miércoles, 31 de marzo de 2021

LOS OSCUROS CAMPOS DE LA REPÚBLICA


 [Francis Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, Anagrama, trad.: Justo Navarro, 2021, págs. 200]

Decía Cyril Connolly en La tumba sin sosiego, un libro excepcional: “Cuántos más libros leemos, más claro resulta que la verdadera tarea del escritor es elaborar una obra maestra”. En este sentido, se puede decir que si Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) hubiera desaparecido tras publicar El gran Gatsby en 1925 ya habría tenido garantizada la inmortalidad que la cultura atribuye a los autores de obras imprescindibles de la historia. Conviene recordar esto cuando la oportuna reedición de esta espléndida traducción de Justo Navarro nos permite releer esta novela magistral en un español que la moderniza y enriquece de matices, imágenes y sensaciones. Todas las traducciones de obras importantes necesitan con el paso de los años una mano que restaure, con maestría, su vitalidad lingüística y literaria. Este es el caso. 

La obra de Fitzgerald, uno de los grandes artistas de la prosa y la narración realista americana del siglo XX, se mantiene intacta en el canon literario. No hay lectura de cualquiera de sus obras que no demuestre el talento derrochado para atrapar el ritmo y la vibración de su tiempo, esa combinación de sentimientos, ideas y mentalidades que dan el tono vital de una época, imprimiendo en cada frase y en cada personaje y en cada situación la marca de un estilo de vida inimitable, mediante una estética y una ética narrativas que pretenden atrapar al vuelo la levedad del instante pasajero que barrerá de un plumazo a todos los personajes del escenario del mundo.

Por mucho que uno ame su novela primeriza A este lado del paraíso (1920), donde establece su poética de que el saber no puede consolar de la pérdida de la juventud y las ilusiones, o los chispeantes y melancólicos relatos sobre la "Era del Jazz" (Flappers and Philosophers, de 1920, y Tales of the Jazz Age, de 1922), donde las flappers y los aprendices de "filósofo" emprenden un cortejo coreográfico interminable por las luminosas y abigarradas calles del Nueva York de comienzos de los años 20, o esa “educación sentimental” en la ebriedad del amor y el fracaso de la ambición que es Hermosos y malditos (1922), su segunda novela publicada, resulta evidente que la primera novela donde Fitzgerald dio la verdadera talla de su talento (antes de esa otra ficción suprema titulada Suave es la noche, de 1934), fue en El gran Gatsby: la memorable fábula sobre el fin de la inocencia y la juventud de una sociedad (“la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros”) encarnada en la trágica historia de uno de sus héroes más legendarios, el apuesto Jay Gatsby. Uno de esos personajes carismáticos que la mayoría de novelistas se pasaría la vida buscando sin descanso y que Fitzgerald encontró en el fondo amargo de sus fantasías, con solo mirarse al espejo.

Echando un vistazo rápido a la literatura americana de su tiempo, es fácil comprobar que, a pesar de Faulkner y con la excepción de Dos Passos y Thomas Wolfe, las novelas de Fitzgerald no solo se encuentran entre las más brillantes sino entre las primeras que expresan con realismo sensorial la extravagante alegría y vitalidad del siglo XX, con el cine y el automóvil como emblemas de una nueva y dinámica forma de vida. En esto radica la originalidad incomparable de toda su literatura y, muy en especial, de esta fascinante novela donde, además, la huella estética de la visualidad del cine mudo es tan notoria en el modo de narrar las acciones y describir los personajes, integrándolos en espacios que siempre están en movimiento.

El gran Gatsby es, por todo ello, una de las obras paradigmáticas del siglo pasado y no es caprichoso que pueda detectarse su influencia en la sensibilidad de dos grandes exponentes de una narrativa apegada a la realidad de su tiempo como Cabrera Infante, en La Habana prerrevolucionaria, y Bret Easton Ellis, un Scott Fitzgerald de los ochenta y noventa, a caballo entre Los Ángeles y Nueva York. La fusión de lo nuevo y lo viejo, el nuevo arsenal de la vida, las nuevas máquinas y las nuevas formas de entretenimiento y relación, pero también de arte y de música, frente a las viejas fórmulas del drama social, con el amor imposible de Gatsby por Daisy Buchanan y los amoríos furtivos de los ricos y los privilegiados y la sórdida existencia de los pobres y los fracasados. En suma, un vistoso panorama, no exento de crueldad, de los rituales, costumbres e idiosincrasias de un mundo que aún no había fijado su imagen en álbumes repletos de estereotipos en blanco y negro.

