Tres tristes tigres (1967) cumple cincuenta y seis
años y aún no encuentra todos los lectores cómplices que merece la revolución
emprendida en el seno de sus neobarrocas páginas. Una revolución literaria que
comienza con el lenguaje y el modo de representar la realidad y termina en la
transformación cómica de la actitud del lector ante la vida, la cultura, el
sexo y el poder. Estos TTT (como su
autor los llamaba, con gran sentido del humor, reduciendo su título a sus
consonantes iniciales para acentuar su dimensión de juego lingüístico) nacieron
para hacernos reír, como los hermanos Marx, con sus aventuras nocturnas en una
Habana de ensueño creada o recreada por las palabras de ese mago verbal que
fue, hasta el último estertor, Guillermo Cabrera Infante.
Un error frecuente entre especialistas consiste en insertar
esta novela fabulosa en una supuesta tradición cubana, desvinculándola de la
corriente carnavalesca de la antigua sátira menipea que desemboca en James
Joyce, Flann O´Brien, Vladimir Nabokov y Raymond Queneau, pasando por Rabelais,
Cervantes, Sterne, Carroll, que proporciona, entre otras cosas, el paradójico
epígrafe de la novela (“Y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada”), y Machado
de Assis, autores todos ellos hacia los que Cabrera Infante ha mostrado siempre
admiración y complicidad.
Comparada con otras novelas coetáneas, TTT se revela la novela de discurso más audaz de su tiempo,
manifiesto literario por una festiva revolución cultural de signo radical y
lúdico en consonancia con el espíritu de la época. Esta audacia no radica solo
en el lenguaje o la representación sensorial de una realidad provocativa y
sugerente como la Habana prerrevolucionaria, sino, sobre todo, en su innovadora
construcción novelística. Cabrera Infante desmontó los planos de esa realidad
asimétrica en tantos estratos que su reconstrucción posterior, mezclándolas al
ritmo genésico de una prosa musical arrebatadora, no podía sino causar asombro
y fascinación. Y es que el discurso de TTT
daba un paso más allá de lo que estaban haciendo otros autores coetáneos al
involucrar literatura y vida en un mecanismo mimético saboteado por la ironía y
la comicidad, los juegos verbales, el ingenio desbocado, los ejercicios de
ventriloquía, las parodias profanas y los exorcismos de estilo. Pero también la
mentira, la impostura, la ficción, la fabulación social que sostienen regímenes
e injusticias y que solo pueden ser abolidas por una ficción suprema que asuma
esa dimensión de falsedad en su construcción.
TTT erige su mundo de ficción a
partir de un colectivo de narradores, con mayor o menor conciencia del todo al
que pertenecen como entes de ficción y creadores parciales integrados en el
orbe literario fruto de su creación. Así, los personajes se pasean por la trama
sabiendo que contribuyen en todo momento a su construcción como escritores y
lectores ocasionales, además de intérpretes o exégetas del texto, sin olvidar
que le pertenecen en su calidad de seres imaginarios, producto de la inventiva
de su autor.
En este sentido, el gran logro del libro reside en su
polifonía narrativa puesta al servicio de una visión carnavalesca y dionisíaca
del mundo, que se presenta troceada y fragmentada, como un caos concéntrico,
con objeto de ser más fiel a su espíritu mitológico y grotesco. Exceptuados el
“Prólogo” y el “Epílogo”, donde cobran voz el maestro de ceremonias del cabaret
Tropicana y una loca en un parque habanero para expresar, respectivamente, la
entrada teatral en un mundo de ficciones sociales y una salida a través de la
locura de una situación imposible (“ya no se puede más”), y “Los debutantes”,
donde aparecen vibrantes voces femeninas que tendrán su protagonismo a lo largo
de la novela (Laura Díaz, Cuba Venegas, Beba Longoria, Magalena Crus),
entremezcladas con algunos de los protagonistas masculinos (Silvestre, Ribot,
Arsenio Cué) de la novela en sus inicios en la ciudad, los episodios restantes
se organizan, sobre todo, en torno de las voces masculinas de los singulares
“tigres” protagonistas (el crítico Silvestre Isla, alter ego del propio autor,
el actor Arsenio Cué, su doble donjuanesco, el dibujante comercial y
publicitario Sergio Ribot y bongosero rebautizado Eribó, el fotógrafo seductor
Códac, el verborreico Bustrófedon) y los relatos de sus hilarantes andanzas por
una Habana que se transfigura, enfatizando sus vínculos con el Satiricón de Petronio, en un laberinto
lúdico de encuentros y desencuentros carnales.
