Se me ocurren muchas razones por las que alguien que no la haya visto todavía, o la haya olvidado como se olvida una pesadilla angustiosa, vea o vuelva a ver Blade Runner (estrenada el 25 de junio de 1982, mañana hace cuarenta años, en Estados Unidos). Se suele decir que el cine es una tecnología que se apropia de los formatos narrativos anteriores a su aparición, pero no se dice por qué. Como señala el teórico Jonathan Beller: el modo de producción cinemática hace suyas las narraciones de modos de producción anteriores a fin de hacer aceptable para sus espectadores la existencia de la máquina como realidad determinante. Si esto fuera así, desde 2001 hasta eXistenZ y Matrix, la ciencia ficción cinematográfica sería el género definitivo para obligar a la máquina a hablar de sí misma. O, mejor dicho, el formato narrativo donde se expresaría con preferencia tanto el diálogo de la máquina con la realidad alterada o producida por su presencia como el monólogo de la máquina enfrentada a su soledad radical en un paisaje totalmente sometido a su poder de control. En este sentido, Blade Runner supondría uno de los puntos álgidos tanto de ese diálogo como de ese monólogo y, por tanto, la más brillante tentativa de la máquina por comprender el sentido de su existencia y sus complejas relaciones con la inteligencia humana que la creó para realizar sus designios con mayor eficiencia...
La historia de los androides de Blade Runner es muy antigua y pudo empezar
con el mito del titán Prometeo rebelándose contra la tiranía de Zeus y
sufriendo un castigo peor que la muerte. Pero esa historia comenzó, como
sabemos, con una novela precursora que se titulaba, precisamente, Frankenstein, o El moderno Prometeo,
escrita durante la primera revolución industrial por Mary Shelley, una coetánea
de Jane Austen a quien podría tomarse, dada la índole de su imaginación, por una marciana cultural o una androide sentimental si la comparamos con la autora
de Orgullo y prejuicio. En esa novela
de Shelley, como en Blade Runner, la criatura visita a su creador
para reprocharle las deficiencias de su creación y vengarse en lo posible del
daño producido por esa experimentación que lo ha hecho nacer para sufrir y
morir, como hace el “replicante” Roy Batty al asesinar a su creador tras
descubrir que su caducidad es irremediable. A través de esta queja resuena, por
supuesto, el dolor humano ante la muerte y el deseo de rebelión contra la
divinidad que, por envidia o incapacidad, nos creó mortales e imperfectos. Pero
ese gesto desafiante expresa también la voluntad de poder de la criatura que
quiere hacerse con el control de sus circunstancias.
Por esto mismo, Blade Runner aspira a crear una mitología nueva, una mitología del
futuro visto desde el presente, una mitología a la altura de una sociedad
eminentemente tecnológica. Una cultura, como en cierto modo anunciara
Heidegger, cuyas cuestiones fundamentales debían nacer también de la
interrogación permanente de la tecnología y su impacto en la vida y la mente de
los humanos. Blade Runner pretende
hacer visible ese nuevo mundo tecnológico creando una mitología “prometeica” de
última generación adecuada a una civilización dominada por las corporaciones
transnacionales y las tecnologías de la simulación y la producción de
simulacros. Su singularidad artística radica así, de una parte, en la potenciación
estética de las imágenes, reciclando las tendencias más avanzadas del cómic, la
publicidad, la moda, el diseño o el arte; y, de otra, en la recreación ciberpunk de una fábula existencialista (inspirada
en una novela de Philip K. Dick) perfectamente acorde con el espectacular
despliegue de efectos especiales. En esto quizá resida la excepcionalidad
artística, quizá irrepetible, de Blade
Runner, ya prefigurada en Alien.
La historia que se cuenta es indesligable de la envergadura y la ambición
estética y tecnológica del mundo en el que sucede.
La fascinación de Blade Runner en cualquiera de sus versiones surge, precisamente, de
esa posmoderna hibridación de componentes (trama policial retro, mundo
futurista y visualidad neobarroca). Solo de ese modo, la historia paradójica de
los androides perseguidos que cuestionan la inhumanidad del sistema con su
exceso de humanidad, y la del policía exterminador que redescubre al enamorarse
de una androide “los fundamentos de lo que se toma por humano” (K. Hayles),
adquieran todo su sentido moral para un espectador alienado respecto de su
verdadera condición en una sociedad cada vez más deshumanizada.
La dimensión visual de la película queda
así acoplada a su dimensión fáustica o filosófica, y la prueba de ello es la
omnipresencia del ojo (natural o artificial) en la película, anunciada desde el
principio con ese enigmático ojo de apariencia humana que el montaje coloca en
posición de contemplar el electrizante espectáculo por primera vez: el paisaje
nocturno de la metrópoli hiperindustrial, las pirámides corporativas alzándose
hacia el cielo entre destellos fulgurantes, las llamaradas de gas estallando en
el aire contaminado como en una pesadilla ecológica, las aeronaves flotando
entre fogonazos de luz artificial…Es el ojo ubicuo de la tecnología lo que el
montaje de Ridley Scott interpone entre la mirada deslumbrada del espectador y
las deslumbrantes imágenes para forzar la identificación del ojo panorámico de
la cámara con el dispositivo óptico del “replicante”. Este guiño inicial
permitiría asociar a Scott, como director, con Tyrell, el demiurgo creador de
los androides. Ambos manipulan la máquina y son dueños de sus secretos y
maquinaciones, sin duda, pero mientras el director ilumina su funcionamiento y
nos invita a escrutar el futuro con el ojo experimental del androide (“He visto
cosas que vosotros no creeríais”), el dios de la biomecánica pierde los ojos y
luego la vida a manos de su rebelde criatura.
De ese modo, la trama tecnológica de la
película se trasmutaría en una “historia del ojo” cinematográfica, es decir,
una fantasía visionaria sobre los límites históricos de la visión: el mecanismo
fílmico como gran ojo artificial que crea o recrea un futuro (im)posible con la
melancolía romántica con que antes se contemplaba el pasado. Los motivos de
fondo de Blade Runner son, pues, el
anacronismo y la nostalgia derivados de una idea humanista de la cultura y la
naturaleza enfrentada al poder revolucionario de la técnica: la nostalgia por
la pérdida de la medida humana de las cosas, por la naturaleza también perdida
y por modos de convivencia y relación ya desfasados, desaparecidos o en vías de
extinción. No deja de ser una paradoja capitalista, en cualquier caso, que en
una sociedad deshumanizada corresponda a las máquinas la encarnación del deseo más
humano de todos: vivir más intensamente, sin fecha de caducidad.
Tuvimos que esperar hasta la trilogía Matrix para que se nos mostrara en la pantalla qué hay detrás de las imágenes que nos seducen con su fastuoso atractivo, qué quieren realmente las máquinas de nosotros, para qué necesitan preservar el principio de realidad y, aún peor, por qué emplean las ficciones en que vivimos inmersos a diario como instrumento alucinante de dominio. Pero esa es otra historia.
Bienvenidos al desierto de lo real.
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