viernes, 26 de marzo de 2021

PESIMISMO ILUSTRADO


 [Manuel Arias Maldonado, Desde las ruinas del futuro. Teoría política de la pandemia, Taurus, 2020, págs. 293]

El Antropoceno, como dice Steven Shaviro, supone que los humanos hemos alterado la biosfera con nuestras acciones, pero significa también que nos hemos expuesto en exceso a las fuerzas naturales que responden a nuestra influencia de modos que no podemos anticipar ni controlar. La covid se inscribe en estos parámetros estrictos por más que la discusión sobre su génesis siga abierta. Por su parte, Arias Maldonado, uno de los grandes expertos españoles en el Antropoceno, sostiene en este libro informado e inteligente, como todos los suyos, la tesis de que esa adscripción es problemática, precisamente, en razón del origen del virus y no tanto de sus secuelas.

Lo que nadie niega es que la covid ha vuelto del revés el mundo tal y como lo conocíamos hasta su virulenta irrupción y nos obliga a repensar, en este sentido, todo lo que dábamos por evidente sobre el siglo XXI. He aquí una cuestión esencial a la que ha de enfrentarse quien pretenda reflexionar sobre este asunto, como hace Arias Maldonado, con singular convicción y capacidad persuasiva. Ya muy avanzado el ensayo, Arias proporciona una de las mejores descripciones que he leído de la pandemia en estos términos: “un episodio de letalidad moderada y alta espectacularidad, vivido con la intensidad propia de la sociedad de la información y la implicación emocional inherente a las redes digitales”.

Se formulan ahí, de manera sintética, las grandes líneas del análisis sobre la pandemia emprendido por Arias desde una pluralidad de enfoques (políticos, filosóficos, sociológicos, culturales, históricos, científicos, etc.), a partir de una bibliografía ingente, para llegar a la tesis sostenida desde el principio. La génesis del coronavirus es achacable a la modernización deficiente de China, al maltrato animal en sus mercados alimentarios y, por tanto, a las amenazas globales de una sociedad poscomunista tan inmersa en un progreso capitalista desaforado como incapaz de controlar los sectores atrasados de su economía y cultura.


Esta tesis dominante obliga a Arias Maldonado a realizar un doble ejercicio intelectual para explicar que, a pesar de que la covid haya sido producida durante el Antropoceno, no es una catástrofe ligada a los rasgos de dicho período de la historia planetaria. Paradójicamente, la pandemia estaría dentro y fuera del Antropoceno al mismo tiempo. Dentro por razones sincrónicas y fuera por la diacronía desigual que la produce. Este sería el punto más controvertido de su discurso: da por demostrado que el coronavirus se origina como zoonosis que se traspasa al humano en entornos peligrosos de carencia de higiene y promiscuidad animal, cuando hay cada vez más evidencias que cuestionan esta interpretación. Esta discrepancia no impide, sin embargo, que se puedan considerar los argumentos principales del ensayo no solo como razonables y acertados, sino dignos de ser suscritos sin discusión.

La incertidumbre domina nuestra visión de la pandemia y la reiteración de las oleadas infecciosas nos obliga, además, a ser prudentes a la hora de enunciar verdades demasiado categóricas sobre un fenómeno expansivo que está desbordando todas las previsiones científicas. Es todavía pronto para saber, por ejemplo, si volveremos alguna vez al mundo que conocimos con anterioridad, o si la pandemia ha modificado radicalmente las condiciones de vida en el presente y el futuro, imponiendo un nuevo régimen de control sobre la población.

Desde esta provisionalidad del juicio, atina Arias al postular la necesidad urgente de asumir el pesimismo ilustrado como vacuna autocrítica contra las ilusiones ideológicas generadas por la pandemia, ya sea la tentación regresiva de los detractores de la modernidad, el reciclado revolucionario de los nostálgicos del comunismo o el sueño de poder de la élite capitalista.

miércoles, 24 de marzo de 2021

YA ES MAÑANA


[Publicado ayer en medios de Vocento] 

Qué suerte la nuestra. La pandemia nos ha hecho globales y la globalización se ha desinflado al mismo tiempo, poniendo a cada uno en su lugar. China es la nueva vecina rica y poderosa del bloque y da miedo pensar en sus tendencias autoritarias. Menos mal que los americanos, aun noqueados, siguen ahí plantando cara a la adversidad con eficacia garantizada. El duelo de este dúo de monstruos marcará el futuro con secuelas impredecibles.

