La vida es
una extraña enfermedad que no se cura ni con la muerte, como creía Lovecraft.
Cinco años después del confinamiento por la covid aún seguimos dándole vueltas a
los muertos olvidados y a los vivos inolvidables, es decir, los cínicos al
mando de la situación. Sean de derechas o de izquierdas, o del centro político,
los gobernantes fallaron estrepitosamente, demostraron que no valen para gestionar,
no tienen capacidad, solo afán de poder, y la pifiaron.
No se puede
negar, sin embargo, que hemos aprendido mucha filosofía desde entonces. Hemos
comprendido el poder del horror que alberga un ser insignificante como un virus,
una criatura diminuta que revela nuestro papel prescindible en el mundo. Y hemos
aprendido a medir el escaso valor de nuestra vida en el precio exorbitante de las
vacunas y las mascarillas salvadoras y los incontables beneficios de las empresas
farmacéuticas.
Hoy también
sabemos cosas que preferiríamos ignorar. Suponemos que la pandemia procedía de
un laboratorio chino financiado con capital internacional. Pensamos que el
origen artificial del virus fue encubierto como un secreto vergonzoso con el
fin de ocultar la complicidad de las corporaciones interesadas en el
experimento científico. Sabemos, además, que nuestros poderes trataron de
engañarnos sobre la peligrosidad del virus en un primer momento y que sus
portavoces mediáticos tildaron de aguafiestas a quienes trataban de alertar
sobre la amenaza real que se nos venía encima.
Y, sobre
todo, sabemos una cosa que nos impulsa a vivir en este estado de ansiedad y sobreexcitación
constantes. Una sola cosa hemos aprendido de verdad y es a la que más miedo le
tenemos. Auténtico terror. Si ocurriera otra vez, si volviera a aparecer en el
horizonte de nuestra desgracia una pandemia, los que mandan, los que nos
representan, los líderes autistas que toman decisiones rodeados de cientos de
asesores y de supuestas comisiones de expertos, esos mismos, sí, cometerían
errores similares, una vez más, mentirían con el mismo descaro, nos encerrarían
impunemente para salvarse ellos y su dudosa reputación.
Ha vuelto a pasar con la dana valenciana. Condenen o no a los irresponsables que no tomaron las medidas adecuadas para evitar la catástrofe, antes y después, nadie hace nada, ni en el gobierno central ni en el autonómico, nada de nada, para que no se repita la riada mortal cuando caiga el diluvio de nuevo desde un cielo que ha dejado de juzgarnos porque ya le damos igual. Somos incorregibles.
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