁTICO INCESTO


[Christine Angot, Una semana de vacaciones, Anagrama, trad.: Rosa Alapont, 2014, págs. 102]
 
¡Mira, oh amor, el hombre se convirtió en hombre y en señor por medio de la represión y el símbolo! ¿No es esto hermoso? 

-Georg Groddeck, El libro del Ello- 

No es la primera vez que Christine Angot se enfrenta al espectro del incesto. Al fantasma o al deseo, al recuerdo o a la vivencia, poco importa el estatuto de lo escrito, su grado de realidad, su verdad misma, frente a la condición veraz de la escritura, su inscripción simbólica como experiencia intransferible, su poder de (re)vivir a través de las palabras la realidad de lo que quizá nunca sucedió, o no exactamente así. Al escribir Una semana de vacaciones Angot imprime una vuelta de tuerca suplementaria a la impronta impúdica que tanto marca su imaginario femenino. Como si pretendiera, en terminología fílmica, encuadrarla en primerísimo plano, sin filtros ni distorsiones, preservando el enfoque distante y el montaje sincopado.
Es así que este libro polémico y valiente comienza abruptamente, en una escena de doble crudeza, por las indecentes circunstancias y algunos accesorios implicados, con el padre sentado desnudo en la taza del váter, colocando una loncha de jamón sobre su miembro erecto para atraer el apetito oral de la hija adolescente con la que se entrega a juegos prohibidos. Desde la felación iniciática hasta la brusca despedida en la estación de tren, cuando la hija es abandonada con desprecio por su padre después de iniciarla en las refinadas técnicas del erotismo adulto, Angot se apropia sin pudor del falocrático lenguaje paterno para narrar, con asepsia ritual y pulcritud clínica, los momentos obscenos y las pausas triviales de una relación incestuosa compuesta, casi en exclusiva, de prácticas indecibles y actos inconfesables. El tabú del incesto se transgrede, sin embargo, respetando otro malsano tabú patriarcal como la virginidad. Con paradójico libertinaje, como ordena la tradición, la fastidiosa tarea del desfloramiento el donjuanesco progenitor la encomienda a un amante futuro, aún desconocido, mientras él se reserva el gozoso usufructo del cuerpo virgen por todos los medios imaginables.
            Desde una perspectiva literaria, lo que Angot logra en este atrevido libro es crear una réplica expresiva o una simulación verbal de una experiencia que puede o no entenderse como biográfica, pero que, con los procedimientos de la escritura, con los recursos puestos al servicio de la recreación de los pormenores pornográficos de la misma, deja de serlo de inmediato y se transfigura en una absorbente experiencia de lectura que trasciende las categorías de la ficción pura o la gastada auto-ficción para instalarse de pleno en un territorio impuro donde el deseo del lector (voyerista o performativo, según los casos) es convocado y seducido al tiempo que el recuerdo más o menos fantasmático de la autora resulta evocado y exorcizado.
 
 
En este sentido, por mucho que la autora rechazara el premio Sade, concedido anualmente a la obra de calidad reconocida que sostenga en su dicción o en su ficción una actitud libertaria y libertina, disputando sobre la difícil adecuación del libro a la filosofía singular del galardón, no hay duda de que Angot posee uno de los rasgos sadianos esenciales. El principio de delicadeza, como denominaba Roland Barthes a esa conjugación del poder de analizar y gozar y de analizar sin prejuicios el placer propio y ajeno. Este escandaloso libro de Angot comparte con Sade, entre otras cosas, este principio supremo de la vida erótica y de la literatura que se nutre de sus obsesiones y fetiches y las retroalimenta con fantasmas incorpóreos y sensaciones verbales. Sade lo explicaba a la perfección en una cariñosa carta dirigida desde la cárcel a su mujer cuando esta le solicitó, para lavarla y no para olisquearla o involucrarla en actos íntimos de placer como él creía, la lencería sucia: “ya sabéis que respeto los gustos, las fantasías, por barrocas que sean, las encuentro todas respetables…la más singular y la más extraña de todas, bien analizada, se origina siempre en un principio de delicadeza”.

lunes, 5 de mayo de 2014

INSTRUCCIONES PARA LA CONSTRUCCIÓN DE UN PARQUE TEMÁTICO FUTURO

[Bruce Bégout, Le ParK, Ediciones Siberia, trad.: Rubén Martín Giráldez, págs. 137] 

If, as a science fiction writer, you ask me to make a prediction about the future, I would sum up my fear about the future in one word: boring. And that´s my one fear: that everything has happened; nothing exciting or new or interesting is ever going to happen again…the future is just going to be a vast, conforming suburb of the soul…nothing new will happen, no breakouts will take place. 
 