Ya vivimos en el futuro. Eso significa, según DeLillo, sobrevivir entre las ruinas del futuro y mirar al porvenir desde los vestigios del pasado. Así vamos. Entre el racismo de la realeza británica y las dudas genéticas sobre Paquirrín, en la cultura popular no ganan para disgustos. Y aún soñamos con vivir en Marte. Nuestra imaginación no tiene límites ni pasta para financiarse.

Por si fuera poco, nuestros políticos están en pie de guerra. Una moción de censura que era el inicio de la segunda reconquista sanchista ha desencadenado una lucha de poder implacable. El maquiavelismo manda más que el virus chino. Y los ciudadanos se resignan a su aciago destino democrático como hace Ciudadanos. La formación naranja, si continúa la hemorragia, se quedará blanca en mayo. La desbandada total. Eso pasa por aliarse con Sánchez contra sus socios naturales. Parece mentira. Ya nada es natural. Todo se fabrica en laboratorio. Hasta el “Wall Street Journal” lo reconoce.

Un año después, los ricos son más ricos y los otros, sin demagogia, cada vez más iguales. En el Gran Mercado del Mundo basta con sembrar el caos para cosechar desgracias masivas y suculentos beneficios. Con la pandemia, como dice Ivan Krastev, todas las distopías del mañana se han fundido en una pesadilla real. El pasaporte covid es una idea digna de los nazis, expertos en clasificar gente como reses en el matadero. El experimento social funciona como si nos hubieran metido a todos en la lavadora de la historia y ahora estuviéramos en pleno centrifugado. Eso supone la vacunación. Fármacos de diseño que nos inyectan la globalización en vena.

AstraZeneca lo tiene todo para triunfar. Desde el nombre hasta el precio. Hace falta el estoicismo zen de Séneca para ponérsela y el cinismo astral de sus directivos para venderla como revolución viral. Los niños en la escuela ya se aprenden la fórmula que mata profesores. Y esto es solo el principio del siglo XXI. Más vale no imaginar el final. La inmensa mayoría de los adultos que padecemos la pandemia no lo veremos. La vida es cruel. 

viernes, 19 de marzo de 2021

EL GRAN MERCADO DEL MUNDO


 [Lewis Hyde, El don, Sexto Piso, trad.: Julio Hermoso, 2021, págs. 474]

           Esta cuestión de las relaciones entre el arte y el mundo es tan paradójica como cualquier otro aspecto de la cultura humana. Sin el mundo no existiría el mercado ni tampoco el arte. Si el arte dependiera solo del mercado no sería tal y si el arte no tuviera un espacio donde hacerse público y llegar a sus destinatarios reales, no existiría como arte. Así que todo el problema del arte y el mundo se reduce a esta dialéctica por la que el “logos” y el “eros”, como dice Hyde, esas dos facetas antagónicas del espíritu humano, la más calculadora y organizadora y la más creativa y libre, han de entenderse por fuerza en beneficio de esa inteligencia colectiva que preserva la vida espiritual de la especie.

            Como en el famoso auto sacramental de Calderón (“El gran mercado del mundo”), es ahí donde todo el que tiene algo que compartir con la sociedad debe ofrecerse sin escrúpulos y aceptar de buen grado que la malicia y la inocencia de los otros juzgue la utilidad, belleza, atractivo o seducción de la obra que se les vende. Es una alegoría barroca que no tiene desperdicio.

            Un sentimiento similar debió guiar al poeta Lewis Hyde hace cuarenta años cuando inició su indagación sobre por qué la poesía, de todas las formas de expresión, era la más resistente a los tratos y negocios del gran mercado capitalista. Como dice Margaret Atwood en el estupendo prólogo, no imaginaba Hyde los hallazgos trascendentales que le aguardaban al final de su concienzuda exploración. El ensayo se subtitula, con afán provocador, “El espíritu creativo frente al mercantilismo”.

