miércoles, 23 de junio de 2021

HABANA ERÓGENA

 [Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto, Alfaguara, 2021, págs. 496]

 Cuarenta y un años después de su aparición, “La Habana para un infante difunto” ha cobrado para sus lectores un estatuto mítico de carnaval novelesco. Su engañosa apariencia de memorias sexuales de un escritor cubano exiliado y el equívoco momento histórico de su publicación, en pleno orgasmo del “destape” español, crearon una intersección de humor explosivo y atrevido erotismo que hoy sería considerada de una incorrección política incorregible. Como declaró Cabrera Infante en una entrevista: “Uno de mis propósitos es que fuese un libro que expresara eminentemente la vulgaridad”.

La singularidad del libro reside, por tanto, en el cómico desparpajo con que Cabrera Infante, espoleado por un afán de venganza contra la censura franquista, que había mutilado cruelmente los pechos femeninos de “Tres tristes tigres”, afronta el pretexto narrativo de evocar, sin tabúes ni tapujos, sus vivencias amorosas de la infancia, la adolescencia y la primera juventud, transfigurándolo en una celebración pop, muy en sintonía estética con las modas y hábitos de los setenta, de la impúdica vulgaridad de la vida.

El orbe obsceno de Cabrera Infante rota alrededor del efímero femenino como de un magnetizador erógeno. Ningún otro escritor ha penetrado con tanta indiscreción, como muestra este portentoso libro, en la mente y el cuerpo de las mujeres. El sexo femenino es el recurrente objeto del deseo carnal y las correrías eróticas de este avatar picaresco del autor que las persigue, mientras intenta madurar vanamente, por toda La Habana, transformada en coto de cacería sexual, de calle en calle, de casa en casa, de cine en cine, hasta desnudarlas (y desnudarse) de imposturas sociales y culturales en un teatro íntimo y gozoso como no había conocido la literatura en español desde el “Libro de Buen Amor” o “La lozana andaluza”.

De ese modo, las sucesivas experiencias y aventuras promiscuas del narrador, desde el primer capítulo (“La casa de las transfiguraciones”) hasta el último (“La amazona”), van constituyendo un viaje mental y sentimental, tan real como alegórico, hacia la inalcanzable madurez. En el plano narrativo, Cabrera Infante repite algunos recursos de su novela anterior, pero expandiendo sus posibilidades al ponerlas al servicio de una memoria personal engrandecida por la fabulación y el olvido, donde el registro pornográfico empleado en la descripción de los actos sexuales no procede solo de la literatura sino de la visualización cinematográfica de los mismos, de su metódica escenificación ante una cámara imaginaria.

Como en el grandioso “Amarcord” de Fellini, modelo seminal, la asociación de memoria y cine, el recuerdo de las películas vistas y la memoria caprichosa de la vida vivida en la ciudad amada, fuera del recinto amniótico de las salas de cine donde ocurren incontables secuencias, son las facetas dominantes de la novela, como si esta se tramara como una metonimia entre la sábana de la pantalla y las sábanas de la cama.

Esta indecente asimilación retórica se consuma en el epílogo (“Función continua”), donde el donjuanesco narrador se pierde en una solitaria sala de cine en pos de una misteriosa mujer fatal, salida de una visión onanista de la adolescencia. Ese relato rabelesiano se configura como un dibujo animado fantástico de creciente pornografía en el que el narrador lúbrico, tras perder sus accesorios personales, penetra de cuerpo entero en la vagina hospitalaria de esa mujer mitológica que representa el epítome de todas las mujeres (poseídas o no) de su vida de mujeriego impenitente.

Condenado a inmadurez perpetua, el narrador acaba remontando el curso errático de la vida y contando su nacimiento biológico como renacimiento literario.

El amor lo vence todo. 

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