Bejamin Lacombe es el ilustrador
europeo de moda. Antes de la “Alicia” ilustrada que ahora presenta, realizó
esta fascinante aproximación a la controvertida figura de María Antonieta, la
reina decapitada.
Para disfrutarla, el lector no
necesita refrescar los datos históricos. El talento de Lacombe nos libera de
tal obligación. En colaboración con la historiadora Cécile Berly, Lacombe ofrece
un retrato fantástico de la reina: una suerte de filigrana biográfica (visual y
escrita) empleando todos los registros y técnicas de su estilo imaginativo (pintura,
acuarela, dibujo) y los géneros literarios de la escritura íntima.
La columna vertebral la constituyen
las cartas reales, escritas por María Antonieta, su madre María Teresa o su
amante Fersen, así como sus diarios ficticios. Esta sección del libro sirve de
mínimo soporte documental, veraz o falsificado, a lo que constituye el aspecto
más creativo del libro. El impresionante despliegue de fantasía y belleza de
las ilustraciones, con el ingenioso recurso de transfigurar las pelucas
versallescas de la reina en cornucopias espectaculares, donde su mundo ostentoso
y su espíritu delicado encarnan en exuberantes animales y flores.
Ya la imagen de la portada, imitada del famoso
retrato de “María Antonieta con rosa” de Vigée-Le Brun, alude a la suntuosa intimidad de su existencia palaciega, programada como un
“carpe diem” cotidiano. Más allá de los referentes iconográficos de la época, Lacombe
se inspira en el tratamiento singular del personaje de la magnífica película de
Sofía Coppola, tan incomprendida.
Pero Lacombe no le tiene miedo a la decapitación
de la reina. Es más, ese componente traumático, más que gravar las imágenes con
la pesadez de la tragedia, las aligera de tono y permite a Lacombe retratar su
personalidad paradójica: la reina hedonista de la frivolidad y el placer,
extraviada en el laberinto versallesco de las
ceremonias mundanas y las relaciones peligrosas del corazón, fue también la reina de
las calumnias plebeyas y la muerte atroz. Así,
vemos en las viñetas a una reina diminuta enfrentándose con similar coraje a la
ardua disciplina de la escritura íntima, a la descarada obscenidad de la
Dubarry o al rigor cartesiano de los rituales versallescos.
Una reina decapitada, es decir, una soberana que
perdió la cabeza dos veces, una por la moda y el lujo y otra bajo la guillotina
revolucionaria, ofrece a un ilustrador sutil como Lacombe la oportunidad de pintar
variaciones perversas entre la testa coronada por peinados rococó (ornados con
plumas, frutas, goletas, aves o cintas) y la testa de cuello cercenado en un desarreglo
fatal de canas prematuras que el arte de ningún peluquero podría disimular.
Me
quedo, no obstante, con tres de las imágenes más poderosas del libro. La que muestra
el mundo de afectos y deseos de la reina sensual mediante una proliferación
lujuriosa de flores que culminan con una orquídea como metáfora de su sexo
siempre en disputa y un pecho desnudo ofrendado, en sintonía con la poesía
galante de su tiempo, al picotazo procaz de una paloma. En la cabellera de
María Antonieta anida, entre plumas multicolores, un avestruz que simboliza con
ironía su fatal ignorancia de la realidad de su pueblo.
La
segunda es un sugestivo retrato de medio cuerpo en que la reina rubicunda se
lleva un dedo a los labios para simbolizar el sigilo y la discreción de una
intimidad difamada mientras luce sobre el cráneo una peluca compuesta de flores
exóticas y colibríes donde aflora una calavera amarilla que anuncia el terrible
fin que aguarda a tanta disipación.
Y
la tercera, de un surrealismo macabro: el estupor del cadáver sedente de la
reina rodeada en el lecho de rosas y ramas y una manada de perros carlinos idénticos
a Mops, la mascota abandonada con gran dolor en la frontera francesa.
