[William
Gaddis, Su pasatiempo favorito, Sexto
Piso, trad.: Flora Casas, 2016, págs. 693]
Los lectores en español tenemos la inmensa
fortuna de disfrutar ya de la obra narrativa completa de William
Gaddis (1922-1998) gracias a la espléndida labor de la editorial Sexto Piso que, con admirable
constancia, ha traducido las tres novelas inéditas (Jota
Erre, El
gótico del carpintero y Ágape
Ágape) y recuperado las dos publicadas
con anterioridad (Los
reconocimientos y Su pasatiempo
favorito). Recuerdo muy bien el momento
en que supe que Su pasatiempo favorito había ganado el premio literario más
importante en Estados Unidos: era diciembre de 1994 y me encontraba dentro de
un coche alquilado en un parking al aire libre del downtown de Los Ángeles, donde entonces residía, esperando el regreso de
una querida amiga que había ido a cambiar dinero a un banco situado al pie de
un rascacielos (situación digna de Gaddis o, más bien, de un mal epígono de
Gaddis). Para entretenerme hojeaba las páginas culturales del LA Weekly, mi semanario de referencia para estrenos cinematográficos,
exposiciones o actividades culturales de diversa índole. De pronto, me encontré
con la noticia del premio a Gaddis a toda página, celebrado como un triunfo
sensacional de la
literatura arriesgada o valiosa, un homenaje tardío a su magisterio sobre
la novelística americana de las últimas tres décadas. Mi alegría fue enorme, a
pesar de desconocer la existencia de la nueva novela ese mismo año había leído con intensidad y asombro Los reconocimientos, y esa misma tarde corrí a una
librería de Santa Mónica a buscarla. La encontré enterrada bajo un montón de
novelas del gran Kenzaburo Oé, entonces de moda en los USA por el Premio Nobel,
y nada más abrirla quedé deslumbrado por el atrevimiento formal de su
propuesta. Unas cuantas semanas después, en ese mismo semanario cultural
angelino, leería sobrecogido el obituario de Guy Debord, que acababa de pegarse
un tiro. Con Debord, Gaddis compartía algunas ideas extremas sobre el devenir
de las sociedades occidentales, e incluso el humor soterrado y a menudo
sardónico. Pero Gaddis era un bon
vivant a la americana y sabía disfrutar de
la existencia, a pesar de todas sus miserias y servidumbres, mientras Debord,
como intelectual europeo de su generación, solo consumirla y consumirse de
desesperación. Comenzaban las celebraciones del centenario del cine y el
cineasta más intransigente decidía darse de baja del mundo. In Girum Imus Nocte et Consumimur Igni…
“El riesgo de quedar en ridículo,
de desencadenar la difamación por parte de sus colegas e incluso de provocar
manifestaciones estridentes por parte de un público escandalizado siempre ha
sido el destino, y previsiblemente seguirá siéndolo, del artista serio”.
"Lo que estamos contemplando no es el desmoronamiento de nuestra civilización sino su florecimiento, porque los Estados Unidos se construyeron sobre la codicia y la corrupción política en los años posteriores a la Guerra de Secesión, que fue cuando empezó todo, así que no se trata de si la corrupción es un signo de decadencia sino más bien de si ha contribuido a la creación de un cierto estado de cosas desde el principio".
-William Gaddis, Su pasatiempo
favorito-
Cuanto más falsa y artificial es una forma de
vida más tiende a generar, como respuesta, una mitificación de lo auténtico y
original, lo genuino y propio. Así en la vida como en la cultura y la política,
esa es la tendencia dominante a partir del siglo veinte hasta esta segunda
década del veintiuno.
Ese es el motivo dominante de la genial literatura
de William Gaddis desde su primera novela (el tractatus enciclopédico Los
reconocimientos; 1955) hasta la última (el monólogo terminal inconcluso
Ágape
Ágape; 2002). Y lo vuelve a ser de manera singular en la cuarta, Su
pasatiempo favorito (1994), una gran novela hilarante sobre los laberintos
legales y la creación artística en un mundo mediatizado, con el plagio y la
falsificación, de nuevo, como móviles intelectuales de la compleja trama.
En Su pasatiempo favorito, Oscar Crease,
un profesor universitario especializado en la historia de la guerra civil
americana, se enfrenta a un doble pleito, uno más ridículo que el otro. El
primero, a través de una compañía de seguros, contra la marca automovilística
que ha fabricado el coche que lo atropelló en un accidente absurdo del que fue
víctima única y responsable directo al mismo tiempo. El segundo litigio, mucho más
significativo, acusa de plagio a la compañía productora y el director de una
película sensacionalista basada en un oscuro episodio de la guerra de secesión
sobre el que Crease había escrito años atrás una obra de teatro (Una vez en Antietam). Para colmo, Crease
es el hijo pródigo de un juez salomónico pero polémico (su última sentencia, en
un caso que implica a un perro y una obra de arte, versa sobre los derechos y
pretensiones del artista frente a la comunidad) y descendiente de una familia
sureña de tortuosa prosapia y dudoso prestigio.
En un primer nivel, la novela se puede leer como
una parodia feroz de una sociedad tiranizada por la legalidad y los leguleyos.
Todos los personajes de la novela son abogados profesionales o clientes que
viven en una querella permanente contra el sistema legal para defender sus derechos y exigir el respeto a
su libertad e individualidad.
En otro nivel, constituye un juicio cómico a los
valores culturales de la sociedad norteamericana y, por extensión, de la
civilización occidental. En el fondo, la escenificación judicial de la ficción demuestra
que la pretensión de originalidad es tan infundada en el terreno de la creación
como injustificable la defensa extrema del individualismo que fundamenta el
ideario constitucional del capitalismo americano.
Pero Gaddis no desaprovecha la oportunidad
novelesca brindada por este carnaval polifónico para poner en solfa cuestiones
tan importantes como la justicia y la ley, la familia y la herencia, el dinero, la corrupción del dinero y su desmedido poder real sobre la sociedad, las ilusiones del amor y la caprichosa sexualidad
humana, el racismo, la esclavitud y el fantasma universal de la libertad de conducta, la
estafa e impostura del arte y las falacias de la moral, la construcción de los
mitos fundacionales y los malentendidos del lenguaje.
El lenguaje en que se representan todos los
conflictos de la novela está tan sembrado de trampas lógicas y de manipulación retórica,
errores de significado y malas interpretaciones y viciados juegos de palabras,
como los juicios y procesos interminables que padecen sus personajes y las acciones
legales que emprenden contra un sistema paradójico que incita y bloquea al
mismo tiempo dichas acciones.
Es una ficción de voces más que de historias,
sin duda, pero todas esas voces se entrecruzan conformando un inmenso crisol
narrativo. La prodigiosa técnica de Gaddis en Su pasatiempo favorito remite
a Jota
Erre, con sus combinaciones de diálogos y descripciones, su montaje de
textos jurídicos, declaraciones y sentencias judiciales entremezcladas con conversaciones
telefónicas y extensos extractos de la obra teatral causante del pleito
principal.
Entre tanta burla irónica y tanto pesimismo
cáustico, existe, sin embargo, una posible dimensión utópica, tan equívoca como
el resto, aportada quizá por el único elemento positivo de la novela. La
belleza de la naturaleza y la mitificación a través de la palabra poética del
paisaje original americano, la referencia a la tierra primigenia y la vida idealizada
de los nativos antes de la llegada del colonizador europeo.
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