A pesar de lo que digan sus enemigos, la
izquierda, lo que se llama izquierda en términos coloquiales, no ha parado de
pensar. Es más. Lo propio de la izquierda, desde sus orígenes, es pensar:
practicar el pensamiento crítico contra un sistema de organización de la
realidad que, desde el siglo diecinueve, no ha cesado de mutar, no ha cesado de
crear las condiciones idóneas para realizar con mayor facilidad sus fines
lucrativos. Así que el fallo de la izquierda no ha estado nunca en el
pensamiento, en la elaboración de un discurso intelectual basado en el análisis
del funcionamiento del capitalismo y su reflejo en la vida social y cultural. El
único fallo histórico de cierta izquierda fue liderar una revolución fallida y
ejercer un poder totalitario para imponerla a destiempo.
Después del colapso soviético, se dio por hecho
con demasiada facilidad que la izquierda enmudecería y se conformaría, como ya
estaba ocurriendo, con ostentar ocasionalmente el poder ejecutivo y parlamentario
en democracias burguesas y capitalistas. Así pareció durante unos años, pero el
cerebro de la izquierda más inteligente prosiguió su tarea de dilucidar los
desmanes y disfunciones del orden económico y político establecido, aminorando
quizá el enunciado de alternativas creíbles a la realidad del capitalismo
tardío.
Como es evidente tras la lectura de este libro imprescindible
(Pensar desde la izquierda, Errata
Naturae) en estos tiempos de crisis programada, enfrente estaba la doctrina
neoliberal, gestada mucho antes pero con influencia determinante a partir de
los años ochenta, cuando Thatcher y Reagan llegan al poder y forjan una alianza política
de largo alcance. Desde entonces, ese pensamiento único, una praxis mercantil desaprensiva
con un contenido ideológico solo orientado a fomentar esta, no ha hecho sino
expandir su nocivo radio de influencia hasta imperar sobre la economía mundial.
Eso que los expertos consultados denominan globalización.
Esta es la narrativa beligerante que sostienen los
principales adalides de la izquierda intelectual en este período de grandes
turbulencias y limitadas expectativas. En las posiciones más avanzadas de este
movimiento heterogéneo y plural estaría el estratega revolucionario Zizek, por
supuesto, con su valioso tratado político En defensa de las causas perdidas,
y Jameson, con Valencias de la Dialéctica y sus análisis filosóficos y
culturales del fenómeno de la globalización, en confabulación relativa con Negri
y Hardt, los más utópicos, y su creencia en el poder insurgente y transformador
de la multitud, o Badiou, defensor intransigente de un nuevo comunismo. Pero
también agentes del conocimiento más sutil del nivel de Agamben y Rancière. Y en
la trastienda el gran Debord, como un insidioso espectro infiltrado en la
maquinaria espectacular.
Toda la apuesta de estos pensadores consistiría
en revertir las estrategias del análisis y la crítica de la realidad del
capitalismo neoliberal en la creación de una alternativa real al poder
hegemónico. Esa estrategia podría alegorizarse con las palabras de ese joven
tunecino que, tras la rebelión que acabó con la tiranía en su país, exclamó:
“Antes yo miraba la televisión, ahora es la televisión la que me mira a mí”.
Como sabía Debord, la revolución es ese momento decisivo en que el espectador
abandona la pasividad inducida y se vuelve actor de su destino. O como postula Zizek:
“lo verdaderamente traumático es la libertad misma, el hecho de saber que la
libertad es realmente posible”. Esto ya no es pensamiento crítico, ni ideas confusas
de una izquierda radical. En las actuales circunstancias, eso se llama
simplemente sentido común.
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