A menudo se han privilegiado en TTT episodios concretos sobre un todo narrativo que siempre fue
percibido, por la crítica más conservadora, como caótico y fragmentario. Es
comprensible que, entre todos los episodios, la serie “Ella cantaba boleros”,
donde el fotógrafo Códac narra la historia truncada de La Estrella, una
cantante mulata de cualidades hiperbólicas, deslumbre con su descripción
excesiva y sentimental del submundo nocturno de clubes y cabarets. En la
descripción de las sesiones sadomasoquistas de esta cantante hiperbólica, actuando
en los cabarets como una posesa de la música febril y el ritmo contagioso, y de
la noche dionisíaca en que se mueve una fauna humana inclasificable, como
criaturas surcando el fondo de una pecera en pos de una ración de alegría y
felicidad, es donde Cabrera Infante dilapidó los recursos retóricos, la
artillería ingeniosa y los sortilegios verbales de su escritura.
Por otra parte, “La casa de los espejos”, sobre el encuentro
en dos tiempos del narrador (Arsenio Cué) con dos parejas consecutivas de
modelos cubanas (Livia Roz y Laura Díaz/Livia Roz, de nuevo, y su nueva
compañera de piso, Mirta Secades de nombre artístico Mirtila) cuyo desparpajo
verbal sólo es superado por su exuberante belleza y artificio cosmético, es uno
de los textos más complejos y técnicamente impecables de cuantos escribiera
Cabrera Infante. Por no hablar del brillante episodio “La muerte de Trotsky
referida por varios escritores cubanos, años después -o antes”, incrustado en
el corazón de la novela como un artefacto explosivo que hace estallar sus
costuras y actúa como foco centrípeto de una estructura concebida al detalle
para dar una apariencia centrífuga. El capítulo está inspirado en “Los bueyes
del sol”, el episodio 14 del Ulises
de James Joyce donde este realiza una parodia genuina y genesíaca de todos los
estilos, autores y obras de la literatura inglesa, desde sus primeros vagidos
medievales hasta los aullidos urbanos coetáneos. “La muerte de Trotsky”
constituye un ejercicio paródico o un exorcismo de estilo de un virtuosismo increíble,
ejecutado a la manera mozartiana de Raymond Queneau (Exercices de style), que persigue al mismo tiempo una triple
finalidad ética y estética: un hilarante ajuste de cuentas con el “trotskismo
original” de su propio pensamiento prerrevolucionario, un acto de combate o
agón literario, en el sentido de Harold Bloom, con los grandes nombres de la
literatura cubana (José Martí, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia
Cabrera, Lino Novás, Alejo Carpentier, y Nicolás Guillén) y una crítica
demoledora a los crímenes de la historia, el poder totalitario y el ideal
comunista de la revolución que ya amanecía en Cuba con su horizonte de sangre,
terror y fuego.
Junto con la cantante La Estrella, la otra gran figura
mitológica de TTT es Bustrófedon, una
suerte de protojugador de palabras, un mutante lingüístico afectado de un
cáncer verbal proliferante, la personificación y caricatura del espíritu verbívoro y las patologías lingüísticas
de su autor: el tejido de la novela acusa el impacto de sus juegos de palabras
y sus trabalenguas, retruécanos, paronomasias, malapropismos, palabras maleta y
enigmas de todo tipo, sus disparates geniales, sus chistes patafísicos
(Alphonse Allais y Alfred Jarry no andan lejos de estos juegos cómicos con la
lógica), sus deformaciones fonéticas o sus proyectos absurdos (“que la Unesco
se llame la Ionesco”), su locura, en suma, también contagian a los demás
personajes y, por ende, al espacio de la ficción en el que se desenvuelven.
Dada la inclinación de Cabrera
Infante por la literatura de Lewis Carroll, como hemos visto, no es de extrañar
que detrás de la invención de este habanero locuaz, prestidigitador verbal y
logomáquico, que acaba muriendo de una anómala lesión o un tumor cerebral, se
encuentre la figura imaginaria de Humpty Dumpty, el huevo cascado y carismático
de Alicia a través del espejo, que
sería otro gran experto en la vida secreta de las palabras y el lenguaje. La
obra de Bustrofedón, más allá de las incontables anécdotas y transcripciones de
sus juegos de palabras y conceptuales realizadas por sus amigos apostólicos o
discipulares en el capítulo “Rompecabeza”, se reduciría a las parodias de
escritores cubanos, ya mencionadas, incluidas en el capítulo “La muerte de
Trotsky”. Con la particularidad de que estos textos paródicos
falsamente atribuidos a escritores cubanos canónicos fueron grabados en
magnetófono por otros personajes y posteriormente transcritos para
incorporarlos al texto de la novela.
