[Jacques Rancière, Tiempos modernos (Ensayos sobre la temporalidad en el arte y la política), Shangrila Textos, trad.:
Mariel Manrique, 2018, págs. 117]
Pienso que hoy sería
útil volver a pensar en este juego de a tres entre las narrativas de los
procesos globales, la temporalidad de los momentos de emancipación y el tiempo
de la ficción literaria, a fin de salir de la gran narrativa de la necesidad presente
en esas dos versiones de la administración de lo único posible o la catástrofe
final.
-Jacques Rancière, Tiempos modernos, p. 29-
No puede desconectarse este libro de la lectura de
“Aisthesis”, la gran obra de Rancière, publicada también por Shangrila, donde
el filósofo francés procedía a evocar una suerte de arqueología artística de la
modernidad. El concepto de modernidad en Rancière aparece totalmente
desvinculado de la estética modernista más dogmática o puritana. De hecho, su
proyecto de definición de un “régimen estético del arte”, surgido en el siglo
XVIII y aún vigente, constituye una tentativa de impedir tal confusión y
establecer una forma de comprensión unitaria del tiempo moderno y el modernismo
histórico como “arte nuevo en sincronía con todas las vibraciones de la vida
universal”.
La reivindicación estética emprendida por Rancière
sostiene que el arte se relaciona con la tarea improductiva de la contemplación
y el desarrollo de las facultades sensoriales menos valoradas en el mundo
utilitario capitalista. La paradoja conceptual de Rancière define el “régimen estético del arte”, por tanto, como dominio exclusivo donde el arte puede
llegar a ser reconocido como tal al tiempo que se presenta como “cosa distinta”
del arte, más allá o acá de la idea establecida de lo bello. Esto parecería un
subterfugio intelectual para reinscribir en la estética una cierta influencia
de la historia, el compromiso y la sociología, pero no es así. En realidad, la
acertada estrategia de Rancière solo pretende sortear los escollos ideológicos
que se interponen entre el arte y el pensamiento con el fin de restituir al
primero la fuerza de transformación de la sensibilidad y la inteligencia que
incorpora como promesa a menudo incumplida.
“Tiempos modernos”, precisamente, viene a
explicar los fundamentos de esa comprensión para inscribir la temporalidad del
arte y la política en lo que él mismo ha llamado la “distribución de lo
sensible” que caracteriza el mundo común de la vida moderna. Este instructivo libro se unifica bajo la
advocación de una célebre película de Chaplin, que ya en “Aisthesis” daba lugar
a una reflexión crítica sobre la ambigüedad del cine respecto de la tecnología
que lo producía. Y sus cuatro capítulos se centran en paradigmas de esa
expresión moderna en el cine, la danza y la literatura, con la pretensión de formular
analogías con la política que iluminen el decurso del último siglo desde un
punto de vista que invierta la perspectiva de historiadores y sociólogos, dando
primacía a las formas artísticas en la representación de las revolucionarias mutaciones
de la sensibilidad.
Si el cine ocupa un lugar de privilegio en el
pensamiento de Rancière es porque el filósofo ve en él, desde sus orígenes, el
lugar efectivo de una “democratización de las emociones” y una apertura intempestiva
a las posibilidades de la vida, con ejemplos como Dziga Vertov y su revolucionaria experiencia
del tiempo moderno fragmentado y ensamblado por el montaje (El hombre de la cámara) y los relatos de
lucha de clases de John Ford (Las uvas de
la ira) o Pedro Costa (En el cuarto de Vanda,
Juventud en marcha, etc.) para
demostrarlo. La estética de Rancière propugna un arte abierto a “una interrogación
radical acerca de la temporalidad, hoy en día, de la política en sí misma”. (Una
interrogación de signo anti-aristotélico, por cierto, que en su último libro, Les Bords de la fiction, aún inédito en
español, confronta la realidad a la ficción haciendo de esta un emblema de
racionalidad filosófica frente a la causalidad de la historia y la irracionalidad
de la experiencia ordinaria y situando a las ficciones de la literatura en un
territorio intransigente, siempre enfrentadas a las ficciones de la política y
el poder establecido.)
Una sola objeción parcial opondría al discurso
de Rancière. Su predilección reiterada por ciertas obras, la restricción de sus
análisis a un cine que confirme sus ideas, podría hacer pensar que el filósofo
solo busca ilustrar sus tesis y no enriquecerlas con obras menos previsibles y
prestigiosas. En definitiva, el lector cómplice de Rancière le agradecería un
esfuerzo intelectual para ampliar el radio de sus reflexiones más allá del
círculo de confort en que parece instalado su pensamiento. Aunque sea para
emitir juicios estéticos negativos con una contundencia que solo algunas
entrevistas en revistas especializadas (como Cahiers du Cinéma) permiten entrever. Todos saldríamos ganando.
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