LA PRISIONERA DE SÍ MISMA
Para el ser humano, ¿hay placer fuera de la obscenidad? Incluso cuando los cuerpos están más estrechamente unidos, ¿no existe el subterfugio de una proyección fantasmática más allá de ese contacto, no existe la mediación de un espectáculo, aunque sea mental?
C. M.
En realidad, este texto debería llamarse “la vida mental y sentimental de Catherine M.”, tal es la considerable actividad mental que su autora confiesa dedicar a cuestiones vitales como el sexo o los sentimientos. Incluso se podría dudar de la veracidad de las escandalosas experiencias relatadas en el libro anterior dado el grado de anticipación y cálculo respecto de su realización y la minuciosidad posterior de su recreación verbal.
Con un texto confesional, como parece ser éste[*], cabe interrogarse desde el principio si la máscara elegida por la autora al mostrarse al desnudo, sin otro ornamento que un estilo analítico descarnado, es o no más perturbadora y efectiva que si recurriera a la ficción. En suma, una vez que se acepta que todo lo leído en él es auténtico o, por decirlo de otro modo, toda su estrategia se orienta hacia la revelación de la verdad de un sujeto y de sus vivencias más íntimas, nos queda todavía la indecisión sobre si esa verdad y esa autenticidad no son estrategias al servicio de una tendencia narcisista o exhibicionista.
Este autorretrato algo crispado (titulado en el original Jour de souffrance) nace como secuela del éxito de La vida sexual de Catherine M., y, sin embargo, describe las condiciones existenciales e intelectuales de creación del mismo. Es aquí donde surge la ironía de que una situación dominada por lo sentimental, por así decir, pueda engendrar como respuesta terapéutica un relato volcado hacia la dimensión más carnal.
La experiencia central narrada es la de una aguda “crisis” nerviosa padecida por la autora en sus relaciones con el hombre de su vida, el escritor Jacques Henric, al descubrir las reiteradas infidelidades de éste. En el fondo, la paradoja que sume en un estupor gradual a Millet está fundada en un malentendido egocéntrico. Ella había asumido esas relaciones amorosas con la plena conciencia de su libertad para mantener al mismo tiempo toda suerte de encuentros sexuales, mientras parecía suponer cierta exclusividad por parte de él. Para colmo, Henric sostiene relaciones con mujeres que poseen atributos físicos de los que Millet carece (cabellos largos, grandes pechos, juventud, etc.) y él parece fetichizar en oposición a ella. El choque se hace cada vez más dramático y degenera en obsesión patológica cuando Millet no sólo rastrea las pistas escritas de esos encuentros furtivos sino que fantasea con ellos. Se asiste entonces a una obscena puesta en escena del sentimiento de los celos, con todo su fastidioso caudal de descubrimientos morbosos, imaginaciones culpables, documentos insinuantes, fantasías porno, análisis delirantes y, sobre todo, rituales sadomasoquistas del dolor y el placer producidos por la conciencia de la traición del otro.
Si uno de los referentes narrativos podía ser el Proust de Un amor de Swann, La prisionera y Albertine desaparecida, obras maestras de la inteligencia aplicada a la compleja fisiología del amor, hay tantas diferencias en el tratamiento y en los fundamentos que, al menos, habría que atribuirle a Millet la singularidad de su experiencia. Una mujer libertina, dueña absoluta de sus devaneos eróticos, sus fantasías y sus placeres masturbatorios, que, como ella misma confiesa, no siente con facilidad el arrebato del amor ni siquiera por ese hombre por el que dice sentir unos celos extremos, ve desplomarse todo su mundo y su identidad bien asentada al descubrir que no es ni ha sido nunca el único objeto de deseo de su marido.
Sin duda, el narcisismo onanista de Millet, su tendencia a la creación de escenarios mentales fantasiosos (“mi cine interior”), sus manías personales, sus traumas infantiles (una madre adúltera) y su egocentrismo de clase intelectual privilegiada están en la base de la “crisis” que la condujo, tras pasar por la consulta del psicoanalista, a someter el caos de su vida sexual a la férrea disciplina de la escritura.
Con todo, Catherine Millet da una imagen de mujer algo tradicional. Y, en este sentido, cabría preguntarse qué habrían dicho Freud o Lacan de sus tormentos emocionales y fisiológicos. Qué apasionante caso no habría construido Freud con los volúmenes complementarios que componen el bucle de esta autobiografía psíquica. La grandeza del siglo XXI, al que ambos textos pertenecen por sus planteamientos estéticos y la inteligencia de sus comentarios, reside en esto, precisamente. Ya las mujeres no necesitan de un mediador médico para construir grandes relatos sintomáticos sobre los males del patriarcado. Eso hemos avanzado.
[*] Catherine Millet, Celos. La otra vida de Catherine M., Anagrama, 2010.