Sea como sea, TTT
no sería una ficción suprema, un ejemplar consumado de novela abierta e
informe, sin esa gozosa “Bachata” final que funciona como cuadratura
espectacular de la trama caleidoscópica y como línea de fuga de una novela en
la que los personajes se revuelven y luchan para no ser atrapados en la doble
maquinaria trituradora de la cultura cubana anterior a la Revolución (cuyo
modelo mimético, como de toda la novela, es La
dolce vita de Fellini) y la cultura castrista que se impuso a partir del
triunfo revolucionario y obligó al autor a exiliarse para siempre. En este
contexto, “Bachata” representa un alucinante viaje al fin de la noche habanera,
un viaje de despedida final en coche por una Habana espectacular y
fantasmagórica, una Habana revivida a través del espejo y vista desde el otro
lado del espejo engañoso de las palabras. Este itinerario mental se sitúa bajo
el signo de Bach y su “arte de la fuga” y la bachata genuina, la juerga
caribeña, y se prolonga durante una tarde y una noche que desembocan en el
amanecer tropical, de dos amigos (los aventureros Silvestre Isla y Arsenio Cué)
que tienen demasiadas cosas que contarse y otras tantas que ocultar, casi todas
ellas relacionadas con mujeres, lo que da lugar a uno de los diálogos más
digresivos y divertidos de la historia de la literatura, mientras desfilan, interminables,
los bares, las amigas, las aventuras, los chistes, las bromas, las
confidencias, las irreverencias, los recuerdos, las alusiones, con la tristeza
como ruido de fondo de todo el humor, el ingenio y la alegría desplegados. La
tristeza por una juventud cuyo esplendor se desvanece sin remedio y por una
ciudad fastuosa que, después de la revolución, no volverá a ser la misma. El
silencio se impone al final como una condena tras la verborrea anterior. Una
mordaza y un bloqueo a la vida y al arte.
Sin esa nostalgia y esa melancolía por el tiempo perdido, el
sentimiento cómico y carnavalesco de la vida que transmite esta novela
excepcional no tendría el mismo efecto explosivo en la mente del lector. Un
cóctel efervescente y tóxico cargado de irreverencia sistemática e irrespetuosidad. Como dice Arsenio Cué y
sirve para definir el espíritu cainita
de la novela y los bucles y duplicaciones con que enreda su mundo ficticio.
En esta “Bachata” magistral, recargada de temas y motivos
que se encontrarán a menudo diseminados en la literatura de su autor, aparece,
sin embargo, una conexión cultural novedosa, en un momento determinado de su
expansivo despliegue, una conexión entre libertinaje francés y cine de terror
norteamericano que querría comentar por su pertinencia e importancia en este
contexto. Esa conexión (french connection)
ocurre en la secuencia XII: mientras contempla una pecera en la que nada
solitaria una raya, Silvestre evoca al gran Bela Lugosi, en un fragmento que
muchos lectores cinéfilos han celebrado con complicidad sin caer en la cuenta
de sus intenciones estéticas, y el viejo actor intérprete del seductor Drácula (Tod Browning, 1931) le lleva de
manera lógica a la invocación del padre de las fantasías crueles, el Marqués de
Sade (“[el] Abuelo Divino sentado enorme y fofo y ávido, comiendo rositas de
hígado y bebiendo sangría en su luneta con clavos del cine Charenton”. El
vampiro chupasangre, como sicario de víctimas femeninas, hace las delicias
viscerales de Sade, quien en vez de un teatro donde representar sus obras
dramáticas con un plantel de locos, como lo mostraría Peter Weiss (1916-1982)
en su famoso Marat/Sade (1963-1964),
mantiene una sala de cine surrealista en el manicomio de Charenton para
regocijarse con espectáculos gore
sazonados de erotismo y crueldad. En un momento posterior de la misma
secuencia, se pasa a invertir los papeles de verdugo y víctima. Ahora no son
los monstruos masculinos (el vampiro, el hombre-lobo, King Kong) los que
permiten identificar la economía libidinal del narrador para deleite imaginario
de Sade, sino sus terribles equivalentes femeninos (mujeres-loba,
mujeres-pantera), que aterrorizan al niño que duerme en el cuerpo y el alma de
Silvestre para deleite de Sacher-Masoch.
