[Laird Hunt, Neverhome, Blackie Books, trad.: Isabel
Ferrer y Carlos Milla, 2015, págs. 188]
Las buenas lectoras saben que la historia la
escribieron los hombres. Las buenas lectoras saben que la historia, como Herodoto
asentó desde sus remotos orígenes, no es más que un montón de chismes disfrazados
de teoría abstrusa y hasta de ciencia exacta. Un académico serio como Hayden
White, dándole la razón al frívolo francés Roland Barthes, demostró hace
décadas que la historiografía oficial es una ficción similar en artificios a la
novela decimonónica, aunque menos sugestiva al imponerse como método el rigor
mortal de la objetividad y la escritura deshumanizada.
Esta magnífica novela de Laird Hunt, una
auténtica sorpresa literaria, se atreve a presentar una descarnada visión de la
Guerra de Secesión, aquella que enfrentó al norte con el sur estadounidenses
entre 1861 y 1865 por un quítame allá esos esclavos, desde una perspectiva antiheroica
y femenina. Enfoque antiheroico, sí, ya que tras leer la fascinante narración,
un cuerpo a cuerpo estremecedor con las experiencias contadas en primera
persona por una mujer (Constance Thompson) durante las cruentas batallas y
escaramuzas donde participó vestida para matar con el uniforme de la Unión, se confirman
las sospechas de que la bibliografía histórica no solo falseó los hechos, sublimándolos
con fines patrióticos y viriles, sino que excluyó a todos los protagonistas que
no correspondían a los clichés ideológicos con que se suele construir el
imaginario mítico de las naciones y los imperios.
Y visión femenina e incluso feminista, también, puesto
que el gran acierto de la novela de Hunt reside en prestarle una prodigiosa voz
narrativa, teñida por momentos de un lirismo sobrecogedor, a esta mujer
singular que abandona la casa conyugal para ocupar en el ejército el puesto vacante
del marido pusilánime, evidenciando uno de los imperdonables olvidos de la
historiografía yanqui: la activa intervención de numerosas mujeres (blancas o negras)
en la Guerra Civil.
La sutileza literaria de Hunt le permite
discutir la veracidad de las versiones de esa guerra, las primeras versiones
orales, recubriendo de heroísmo grotesco el horror de la carnicería, como las tendenciosas
racionalizaciones de los historiadores militares, sin incurrir en lo programático.
La guerra vivida en primera persona, como sabemos desde que el romántico Fabrizio
del Dongo asistió de refilón a Waterloo, según el irónico Stendhal, guarda más parecido
con sumergir la conciencia en la confusión cognitiva y el caos incontrolable de
las sensaciones animales que con vivir una jornada gloriosa o una ocasión
memorable.
En este aspecto, la poderosa dicción de la
narradora y protagonista conduce al lector de principio a fin, obligándole a compartir
la inusual intensidad de sus vivencias y emociones, percepciones y peripecias,
desde el fragor de la lucha y el contacto carnal con los cadáveres diseminados en
el campo de batalla hasta los instantes más íntimos y delicados.
Como la heroína travestida de una comedia equívoca
de Shakespeare (pienso, sobre todo, en la Viola de Noche de Reyes), Constance pasa a llamarse “Ash” o “Galante Ash” en la canción
legendaria compuesta, al recio estilo de John Ford, en memoria del gesto
caballeresco con que socorrió a una muchacha imprudente que, en su entusiasmo
marcial, había desnudado el torso al paso de la soldadesca.
En el melancólico final de la aventura, Hunt reescribe
la “Odisea” de Homero trastocando el sexo del héroe que emprende el imposible
regreso a casa. La valiente Constance vuelve a un hogar tiranizado por los
rufianes. Vistiendo ropas masculinas de nuevo y enarbolando un fúsil, se
vengará de sus enemigos, pero no recuperará la vida que abandonó para combatir en
lugar de un marido apocado que, francamente, nunca estuvo a su altura.
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