[Benjamin Lacombe, Alicia
en el País de las Maravillas, Edelvives, 2016, págs. 289]
Tarde o temprano, Benjamin Lacombe debía ilustrar
el mundo de la maravillosa Alicia. Un artista original como él posee las dotes requeridas
para crear una renovada visión del libro más famoso de la historia de la
literatura infantil recreando con imaginación portentosa sus fascinantes
personajes y situaciones.
Desde su publicación en 1865 los libros de
Carroll sobre Alicia fueron admirados por las mentes más inteligentes y los
aventureros más intrépidos del espíritu. Son incontables, además, las
adaptaciones teatrales, televisivas y cinematográficas, así como las
referencias en relatos, novelas y poemas durante el último siglo, ilustraciones
y obras plásticas, una canción rock reconvertida en himno de la contracultura
lisérgica (“White Rabbit”), óperas, adaptaciones teatrales, libros de filosofía
(el más famoso: la Lógica del sentido
de Gilles Deleuze), una película porno y un cómic erótico de Alan Moore, diversos
videojuegos y hasta una Alicia digitalmente remasterizada para Ipad.
Todo comenzó por la obsesión con los juegos del
lenguaje y las niñas maravillosas que inspiran todos los sueños, los delirios y
los juegos de la mente, de un modesto clérigo tartamudo y profesor de
matemáticas, muy aficionado a la fotografía, la lógica y sus múltiples juegos
con el sentido, llamado Charles Lutwidge Dodgson. El cuatro de julio de 1862,
el reverendo Dodgson organizó un picnic en la ribera del río Isis para las tres
hijas del rector del colegio donde daba clases. Una parte de la excursión la
hicieron en un bote y durante esa navegación, como se evoca en los versos de la
introducción, Dodgson improvisaría un cuento para entretener a las niñas
curiosas. La segunda de estas, la de más viva imaginación, Alicia Liddell, una
niña encantadora de tan solo diez años de edad, era la favorita del fantasioso
Dodgson y conociendo las tendencias de este le exigió que el cuento fuera
veraz. Viendo el resultado narrativo de tal demanda cabe entender que el lógico
Dodgson le gastó una broma descomunal a la noción universal de verdad.
Con empática agudeza, Carroll acertó a captar la
genuina visión de la realidad de la infancia a través de los ojos de una niña
extraordinaria que miraba el mundo con una mezcla de lúdico desparpajo, humor travieso
y desnuda incredulidad. Alicia se enfrenta a una realidad desprovista de
sentido, regida por absurdas reglas y comportamientos incomprensibles, ese
mundo insólito donde nada es lo que parece y todo cambia en permanencia.
Un libro sin imágenes le parecía a la niña
Alicia un contrasentido. Consciente de esta singularidad de la mirada curiosa,
Lacombe ha creado una galería de imágenes que por sí solas permiten la
relectura del libro. Al revés de la versión de Tim Burton, Lacombe entiende que
la fidelidad al texto es la clave de la inventiva visual y ha conferido una
nueva magia a los conejos blancos, los gatos ubicuos, las reinas depredadoras y
la Alicia mutante, representada unas veces con rasgos infantiles y otras como una
pícara heroína y una aventurera existencial extraviada en un mundo misterioso donde
lucha por sobrevivir.
Hasta lograr esa cumbre del arte de Lacombe que sintetiza
el espíritu carrolliano: la Alicia soñadora sentada en un butacón rodeada de lustrosos
conejos blancos de ojos rojos, teteras y tazas, hongos y sombreros, evocando
como una anciana las maravillosas vivencias del pasado.
Lo que nos muestra el libro de Carroll, como afirma
Lacombe en el “Prefacio”, es “el itinerario de un alma perdida en un laberinto
donde intenta cazar, al vuelo de su imaginación, los sentimientos y las
sensaciones de su pasada felicidad”.
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