jueves, 1 de junio de 2023

LA ESCRITURA ASESINA


[Bret Easton Ellis, Los destrozos, Random House, trad. Rubén Martín Giráldez, 2023, págs. 675] 


(1) 

          Hay numerosos modos de abordar la lectura de una novela como esta, en la que el autor vuelve a demostrar su talento para comunicar una visión singular del mundo a través de sus experiencias, sensaciones y fantasías. Una de las formas más accesibles es partir de las categorías que Ellis proporcionó en “Blanco”, su libro anterior, para explicar el momento de transición creativa en que se encontraba, entre el desengaño respecto de sus ambiciones hollywoodienses y la dudosa pulsión de escribir una nueva novela.

          Ellis es representante de ese período crítico en que su país alcanzó el esplendor imperial y conoció la decadencia. Su afición a los libros y las películas era una manera de afrontar una realidad en la que los privilegios y la riqueza de su clase social no lo protegían de las acechanzas del mal y la violencia. “Los destrozos” narra cómo la vocación literaria de Ellis se gestó en un contexto donde el deseo de escribir ficción iba unido al poder de ver lo que nadie más que él veía, hecho que lo condenaba a ser juzgado como una personalidad maldita por sus banales compañeros, y a fantasear sobre esa dimensión oscura del glamuroso mundo de su clase como medio para expresar obsesiones y manías propias de una relación perversa con la inquietante realidad cotidiana, percibida como una película de terror. En las zonas nocturnas, en la periferia sombría de ese mundo luminoso, surgen asesinos en serie (“The Trawler”/el “Arrastrero”) y cultos salvajes y crueles que amenazan el orden burgués con actos criminales y sanguinarios.

          En “Los destrozos” Ellis cumple la tarea de describir el submundo del colegio privado Buckley a comienzos del último curso de secundaria, en otoño de 1981, año del primer mandato del presidente Ronald Reagan, a través de una heterogénea pandilla de chicos y chicas perteneciente a la élite angelina. La ambientación histórica tiene una relevancia limitada en la novela, pero establece la conexión entre la ideología de una casta privilegiada y el ideario del gobierno nacional, por más que la economía libidinal de sus miembros, el sexo promiscuo de los adolescentes y la homosexualidad oculta de jóvenes y adultos, cuestionen los valores neoconservadores de aquella facción política.

          De principio a fin, Ellis reconoce que la novela en curso se propone como un juego peligroso para el escritor, un juego en el que cualquier participante, no solo Bret, el narrador autobiográfico, podría salir dañado, como en efecto ocurre, con heridas somáticas o anímicas que no cicatrizarán nunca. Bret es el novelista en ciernes ligado por conveniencia a una niña rica, Deborah Schafer, atractiva hija de un productor de cine famoso y gay oculto casado con una ex modelo alcohólica y depresiva, y cuyos mejores amigos son la deseable pareja compuesta por Susan Reynolds, la bella novia virtual del narrador, y Thom Wright, guapo y musculoso líder del equipo de fútbol del colegio. En este reino ideal de la belleza, la salud, la juventud y la prosperidad americanas aparece para cursar ese último año crucial el personaje de Robert Mallory, un bello tenebroso importado de la tradición romántica, un intruso tan siniestro como fascinante, chico terrible con problemas mentales que acabará ejerciendo sobre todos ellos una influencia dañina.

          Con el ingenio novelesco que mostró en “American Psycho” y revalidó en “Glamourama”, Ellis acierta a preservar la estética del realismo recurriendo a los excesos narrativos del género y el subgénero cinematográfico y televisivo. De ese modo, “Los destrozos” es una novela fabulosa en la que no cabe deslindar la verdad biográfica de la pura ficción. 

 

(2) 

En las autobiografías más valientes del siglo XX, como las de Michel Leiris, el gesto de enfrentarse a la verdad de la vida del escritor se compara, de manera metafórica, con la tauromaquia. Las verdades perturbadoras que el sujeto afronta mediante la escritura se asimilan con la cornamenta del toro, emblema del peligro de desnudarse ante el lector. En esta novela de Ellis, sin embargo, a quien se enfrenta el narrador al escribirla es a su doble criminal, el asesino artista, ese psicópata fantasmático que merodea por la periferia del submundo de privilegios donde viven los personajes, amenazando su confort y estabilidad mental.

El inquietante enigma de esta novela es que la oscura identidad del asesino en serie y la personalidad del perseguidor obsesivo de su figura que es el narrador, fascinado y horrorizado por igual ante sus actos, terminan confundiéndose en el desenlace para desconcierto del lector. Este, al final, ya no sabrá qué pensar, aterrado por los sucesos escalofriantes que se describen y la ambigüedad moral con que se resuelve el misterio visceral que los envuelve. En el fondo, se podría pensar que el matador maníaco de la novela es el otro yo del narrador, el ejecutor metódico de sus deseos perversos y pulsiones secretas contra los otros personajes, como si su voluntad destructiva surgiera de las entrañas de un modo de vida y un mundo de relaciones sociales que está pidiendo a gritos la intrusión de la crueldad y la violencia extremas.

Como en “American Psycho”, los crímenes monstruosos de la ficción son percibidos como una “cosa mental” del narrador y no como una realidad narrativa, escenarios psíquicos del escritor culpable frente a los otros y no episodios sangrientos de la trama. La escritura de “Los destrozos” nos convence de que Ellis es ese escritor que se ha ganado el derecho, con sus libros y su talento, a imponer su versión de la sociedad angelina que lo engendró y vio crecer como hijo descarriado. Su versión y su subversión, si se me permite el juego, de la realidad de sus orígenes de clase y de cultura.

El gran peligro que entraña la novela para el lector inocente consiste en esta trampa retórica de efectos corrosivos. Si se toma demasiado en serio la trama criminal, truculenta y sanguinaria como ciertas teleseries policiales de última generación (“CSI”, “Hannibal”, “Dexter”, “True Detective”, etc.), en detrimento del realismo autobiográfico, perderá una parte significativa del sentido del libro. Pero si, por el contrario, menosprecia la aportación de la trama criminal, o la considera un artificio superfluo diseñado para seducir al gusto mayoritario con el sensacionalismo gráfico y la brutalidad escabrosa de los detalles, estará perdiéndose una de las dimensiones fundamentales del artefacto novelesco, uno de sus atractivos más poderosos e insidiosos.

Esta novela de Ellis es un cóctel explosivo del que no puede extraerse ningún componente específico, ni separarse sus ingredientes como si fueran niveles o capas superpuestas, sin estropear el sabor agridulce de la mezcla. Autorretrato íntimo del autor con fondo ficcional, novela adolescente sobre la formación del escritor, relato de sensibilidad pulp sobre las atrocidades de un psicópata, pornografía bisexual, giallo o slasher con cuchilladas, mutilaciones y ensañamientos cruentos, retrato generacional implacable, novela nostálgica sobre el pasado de la grandiosa y terrible ciudad de Los Ángeles. Una despedida y una celebración, en suma, de la juventud y el tiempo perdido, con todos sus errores, desvaríos, excesos, perversiones y abusos imaginables.

Escrita con la distancia estética de un dandi proustiano, “Los destrozos” narra con crudeza irónica, también, el final trágico y la decadencia del Imperio americano. El fin del sueño colectivo que fue siempre, para todos nosotros, los jóvenes de entonces, el mito sociocultural, la imagen publicitaria del Imperio y la cultura impura de ese Imperio en descomposición. 

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