Esa conexión freudiana del Eros y el Tánatos, esa asociación
en la mente de Silvestre entre vivencias terroríficas y placeres
sadomasoquistas no es casual, y se consuma en la ficción de la novela con su
encuentro fatídico en la noche (clash by
night), mucho más adelante en la acción del capítulo, con la seductora
mulata Magalena Crus, la femme fatale
de la novela, la mujer que va a encarnar, siendo hija del pueblo, la
depravación urbana y también la degeneración social de la burguesía batistiana
y que va a circular por toda la novela como un objeto de deseo oculto, pasando
de “tigre” en “tigre” como si tal cosa hasta que sea Silvestre, el escritor,
quien logre desvelar sus morbosos secretos. Magalena es una de las “debutantes”
en el capítulo homónimo, una rebelde debutante que se subleva a voces contra su
madre para poder llevar un modo de vida más libre y desinhibido; luego la vemos
a través de los ojos de Arsenio Cué, en el mismo capítulo, convertida, con
apenas quince años, en una de las sensuales mantenidas de un magnate mediático
y político. Más adelante, volvemos a verla en varias secuencias de “Ella
cantaba boleros” a través de la mirada fotográfica y el objetivo perverso de
Códac para captar, a pesar de la mala iluminación, objetos carnales de vida
patológica no identificada, y entonces Magalena queda vibrando en la retina y
en la memoria del lector como una más de las muchas criaturas abisales de la
fauna nocturna de La Habana by night,
un ser maldito que vive entre la oscuridad natural y la luz artificial,
habitante habitual de la atmósfera espesa y turbia de las calles, los cafés y
los cabarets, con la ambigua insinuación de que, como otras mujeres de la
novela, podría ser lesbiana. Toda esta trayectoria define al extraño personaje
como un currículum vital malsano, antes de reencontrarla durante la “Bachata”
hecha ya una fiera enferma de muerte, pagando un precio muy alto a cambio de la
diversión y la alegría del carnaval nocturno de La Habana, abrazada a Silvestre
y aterrorizada, pidiéndole ayuda para que la rescate de su falsa tía Beba, quien,
según ella, la maltrata y esclaviza sexualmente como en un melodrama.
Esta mulata Magalena, de nombre Magdalena, juega un papel
revelador en la trama subterránea de la novela y encarna en la ficción, no por
casualidad, el papel de la femme fatale
o la “mujer pantera”, la imagen maléfica o personificación de la maldad y la
corrupción social: un cuerpo nocturno de peligrosa seducción, carne de extravío
y perdición que no teme perderse ella misma en su laberinto de mala vida y sexo
infame y transmite el miedo y el mal a todos los que se le acercan en la
intimidad. Como si fuera su última aventura prematrimonial, una incursión
postrera en los dominios del Eros prohibido, Silvestre se siente poderosamente
atraído por ella (luego veremos que Arsenio también, aunque en su caso es por
el recuerdo sensual de la quinceañera Magalena) y vive con ella una relación
peligrosa.
Todos los temas del erotismo sádico (libertino) y el terror
y sensualidad masoquistas del cine de Hollywood, donde temor y deseo se funden
y confunden hasta segregar un placer insólito (“las delicias del pavor
falsificado del cine”), aparecen cristalizados en una escena de gran
originalidad narrativa, en la que se describe un Eros contemporáneo que
implica, al mismo tiempo, una adscripción estética de Cabrera Infante muy
alejada de los parámetros más regionalistas o provincianos, según los casos, de
la novela coetánea escrita en español, en Cuba o fuera de Cuba.
Por si fuera poco, TTT, además de constituir una revolución literaria y cultural desarrollada desde el español, pero no limitada ni constreñida por las lindes mentales de esta lengua ni de su cartografiado territorio cultural y geográfico, consuma con maestría esta inteligente idea de Umberto Eco: “La ficción tiene la misma función que el juego”. El método lo estableció Lewis Carroll cuando señaló en una de sus novelas menos leídas (Silvia y Bruno) que la comunicación humana está viciada desde el origen y se desliza entre extremos antagónicos, de modo que todo lo que escribas seriamente será tomado en broma y todo lo que escribas en broma será entendido seriamente. Cabrera Infante tomó pronto conciencia de esta situación equívoca del lenguaje y la escritura e hizo de ese método carrolliano un sistema de creación en la que lo serio y lo cómico intercambian sus funciones, como en una comedia de enredo semiótico dirigida por Groucho Marx, sin perder ninguno de sus atributos más significativos.
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