[Giorgio
Agamben, El fuego y el relato,
Sexto-Piso, trad.: Ernesto Kavi, 2016, págs. 200]
Alcanzar esa zona
impersonal de indiferencia en la que todo nombre propio, todo derecho de autor
y toda pretensión de originalidad pierden sentido, me llena de alegría…
Una alegoría de la literatura, así
la considera Giorgio Agamben en el primero de los textos recogidos en esta
excelente recopilación. Es una fábula cabalística y Agamben, sin restarle
proyección, la aplica al designio histórico de la literatura y también al
discurrir de la vida. Ese fuego que se extingue a medida que consume su
esplendor, como el tiempo de la existencia, y ese fuego que arde sin
consumirse, como la literatura, para mantener vivo el misterio de la vida en la
mente de quien lo contempla.
En el principio, cuando surgían
problemas, los fundadores sabían lo que había que hacer. Iban a un enclave
concreto del bosque, encendían un fuego, oraban y sus deseos se hacían
realidad. Una generación después, ante nuevos problemas, los más sabios acudían
al bosque y allí descubrían que ya no sabían encender el fuego, pero el
conocimiento de las oraciones pronunciadas en aquel lugar preciso bastaba para
obrar el milagro. Más adelante, otra generación después, ya habían olvidado
cómo encender el fuego y decir las oraciones, pero no el lugar exacto del
bosque y solo eso era necesario para realizar sus deseos. Una generación más y
la ignorancia aumentaba. Ya no recordaban el modo de encender el fuego, ni las
plegarias ni el lugar del bosque donde realizar el ritual, pero aún podían
invocar la historia y con ese acto bastaba.
Según concluye Agamben: “La humanidad, en el
curso de su historia, se aleja siempre más de las fuentes del misterio...Lo que
queda del misterio es la literatura y “eso”, como comenta sonriente el rabino
de la historia, puede ser suficiente”.
Colocada al comienzo del libro, esta sugestiva alegoría
contiene muchas de las cuestiones que Agamben, con su habitual erudición
filológica, elocuencia filosófica e inteligencia humanista, va desplegando para
conducir al lector a una revelación profana sobre la verdad del lenguaje como
fundamento esencial de lo que significa ser humanos y que la literatura habría
cifrado desde siempre como potencia secreta de su discurso.
Para llegar ahí, Agamben traza un recorrido
sinuoso que, como en el vórtice del agua celebrado en el texto más poético del
conjunto, nos acerca y aleja, con similar impulso, al origen de todo lo que nos
constituye como problema, atrapados entre la exigencia de recordar y la
necesidad de olvidar para seguir avanzando, como individuos y como especie.
No obstante, a esta parábola rabínica quizá
demasiado piadosa podrían oponerse, como ejemplos de potencia e impotencia
creativas, o del problemático ejercicio de la literatura, como diría Borges, las
geniales parábolas de Kafka, también citadas por Agamben, sobre el campeón de
natación que reconoce no saber nadar y la cantante Josefina que conquista el
aplauso del pueblo de los ratones sin saber cantar.
En defensa del poder de la literatura de
establecer una comunicación artística con lo increado y con aquellos que no
saben leer ni escribir, Agamben se rebela contra la incultura de un tiempo en
que las “infames clasificaciones de los libros más vendidos” ocupan el lugar de
“los libros que merecen ser leídos”. La verdadera literatura: la más exigente y
valiosa para recordar que hubo una vez un lugar en el bosque primigenio donde
se encendía el fuego y se pronunciaban las palabras en nombre de la comunidad.
Hace tiempo que el poeta, llámese Celan o
Rimbaud, Mallarmé o Hölderlin, Daumal o Manganelli, Leopardi o Pasolini,
descubrió la inexistencia del pueblo al que la palabra podía iluminar. Hace
tiempo que la existencia, como dice Agamben, dejó de ser “verdaderamente
poética”.
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