[Publicado en medios de Vocento el martes 14 de junio]
Viendo la
tele tuve una epifanía. No fue degustando el morboso culebrón del juicio contra
Amber Heard. Ni al escuchar a la diputada socialista defendiendo desde el
púlpito la urgencia de abolir la prostitución. Fue después, viendo un programa
sobre las disputas de la izquierda sobre la materia, cuando aparecieron en
pantalla imágenes de las peripatéticas que han alegrado la vida del patriarcado
con el arte de putear tantos siglos que ya nadie se atreve a computarlos. Fue
al contemplar a estas jornaleras incansables transitando por aceras y polígonos
en busca de clientes cuando caí en la cuenta del pecado original.
Esto no
puede durar más, me dije culpabilizado. Yo no he hecho otra cosa, como mal
discípulo de Baudelaire y Baudrillard, que celebrar la belleza sulfúrea y la
seducción estética de la prostitución sin frecuentarla en realidad. La
soberanía del objeto deseado sobre el flácido sujeto del deseo. Eso se acabó.
Anulado en mi mente el atractivo de la idea, se impuso la fealdad y vulgaridad
de lo real. Que existan putas es un insulto a las mujeres. Así de crudo. El
odio puritano al sexo me sirvió siempre de pretexto para sostener lo
insostenible. La voluptuosidad y el placer no reinan por encima de todo. La
libertad de las mujeres para hacer con su cuerpo lo que deseen no está en
disputa. Eso sí, reclamo esta misma libertad de las mujeres occidentales para
sus hermanas de otras culturas. Prostituirse no es solo prestarse al sexo por
dinero. Prostituirse es todo acto de sumisión a las imposiciones del macho
multicolor. Con o sin velo, la mujer no es libre hasta que no vive sin
someterse al falo patriarcal. La hipocresía de la izquierda multicultural es
inaceptable.
De todos modos, ninguna de las opiniones corrientes sobre prostitución acierta. No es un desorden social, como creen los reaccionarios, sino el síntoma de una disfunción moral. No es la peor forma de explotación, como piensan las feministas, aunque sí la más perturbadora. Y tampoco es un trabajo cualquiera, una prestación banal, como afirma el ideario neoliberal, sino el signo de la mercantilización definitiva de las relaciones humanas. Los cuerpos no son moneda viviente. Un mundo donde todo está en venta es un mundo donde, al final, nada vale nada. Esto no obsta para que el deseo insatisfecho sea un problema sin resolver en las sociedades liberadas de tabúes y saturadas de porno. Digamos la verdad. La mujer libre es la que proclama abiertamente su gratuidad, como Molly Bloom. Sí quiero sí.
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