-J. G. Ballard, “Interview by A. Juno & Vale”, Re/Search, 1984, p. 8-
 
A Iria, ella sabe por qué… 

Reconozcámoslo. La vida bajo el capitalismo se enfrenta al problema más grave de todos, el aburrimiento, desarrollando una poderosa industria del entretenimiento masivo. Si el capitalismo se ha vuelto artista, como sostiene el sociólogo Gilles Lipovetsky en su último libro, este sería un artista de baja calidad. Demasiado pendiente de agradarnos de modo superfluo. Obsesionado por complacer a todos los públicos sin distinción. Atrapado en un deseo de consumo global que malogra a la larga todas sus expectativas y proyectos. Admitamos, sin embargo, la hipótesis de que el capitalismo estuviera dándose cuenta de este fracaso y no se conformara ya con la imagen sentimental del artista benévolo al estilo Disney o Spielberg sino que, acuciado por la necesidad de expandir sus productos entre consumidores de gusto minoritario, se hubiera transformado en un artista decadente, una especie de Oscar Wilde del diseño y la planificación de imaginativos parques de atracciones concebidos para adultos ávidos de emociones prohibidas.
En tal caso, la obra maestra de ese artista visionario, tan perverso como Sade y tan cruel como un psicópata de última generación, no sería ya una obra, en el sentido convencional, sino un parque temático fascinante y abominable llamado Le ParK. Un espacio espectacular consagrado a los placeres más siniestros y perturbadores situado en una isla privada cerca de Borneo, cuyo propietario es un ruso millonario (de nombre Kalt, “frío” en alemán) y su misántropo diseñador (de nombre Licht, “luz” en alemán) un arquitecto moldavo, teórico practicante de una revolución artística fundada en radicalizar la asimilación visceral de la fisiología del cuerpo con la morfología de los edificios. Como declara el viajero anónimo en el relato de su visita guiada al prohibitivo parque: “Le ParK es como una historia ensangrentada que nos relata el horror y la ferocidad de los hombres sin otra intención que hacérnoslos saborear”.
 

Tras explorar en libros anteriores, en la sagaz estela de Baudrillard, las mitologías mentales y mistificaciones del deseo que subyacen a la creación de gigantescos decorados y pantallas ubicuas del espejismo americano como Las Vegas (Zerópolis; Anagrama, 2007) o el espacio hiperrealista y galáctico de los moteles, las autopistas y las radiantes urbes de rascacielos siderales (Lugar común; Anagrama, 2008), Bruce Bégout da un paso más en esta novela fantástica al enfrentarse al futuro, a los signos del futuro ya inscritos en el presente y a los signos del presente que apuntan a ese futuro donde fantasías morbosas y tecnologías invisibles configurarán un nuevo modo de ocio más lucrativo y excitante. Lo que descubre Bégout a través de los recursos de la ficción es que esos indicios del porvenir proceden en gran parte de las peores pesadillas carcelarias y los más crueles paradigmas del infierno experimentados en el pasado, ese tiempo pretérito donde la crueldad podía ser más sanguinaria y bárbara, refinada por vetas de perversidad lúdica, como el espectáculo circense de los romanos, o de pura mecanización de la muerte, como los campos nazis, pero cuyas resonancias atraviesan toda la historia y no se extinguirán nunca.
 
Se podrían citar numerosos ejemplos literarios que informan con sus técnicas o sus fantasías el kafkiano informe compuesto de 38 secuencias del visitante del parque concebido por Bégout: el Inferno dantesco, las tétricas dependencias del castillo de Silling de Las ciento veinte jornadas de Sodoma de Sade, el “dominio de Arnheim” de Poe, la mansión decadente de Des Esseintes en À rebours de Huysmans, el Locus Solus de Raymond Roussel, la “colonia penitenciaria” y la “muralla china” de Kafka, el “jardín de suplicios” de Octave Mirbeau, la isla aberrante de Edogawa Rampo, las infernales máquinas del deseo del Dr. Hoffmann de Angela Carter, la Exhibición de atrocidades, Crash y la Compañía de sueños ilimitada de Ballard, la Galería recreativa y el Museo Barnum de Steven Millhauser, los parques temáticos de Georges Saunders, Camille de Toledo y Chuck Palahniuk o el cinematográfico “parque de castigo” (Punishment Park) de Peter Watkins, citado expresamente en la novela como uno de los “cerebros privilegiados” festejados en el Pabellón de los Visionarios.
No obstante, lo esencial de esta inquietante novela no está en los influyentes precursores y antecedentes ya citados, entre otros muchos, sino en la invención de un espacio posible, de un parque realizable a medida que se den las condiciones idóneas. Como lúcido analista del presente, Bégout sabe que la imaginación y la fantasía no son ya enemigas de la realidad sino cómplices en la construcción del simulacro de realidad del capitalismo hipermoderno. Una realidad donde la estetización del mundo y la constitución de parques humanos para domesticar a las masas consumidoras será la norma dominante, como auguraba Peter Sloterdijk, y la estetización del mal, como avanza Bégout, la mercancía favorita de ciertas élites económicas y sociales.