Con un texto confesional, como parece ser éste[*], cabe interrogarse desde el principio si la máscara elegida por la autora al mostrarse al desnudo, sin otro ornamento que un estilo analítico descarnado, es o no más perturbadora y efectiva que si recurriera a la ficción. En suma, una vez que se acepta que todo lo leído en él es auténtico o, por decirlo de otro modo, toda su estrategia se orienta hacia la revelación de la verdad de un sujeto y de sus vivencias más íntimas, nos queda todavía la indecisión sobre si esa verdad y esa autenticidad no son estrategias al servicio de una tendencia narcisista o exhibicionista.
Este autorretrato algo crispado (titulado en el original Jour de souffrance) nace como secuela del éxito de La vida sexual de Catherine M., y, sin embargo, describe las condiciones existenciales e intelectuales de creación del mismo. Es aquí donde surge la ironía de que una situación dominada por lo sentimental, por así decir, pueda engendrar como respuesta terapéutica un relato volcado hacia la dimensión más carnal.
La experiencia central narrada es la de una aguda “crisis” nerviosa padecida por la autora en sus relaciones con el hombre de su vida, el escritor Jacques Henric, al descubrir las reiteradas infidelidades de éste. En el fondo, la paradoja que sume en un estupor gradual a Millet está fundada en un malentendido egocéntrico. Ella había asumido esas relaciones amorosas con la plena conciencia de su libertad para mantener al mismo tiempo toda suerte de encuentros sexuales, mientras parecía suponer cierta exclusividad por parte de él. Para colmo, Henric sostiene relaciones con mujeres que poseen atributos físicos de los que Millet carece (cabellos largos, grandes pechos, juventud, etc.) y él parece fetichizar en oposición a ella. El choque se hace cada vez más dramático y degenera en obsesión patológica cuando Millet no sólo rastrea las pistas escritas de esos encuentros furtivos sino que fantasea con ellos. Se asiste entonces a una obscena puesta en escena del sentimiento de los celos, con todo su fastidioso caudal de descubrimientos morbosos, imaginaciones culpables, documentos insinuantes, fantasías porno, análisis delirantes y, sobre todo, rituales sadomasoquistas del dolor y el placer producidos por la conciencia de la traición del otro.
Si uno de los referentes narrativos podía ser el Proust de Un amor de Swann, La prisionera y Albertine desaparecida, obras maestras de la inteligencia aplicada a la compleja fisiología del amor, hay tantas diferencias en el tratamiento y en los fundamentos que, al menos, habría que atribuirle a Millet la singularidad de su experiencia. Una mujer libertina, dueña absoluta de sus devaneos eróticos, sus fantasías y sus placeres masturbatorios, que, como ella misma confiesa, no siente con facilidad el arrebato del amor ni siquiera por ese hombre por el que dice sentir unos celos extremos, ve desplomarse todo su mundo y su identidad bien asentada al descubrir que no es ni ha sido nunca el único objeto de deseo de su marido.
Sin duda, el narcisismo onanista de Millet, su tendencia a la creación de escenarios mentales fantasiosos (“mi cine interior”), sus manías personales, sus traumas infantiles (una madre adúltera) y su egocentrismo de clase intelectual privilegiada están en la base de la “crisis” que la condujo, tras pasar por la consulta del psicoanalista, a someter el caos de su vida sexual a la férrea disciplina de la escritura.
Con todo, Catherine Millet da una imagen de mujer algo tradicional. Y, en este sentido, cabría preguntarse qué habrían dicho Freud o Lacan de sus tormentos emocionales y fisiológicos. Qué apasionante caso no habría construido Freud con los volúmenes complementarios que componen el bucle de esta autobiografía psíquica. La grandeza del siglo XXI, al que ambos textos pertenecen por sus planteamientos estéticos y la inteligencia de sus comentarios, reside en esto, precisamente. Ya las mujeres no necesitan de un mediador médico para construir grandes relatos sintomáticos sobre los males del patriarcado. Eso hemos avanzado.
[*] Catherine Millet, Celos. La otra vida de Catherine M., Anagrama, 2010.
6 comentarios:
Gran blog. Aum me estoy reponiendo de la lectura de Providence. He aquí una pequeña glosa que le he dedicado:
http://espitolas.blogspot.com/2010/03/providence-ciudad-bizarra.html
Un saludo.
Muchas gracias, Álvaro, por tus comentarios y tu post sobre Providence. Me alegra que te haya gustado tanto la novela.
Un abrazo,
JF
Entro por primera vez a tu blog por el sex-shop que, me temo, me llevará hasta Providence.
Prometedor paseo.
Un saludo.
hola juan francisco
tendré el gusto de conocerte el miércoles
un abrazo (desde la misma orilla)
c´
Hola César,
Será un placer conocerte. Si pudiéramos cruzar Providence con Bombardero engendraríamos, sin duda, la máquina del día del juicio final para el español amortecido. Será cuestión de proponérselo...
Un abrazo,
JF
una cruzada: la cruz de todos
abraxas, jf:
c´
Publicar un comentario