[Pierre
Bourgeade, Elogio del fetichismo,
Editorial Siberia, trad.: David Cauquil, págs. 225]
Quizá alguien se acuerde aún de El desprecio, la memorable película de
Godard. Y, en especial, de la fascinante secuencia de obertura en que una
bellísima Brigitte Bardot yace desnuda boca abajo en una cama matrimonial junto
a su marido (Michel Piccoli). Intrigada por los sentimientos de este, comienza a
interrogarlo, con voz insinuante, sobre su aprecio por las diferentes partes de
su cuerpo, obteniendo una invariable respuesta afirmativa. La mujer entiende ese
malentendido sexual como tragedia y ese amor total a su persona como desprecio.
No es posible amar la totalidad sin menospreciar los fragmentos que la componen.
Ese elocuente segmento fílmico no aparece mencionado en este voluptuoso catálogo
de pulsiones parciales perpetrado por Pierre Bourgeade, uno de los erotómanos
más sutiles de la literatura francesa reciente, pero encierra la clave del
deseo humano, suscitado por fantasmas y fantasías de partes erógenas.
El deseo no pide mucho para despertar. Un gesto,
un olor, un guiño, una porción de carne exhibida, una prenda asociada a zonas ocultas,
un recoveco íntimo, unas manos generosas, un mechón de pelo, unos pies
descalzos, unos guantes, unos pechos erguidos, unos tacones afilados o unos
labios entreabiertos. El fetiche posee el don etimológico de hechizar. Es el
ídolo que exige solo develamiento y adoración. El fundamento del fetichismo, como
dice Bourgeade, es un principio retórico: “amar la parte por el todo”. Esa
metonimia o sinécdoque de la realidad está en la génesis de todo deseo. Ya el
solo hecho de amar a alguien, separándolo de los otros, es un gesto fetichista
consecuente. Elegir un objeto amoroso entre la masa de cuerpos pixelados es un
acto sustancial a la vida psíquica del sujeto. Quien dice amar a todos nada sabe
del amor real. Por eso la filantropía como el cristiano amor al prójimo, en su neutra
universalidad, ignoran el venero perverso del verdadero amor.
Esto no es un ensayo especializado ni una
monografía obsesiva ni un recuento exhaustivo. Se parece más a una sugestiva exposición
en una galería prestigiosa de fotografías inacabadas y vídeo-proyecciones intermitentes.
Un libro sobre el fetichismo debía ser tan fetichista como su inagotable objeto
de estudio y tan caprichoso como los gustos eróticos del autor. Así, en el
conjunto, domina el toque narrativo e imaginario, de innombrables resonancias y
sensaciones, sobre la dimensión sesuda o analítica, apenas presente. Es un muestrario
incompleto de las pasiones de la vida de la carne rememoradas con la lengua para
actualizarlas y restituirlas a la existencia inmediata que apela a los sentidos
y las emociones cómplices del lector. No hay deseo sin estremecimiento febril ni
pasión sin convulsión visceral, como enseñaron a Bourgeade sus maestros libertinos
(Sade, Bataille, Klossowski, Molinier).
Es imposible leer esta miscelánea con
indiferencia. Cada uno preferirá unos casos, historias o episodios sobre otros,
por motivos fetichistas, desde luego, pero también éticos y estéticos. No todo es
válido para Bourgeade en un terreno donde la adultez y la anuencia son reglas
imprescindibles. El voyeurismo, la necrofilia, la escatofagia, el
sadomasoquismo, pero no tanto la zoofilia y nada la pedofilia. Altamente
estimulantes resultan las partes dedicadas a los amigos y amigas artistas, pero
mis predilecciones se precipitan sobre el sabroso anecdotario donde se bordea
el surrealismo, se evocan las relaciones que implican connivencia y afecto en
el placer orgiástico y, por supuesto, el refinado repertorio literario, como el
bigote de Montaigne, impregnado de fragancias indelebles. La fiesta fetichista
no tendrá fin, como la seducción de este opúsculo póstumo, mientras no se
consume el devenir androide del humano.
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