[Vladimir
Nabokov, Lolita, Anagrama, trad.:
Francesc Roca, 2018, págs. 389]
A pesar de las dos Alicias,
a pesar de Peter Pan, a pesar de todos los pesares pedófilos y la pederastia
galopante, Lolita es el mito genuino de la era neovictoriana y la cultura
infantilizada…
Abandonemos todos los prejuicios. Actuales o antiguos.
Si no, es imposible hablar hoy de “Lolita”, una obra fabricada por su autor con
género delicado o escandaloso y supremo virtuosismo artístico. Este agosto se
cumplen los sesenta años de la primera y exitosa edición norteamericana (solo tres años posterior a la editio princeps parisina), durante
el llamado “verano de Lolita”, de la novela magistral que cambió para siempre
la visión de la infancia y el abuso infantil que tenían los adultos.
Todo escritor inventa un objeto de deseo para
poder escribir la obra que consuma su relación. Este personaje imaginario, una
suerte de fantasma afrodisíaco, es el que lo guía como una obsesión a lo largo
de las distintas estaciones del proceso creativo. Si Dante y Petrarca eligieron
a sendas niñas (Beatriz y Laura) como pretexto amoroso para elaborar obras fundacionales
como la “Divina Comedia” y el “Cancionero”, Nabokov
asumió, en un doble juego especular, la máscara romántica de Humbert Humbert,
pedante pedófilo y narrador nada fiable, para plantearse la verdadera ecuación estética
y sexual que inquietaba a su cerebro. Nabokov
tradujo al ruso la “Alicia” de Carroll con tanto amor, hacia la literatura que
contenía y la lengua en que estaba escrita, que acabó escribiendo “Lolita” para
desentrañar el misterio freudiano de ese amor excepcional: el amor de la niña maravillosa
y la inteligencia andrógina cifrado en los jeroglíficos ingleses del texto
carrolliano. Y se le ocurrió escribir este libro memorable que palpitaba en su
cabeza desde hacía años (desde los tiempos de sus devaneos equívocos con algunas
alumnas especiales del Wellesley
College) para albergar esta idea delirante: qué pasaría en el mundo si el “Sombrerero
Loco” (encubriéndose bajo la máscara psíquica de Poe) cortejara y sedujera a la juguetona Alicia con el consentimiento inicial de la niña impúber.
“Lolita” no es, por tanto, la historia de amor
de un adulto y una niña, ese horror derivado de la necesidad patriarcal de
controlar la virginidad y la reproducción, sino la historia de toda una
corriente artística de una cultura como la occidental tan fascinada con la
inocencia como con la experiencia, tan sublime e idealista como realista y
pragmática. Nabokov,
un escritor demasiado inteligente para su tiempo y quizá también para el
nuestro, antepuso a la narración central de los amoríos transgresores del poeta
y profesor emigrado Humbert Humbert y la nínfula Dolores Haze un prólogo
tranquilizador, firmado por un apócrifo doctor en Filosofía (John Ray, JR.), donde
informaba sobre todo lo que necesitaba saber el lector desde el principio para
emprender una lectura sin riesgos y establecer los fundamentos del peligroso juego
literario (“Un juego de placer como el sexo y casi tan vital. Un juego mental
como el ajedrez y casi tan letal”, como escribía Cabrera Infante celebrando el
vigésimo aniversario de la “Lolita” de Kubrick). Todos los protagonistas de la
tragedia están muertos, así que la truculenta representación carece de
consecuencias reales. John Ray, el prologuista fariseo y falsario, es la
máscara performativa con que Nabokov
se coloca del lado de la ley y la moralidad vigentes para contar después su polémica
historia con total libertad e impunidad, situándose en una perspectiva narrativa más allá del bien y del
mal, el único lugar posible para la literatura de ficción, digan lo que digan
los moralistas (vetustos o mileniales).
Con ironía infinita, el narrador nos advierte,
desde el primer capítulo, que “siempre puede uno contar con un asesino para una
prosa elegante”. Nabokov anuncia así un programa novelesco donde el demente
Humbert Humbert tendrá licencia literaria para cometer todos los crímenes que
la prosa permite, abusando de la retórica y el ingenio, los maliciosos juegos de palabras
y los plagios descarados, las parodias bufonescas y los acertijos narrativos, antes
de morir encarcelado por el asesinato de su doble mental, el famoso dramaturgo
Clare Quilty, que le roba a Lolita para prostituirla después en su rancho
bohemio y de quien ella, sin embargo, está perdidamente enamorada. Así que
“Lolita” es también un perverso inventario de los abusos verbales del tándem Nabokov-Humbert
con la promiscua lengua de Shakespeare. A esto aluden las líneas finales al
hablar del refugio y la inmortalidad del arte.
Otro aspecto fascinante de la novela es su
descripción hiperrealista del paisaje americano de la época: el primer trampantojo pop de
la América de la sociedad de consumo escrito por un representante elitista de
la decrépita alta cultura europea. Esta dimensión estética transforma “Lolita”,
como ratifica la espléndida película de Kubrick, con brillante guion del
escritor, en la crónica del final de la dependencia de Estados Unidos respecto
de la cultura europea y el comienzo de la fascinación de los europeos por la
vulgaridad comercial y vitalidad filistea de la cultura de masas americana, de la
que la nínfula Lolita (“minibovary en minifalda o bañador”, como la describe Julián
Ríos), consumidora activa de sus productos más banales, y la novela “Lolita”,
éxito masivo e icono mediático, son hitos y mitos inmortales.