            Hyde consagra la extensa primera parte del libro (“Una teoría de los dones”) a una revisión rigurosa de las concepciones en torno al valor y la práctica del “don” que la antropología moderna (de Malinowski a Mauss) ha estudiado en culturas indígenas y exóticas. El “don” es entendido como sinónimo de gratuidad y generosidad, esa actividad humana que participa de la exuberancia y no se mueve por interés ni persigue beneficio alguno. Georges Bataille, cuya referencia se echa en falta en ciertas especulaciones de Hyde, hablaba de la “parte maldita” compuesta por ritos y mitos que fortalecen el vínculo comunitario y, al mismo tiempo, comunican la cultura con la naturaleza y el cosmos.

Ese “don” original y genuino es lo que define también el gesto del artista que entrega como dádiva la riqueza interior de su alma al receptor de su arte y cumple así una función esencial para la comunidad a la que pertenece, como pensaba Walt Whitman, a quien Hyde dedica uno de los capítulos más apasionantes del libro. A medida que la sociedad moderna ha permitido que el cálculo egoísta y la contabilidad de las ganancias y costes de los mercaderes dominen la acción humana con sus restricciones mezquinas, el lugar del arte se ha vuelto problemático.

La usura, explicada por Hyde por medio de una figura tan compleja como la del poeta Ezra Pound, es el fundamento de las relaciones económicas desde hace siglos y, por consiguiente, la antagonista más efectiva de la generosidad del artista. Con el segundo empleo, el mecenazgo (económico o político) o el más puro comercialismo, los artistas han hallado una solución provisional, como dice Hyde, al grave problema del sustento material de sus vidas, comprometiendo su talento en ocasiones.

En cualquier caso, este admirable clásico del ensayo americano moderno serviría para fundar eso que Hyde denomina, sintetizando todas sus ideas con ingenio poético, una “economía del espíritu creativo”.

martes, 16 de marzo de 2021

LA LLAMADA DE LOVECRAFT


[Michel Houellebecq, H. P. Lovecraft: contra el mundo, contra la vida, Anagrama, trad.: Encarna Gómez Castejón, 2021, págs. 128] 

Houellebecq es uno de los novelistas más apasionantes del nuevo siglo. Un explorador desinhibido de las antinomias morales y los territorios tabú de la conciencia europea contemporánea. Un cronista implacable de la descomposición de los valores ilustrados en la Eurozona. Por si fuera poco, Houellebecq ha escrito este hermoso ensayo sobre Lovecraft, mostrando así la intensa vibración neogótica de toda su literatura. Este libro imprescindible comienza de un modo devastador, formulando una poética existencial que eleva el disgusto profundo ante las condiciones de la vida (“La vida es dolorosa y decepcionante”) a una dimensión cósmica en la que ya no se aspira a hallar consuelo sino a contemplar el verdadero tamaño del horror sobre el que se cimienta la impostura moral del orden establecido y las costumbres sancionadas por el ideario conformista dominante.

No se engañaba John Banville, en su apología estética de Houellebecq, al calificar el libro de “manifiesto apenas velado de un joven escritor desenfrenadamente ambicioso, ferozmente iconoclasta y simplemente salvaje”. El Houellebecq que lo escribió pugnaba ya por convertirse en el Houellebecq exitoso y polémico que todos conocemos. A pesar de ser una obra de encargo, es posible encontrar en esta biografía crítica del mitógrafo del horror de Providence el sustrato genuino de la filosofía de Houellebecq. Como buen postmoderno, Houellebecq ha sabido transformar este ideario sin futuro en una rentable simulación de sentido, el remedo mediático de un pensamiento pesimista que bebe alegremente de fuentes amargas como Schopenhauer y Lovecraft sin abandonar un instante la pose mundana que garantiza el éxito comercial.

Por eso quizá, como reconoce, en la narrativa de Lovecraft faltan dos realidades fundamentales del mundo moderno: el sexo y el dinero. El segundo no es tampoco demasiado relevante en la obra de Houellebecq, pero sí desde luego el primero (“el único juego que les queda a los adultos”). No cabe la fuerza genesíaca en los planteamientos literarios de Lovecraft, del mismo modo que constituye, con plena lucidez y pornográfica exactitud, el impulso vital incuestionable de las novelas de Houellebecq. Lo que sí compartirían ambos escritores, en cambio, es una visión del mundo absolutamente materialista y, en consecuencia, la tendencia a integrar conceptos científicos avanzados en sus tramas narrativas.

