Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó.
-Macedonio Fernández-
-Macedonio Fernández-
El cadáver de la literatura. Supongamos que es visible como el cadáver de una ballena varada en la playa. Supongamos que nos aproximamos para verlo en detalle. He ahí que descubrimos a dos larvas famélicas paseando por su rugosa superficie como si tal cosa. Esas dos larvas carroñeras no son tales, nunca tendrán la oportunidad genética de transformarse en mariposas. Son solo un par de gusanos deslenguados, un dúo de enterradores charlatanes, como los de Hamlet, que se ríen de sí mismos y del mundo circundante, con una risa solapada y siniestra, mientras entierran a duras penas el cadáver de una literatura que les viene grande. Literatura de después de la muerte de la literatura, así denomina Iyer su propio trabajo forense en esta divertida trilogía de la que ahora se publica en español la primera entrega (Magma [Spurious], Pálido Fuego, trad.: José Luis Amores).
La autopsia de la literatura, escenificada por
Iyer, es cómica a ratos, patética en otros. Los dos payasos metafísicos que
monopolizan las postrimerías del funeral con su presencia peripatética y sus chanzas
fúnebres, el sibilino Lars y su fallido amigo W., son replicas apenas burlescas
de su cínico autor, un bufón resabiado e irónico. Un bromista británico prototípico
de una cultura hecha a partes iguales de distancia impostada y credulidad pomposa.
Humor inglés de la mejor ley para los culturetas y los gafapasta
que reverencian, como experiencias supremas de la cultura occidental, la
lectura sacramental de Kafka, gran maestre de la seriedad existencialista, así como
la contemplación extasiada de los plúmbeos planos secuencia del cineasta húngaro Béla
Tarr.
Iyer se ríe en secreto, como una comadreja comatosa, de
esta comedia terminal de una cultura humanista en bancarrota y una literatura
amenazada de extinción. Y en vez de extraer de esta triste constatación una potencia
creativa singular se limita a explotar en su provecho los vicios de la penosa
situación, confirmando las peores sospechas de los puristas que dieron por
muerta hace tiempo la gran forma artística y, acaso sin pretenderlo, entregaron
las llaves del reino de la creación al mercado y al espectáculo.
El único problema de Iyer y de sus ridículas marionetas
es ideológico. No hay nada original en lo que dice. Aunque lo hace con gracia y
elegancia, su actitud resulta presuntuosa y oportunista. Yo sentía ya la
inutilidad estética y el peso muerto de la literatura en mis años universitarios,
leyendo a Blanchot y a Bernhard en plena debacle de las humanidades y las
disciplinas del conocimiento, pero sabía que ese agudo sentimiento crepuscular era
tan viejo como el mundo. Quizá porque el mundo, como pensaba Macedonio Fernández, fue inventado antiguo. Iyer juega con la idea melancólica de la muerte de la
literatura, como otros escritores contemporáneos mucho menos dotados, porque no
se siente a la altura del desafío de los tiempos. Le faltan imaginación, energía verbal, poder
de fabulación e inventiva narrativa. Y se consuela de sus carencias flagrantes proclamando
que nadie (tampoco él) posee hoy el talento necesario para alcanzar a los idealizados
maestros del pasado. La de Iyer es una risa resentida, sintomática. La del
malogrado que arrastra su cuerpo enfermizo por el sucio suelo de la jaula donde
agoniza mientras imita los gestos del artista del hambre de Kafka haciendo
chistes fáciles ante una audiencia menguante.
Sin embargo, Iyer es listo de verdad y no solo
un listillo cultural y reconoce algo con lo que me identifico: “Solo un puñado de escritores es sincero a
la hora de escribir acerca de la situación en que nos encontramos y los
obstáculos que hay en el camino. Su obra es enfermiza y canibalesca, absurda y
desesperada, pero paradójicamente también alegre y auténtica. Sus obras son
increíblemente honestas y tienen un poder liberador. Estos son los escritores
que, tal vez, nos muestran el camino a seguir”.
Magma es, por todo esto, una
novela excelente. Hace pensar y provoca auténticas carcajadas.
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