If, as a science fiction writer, you ask me to make a prediction about
the future, I would sum up my fear about the future in one word: boring. And
that´s my one fear: that everything has happened; nothing exciting or new or
interesting is ever going to happen again…the future is just going to be a
vast, conforming suburb of the soul…nothing new will happen, no breakouts will
take place.
-J.
G. Ballard, “Interview by A. Juno & Vale”, Re/Search, 1984, p. 8-
A Iria, ella sabe por qué…
Reconozcámoslo.
La vida bajo el capitalismo se enfrenta al problema más grave de todos, el
aburrimiento, desarrollando una poderosa industria del entretenimiento masivo. Si
el capitalismo se ha vuelto artista, como sostiene el sociólogo Gilles Lipovetsky
en su último libro, este sería un artista de baja calidad. Demasiado pendiente
de agradarnos de modo superfluo. Obsesionado por complacer a todos los públicos
sin distinción. Atrapado en un deseo de consumo global que malogra a la larga
todas sus expectativas y proyectos. Admitamos, sin embargo, la hipótesis de que
el capitalismo estuviera dándose cuenta de este fracaso y no se conformara ya con
la imagen sentimental del artista benévolo al estilo Disney o Spielberg sino
que, acuciado por la necesidad de expandir sus productos entre consumidores de gusto minoritario, se hubiera transformado en un artista decadente, una especie de Oscar
Wilde del diseño y la planificación de imaginativos parques de atracciones
concebidos para adultos ávidos de emociones prohibidas.
En tal
caso, la obra maestra de ese artista visionario, tan perverso como Sade y tan cruel
como un psicópata de última generación, no sería ya una obra, en el sentido
convencional, sino un parque temático fascinante y abominable llamado Le ParK. Un espacio espectacular consagrado
a los placeres más siniestros y perturbadores situado en una isla privada cerca
de Borneo, cuyo propietario es un ruso millonario (de nombre Kalt, “frío” en
alemán) y su misántropo diseñador (de nombre Licht, “luz” en alemán) un arquitecto
moldavo,
teórico practicante de una revolución artística fundada en radicalizar la
asimilación visceral de la fisiología del cuerpo con la morfología de los
edificios. Como declara el viajero anónimo en el
relato de su visita guiada al prohibitivo parque: “Le ParK es como una historia ensangrentada
que nos relata el horror y la ferocidad de los hombres sin otra intención que
hacérnoslos saborear”.
Tras
explorar en libros anteriores, en la sagaz estela
de Baudrillard, las mitologías mentales y mistificaciones del deseo que
subyacen a la creación de gigantescos decorados y pantallas ubicuas del espejismo
americano como Las Vegas (Zerópolis;
Anagrama, 2007) o el espacio hiperrealista y galáctico de los moteles, las autopistas
y las radiantes urbes de rascacielos siderales (Lugar común; Anagrama, 2008), Bruce Bégout
da un paso más en esta novela fantástica al enfrentarse al futuro, a los signos
del futuro ya inscritos en el presente y a los signos del presente que apuntan
a ese futuro donde
fantasías morbosas y tecnologías invisibles configurarán un nuevo modo de ocio
más lucrativo y excitante. Lo que descubre Bégout a
través de los recursos de la ficción es que esos indicios del porvenir proceden
en gran parte de las peores pesadillas carcelarias y los más crueles paradigmas
del infierno experimentados en el pasado, ese tiempo pretérito donde la
crueldad podía ser más sanguinaria y bárbara, refinada por vetas de perversidad
lúdica, como el espectáculo circense de los romanos, o de pura mecanización de
la muerte, como los campos nazis, pero cuyas resonancias atraviesan toda la
historia y no se extinguirán nunca.
Se
podrían citar numerosos ejemplos literarios que informan con sus técnicas o sus
fantasías el kafkiano informe compuesto de 38 secuencias del visitante del
parque concebido por Bégout: el Inferno
dantesco, las tétricas dependencias del castillo de Silling de Las ciento veinte jornadas de Sodoma de Sade,
el “dominio de Arnheim” de Poe, la mansión decadente de Des Esseintes en À rebours de Huysmans, el Locus Solus de Raymond Roussel, la “colonia
penitenciaria” y la “muralla china” de Kafka, el “jardín de suplicios” de
Octave Mirbeau, la isla aberrante de Edogawa Rampo, las infernales máquinas del deseo del Dr. Hoffmann de Angela Carter, la
Exhibición de atrocidades, Crash y la Compañía
de sueños ilimitada de Ballard,
la Galería recreativa y el Museo Barnum de Steven Millhauser, los
parques temáticos de Georges Saunders, Camille
de Toledo y Chuck Palahniuk o el cinematográfico “parque de castigo” (Punishment Park) de Peter Watkins,
citado expresamente en la novela como uno de los “cerebros privilegiados” festejados
en el Pabellón de los Visionarios.
No obstante, lo
esencial de esta inquietante novela no está en los influyentes precursores y antecedentes ya citados, entre otros muchos, sino
en la invención de un espacio posible, de un parque realizable a medida que se den
las condiciones idóneas. Como lúcido analista del presente, Bégout sabe que la
imaginación y la fantasía no son ya enemigas de la realidad sino cómplices en
la construcción del simulacro de realidad del capitalismo hipermoderno. Una
realidad donde la estetización del mundo y la constitución de parques humanos
para domesticar a las masas consumidoras será la norma dominante, como auguraba
Peter Sloterdijk, y la estetización del mal, como avanza Bégout, la mercancía
favorita de ciertas élites económicas y sociales.
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