En muchos relatos de Lovecraft, de hecho, el triunfo del monstruo indescriptible, la alianza espantosa con el mal, el horror o el caos de la materia viva aquejada de impredecibles mutaciones, parecería anunciar el momento en que todos los terrores se disipan y sólo queda un porvenir indefinible y totalmente radiante más allá de lo humano. De ese modo, como insinúa Houellebecq, las fantasmagorías inhumanas de Lovecraft parodian el lenguaje puritano de las iglesias protestantes y subvierten sin pretenderlo el objetivo trascendente de su discurso al constatar el fracaso de toda empresa humana enfrentada al mal. Ese paroxismo del mal que excede las categorías morales con que se ha interpretado tradicionalmente el cosmos.

No obstante, los terrores que Lovecraft escenifica superan ampliamente los límites de la resistencia racional ante lo desconocido. Es por eso que Houellebecq se atreve, en una de sus piruetas más arriesgadas, a relacionar a Lovecraft con Kant. Esta vinculación se fundaría solo en la tentativa atribuida al escritor de concebir el horror a la medida de la racionalidad extrema propia de los desarrollos de la sociedad occidental. También se podría probar a vincularlo con Nietzsche, aunque Houellebecq, por razones obvias, no mencione esta interesante posibilidad de construir una mitología alternativa.

En este sentido, las aprensiones sexuales y raciales de Lovecraft, tan bien analizadas por Houellebecq, por más que nos disgusten o perturben la comprensión del personaje, forman parte inevitable del mundo de fantasmas inconscientes al que se enfrentó con los únicos instrumentos con que contaba este norteamericano desgarbado y enfermizo, de imaginación calenturienta y pánico cerval a la realidad de la vida: el lenguaje heredado de sus ancestros y las fábulas primordiales de una teogonía malvada solo apta para descreídos.

Ayer se cumplieron 84 años de su muerte.

viernes, 12 de marzo de 2021

CAOS Y PARADOJAS


[Publicado en medios de Vocento el martes 9 de marzo]

        Fallan las palabras. Sobran las paradojas. Las paradojas, decía Confucio, son un mal programa de gobierno. El mundo desborda de paradojas que se enredan con otras paradojas, formando redes proliferantes que lo hacen aún más incomprensible. Deberíamos rehuir las simplificaciones cuando pensamos en un estado de cosas cada vez más caótico y anodino. Como sabe el CNI, Villarejo es una paradoja andante. Las cloacas limpian y ensucian al mismo tiempo. Por el mismo precio. Nadie escapa a su acción deletérea.

Es paradójico, sí. Cuanto más fallidas resultan las estrategias de la izquierda para combatir al capitalismo global, más se volatiliza este con los movimientos especulativos de internet. Al sexo fluido y la vanguardia trans de la izquierda responde el sistema con la fluidez de capitales y el empleo fluido. Es irónico. Los más capitalistas, como Bill Gates, propugnan soluciones socialistas a los perjuicios ecológicos del desenfreno económico. El caso Bárcenas pasará a la historia como el último episodio nacional de una tendencia cutre a la financiación de los partidos por empresarios locales. La nueva moda es que las élites globales, tipo Gates o Soros, inviertan en partidos guay para imponer sus políticas.

El gatillazo de la operación Illa es otra paradoja. No obtiene el gobierno deseado y favorece la formación de una alianza de poder imposible de controlar en sus pretensiones separatistas. Si trabajara para el CIS de Tezanos, no perdería más tiempo en servir a la apisonadora sanchista y me iría a estudiar a fondo las razones del abstencionismo catalán. En ese treinta por ciento al que le da igual lo que pase allí, reside la clave de su futuro.

Una de las secuelas más graves del caos para la inteligencia es que esta le da la vuelta a todo y piensa al revés. El escándalo no es que las infantas aprovechen un viaje a Abu Dabi para vacunarse. El escándalo real consiste en que los ciudadanos no estemos siendo vacunados al ritmo prometido. Se nos mintió otra vez haciéndonos creer que la vacuna desembarcaría masivamente en nuestras vidas para convertir al coronavirus en una reliquia biológica.

