[Esta columna se publicó en medios de Vocento el 29 de
agosto de 2017, días después de los atentados de Barcelona y Cambrils, y
expresa mi opinión de aquel momento. Nada de lo que se ha sabido desde entonces,
por desgracia, me ha hecho cambiar de opinión. Un año después…]
A Juan Goytisolo
Los
atentados terroristas sirven para todo. Los topicazos políticos y la repulsa ciudadana
envuelven el horror de los asesinatos en un velo inexpugnable. Al mismo tiempo,
los análisis inteligentes se desatan y así tenemos acceso a verdades terribles que
las mentes pensantes, aún existen, se las arreglan para difundir rompiendo la barrera
del ruido mediático.
Algunos
políticos han demostrado estar más interesados en salvar el culo que en
proteger a los ciudadanos. Yo entiendo que las políticas de integración fracasan
y que demonizar al musulmán es una actitud inicua y peligrosa. Pero no hay un
dios que comprenda la situación del Islam en Cataluña. De ahí el múltiple
impacto de los atentados. Una sociedad plural y diversa, fundada en la
integración pacífica y el rechazo a las ideas xenófobas, según recordaban sus
líderes, cómo ha podido suscitar la violencia asesina de los que ponen la ley
de Alá por encima de la vida humana. Esa cultura abierta no se explica la carnicería
terrorista sin engañarse, confundiendo tolerancia y respeto con masoquismo y
autoflagelación. No se puede sostener una visión ingenua del otro sin poner la
otra mejilla. «No tenemos miedo», en catalán o en español, es un lema concebido
para encubrir los errores ideológicos de quienes no quieren afrontar con
realismo el odio islámico a las sociedades libres, donde todo lo que su
religión defiende como sagrado no es considerado un dogma.
La
comunidad musulmana de Ripoll debería preguntarse qué ha fallado, por qué no
controla a los fanáticos que ponen en peligro con sus crímenes atroces la
supuesta convivencia multicultural. Todavía no sabemos si el imán infiltrado predicaba
la verdad del Islam en la mezquita, ante sus fieles, o en la cutre furgoneta
donde adoctrinó a la camada negra de los niñatos salafistas. Solo faltaba el yihadista
de acento cordobés proclamando por internet la reconquista de al-Ándalus para
meter el dedo en la llaga de la educación pública.
Es hora también
de preguntarse quién financia las mezquitas, máquinas de propaganda al servicio
del fundamentalismo islámico. El colonialismo nos ha hecho ricos y culpables,
desde luego, pero no somos los únicos responsables de que numerosos países mahometanos
hayan retrocedido en los últimos decenios a una era medieval de pobreza tercermundista
y guerra permanente. Los petrodólares que alimentan el combustible del
terrorismo con valores teocráticos lo hacen con una impunidad que solo se justifica
por cínicas razones económicas.
Una
religión que no tolera ser criticada no puede proclamarse religión de paz sino
credo totalitario. Díganlo Salman Rushdie y tantos otros perseguidos por imanes
y ayatolás. Los demócratas tampoco podemos aceptar que, tras haber desacreditado
el poder de nuestras religiones, tengamos ahora que soportar la sinrazón de los
mitos coránicos.
Mientras
haya dioses sedientos de sangre sueltos por las calles, necesitaremos algo más
que bolardos para protegernos.
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