En Estados Unidos, mientras tanto, se habla ya de dejar atrás esta pesadilla en abril, con ciento cincuenta millones de vacunados a finales de marzo. Fiasco espectacular de la UE. Bochorno total. No vale la pena preguntarse por qué no hay bastantes vacunas. Más vale preguntarse cuánto tardaremos en ponernos la vacuna rusa. O la china. Remedio taoísta infalible. Todo se andará. 

miércoles, 3 de marzo de 2021

TRAGICOMEDIA SEXUAL


 [Amélie Nothomb, Los nombres epicenos, Anagrama, 2020, trad.: Sergi Pàmies, págs. 125] 

Desde su primera novela publicada (“La higiene del asesino”), la literatura de Amélie Nothomb, según confiesa su autora, no se alinea con Adán ni tampoco con Eva. Instalada en la conflictiva encrucijada de los sexos, practica la ambigüedad y la paradoja como recursos estilísticos para radiografiar la escabrosa intimidad de las relaciones y la perversidad de las emociones.

En esta tragicomedia sexual, donde la comedia de diálogos ingeniosos y chispeantes (dignos de una screwball comedy de los años treinta y cuarenta de Howard Hawks, Preston Sturges o Mitchell Leisen) se combina con el trasfondo melodramático de la historia, Nothomb acierta a proporcionar al lector una parábola sobre la superioridad femenina y la derrota masculina en todos los ámbitos, desde los más privados a los más públicos. Una mujer joven, Reine, tras una sesión amorosa de una intensidad superlativa, le dice a su acompañante anónimo que planea casarse con otro hombre, Jean-Louis, que le promete una posición confortable y próspera. Poco después, otra mujer joven, Dominique, satisfecha de su soltería, conoce a un chico extraño que dice llamarse Claude y le ofrece casarse de buenas a primeras.

A partir de ese momento, seguimos las vicisitudes parisinas del matrimonio entre Dominique y Claude, desde las dificultades iniciales con el dinero y los domicilios y los problemas de la maternidad hasta el éxito económico y social. Claude triunfa en la filial de la empresa que dirige y alcanza una situación óptima para ascender en la escala social mientras sus relaciones con su hija Épicène, semejante a él en el físico y el temperamento, se fundan en el odio mutuo. Es entonces cuando esta novela veloz e intensa da un giro inesperado que ensambla, con maestría narrativa, todos los hilos de la trama balzaquiana para desembocar en un descubrimiento terrible y una venganza inevitable.

Los nombres de los personajes son esenciales a la trama en la medida en que la condición de epicenos, es decir, su indistinción sexual o genérica, es la que establece la igualdad de partida en la carrera de la vida entre hombres y mujeres. La referencia culta de la novela, como siempre en Nothomb, alude en este caso al dramaturgo Ben Jonson, autor de una comedia transexual (“Epicena, o la mujer silenciosa”), donde un actor tenía que interpretar a un chico disfrazado de chica, escenario que su coetáneo Shakespeare explotó en sus comedias más equívocas. Esta curiosa obra de Jonson tuvo la peculiaridad de ser representada en 1609 por una compañía de niños actores, cuyas voces sonaban ambiguas y podían interpretar papeles de ambos sexos.

Esta referencia literaria se plasma en el nombre de la hija de Dominique y Claude: padre y madre de nombre epiceno engendran una hija a la que, por sugerencia paterna, llaman Épicène. Épicène es una criatura portentosa, uno de los personajes más singulares de la literatura de Nothomb y quizá su autorretrato imaginario más logrado. Niña hipersensible, estudiante superdotada, lectora políglota, ella toma las riendas de la situación llegado el punto crítico y venga los agravios maternos.

Como fábula sin moraleja, esta novela es una celebración de la feminidad en todas sus facetas: la maternidad, la filiación, la amistad. Y un alegato en favor de la dignidad y la autoestima femeninas. No es severa con los errores inveterados del sexo femenino en su secular subordinación al orden patriarcal, pero señala con inteligencia el camino a seguir para superar una situación de desventaja injustificable e inferioridad asumida que no corresponde a la potencia real de las mujeres. En el fondo, Nothomb hace pensar que la idea de la igualdad entre hombres y mujeres podría ser tramposa y encerrar, una vez más, una injusticia hacia las segundas.