1
Hoy se cumplen
treinta años de la muerte de Borges. Me acuerdo de dónde estaba aquel 14 de
junio de 1986. Me acuerdo de un bar mugriento en un barrio de pescadores.
Tomaba una copa con una pelirroja escultural que era entonces para mí todo lo
que podía desear en el mundo. Una combinación explosiva de inglesa y andaluza
que me parecía irresistible (hoy no tanto). Era una de las tres o cuatro
bellezas femeninas con las que he estado en toda mi vida. Nuestra historia
había empezado cinco años antes y terminado del todo hacía por lo menos dos y
ahora se prolongaba esporádicamente entre la desidia amistosa de ella y mi
insistencia inútil. Llevábamos meses sin vernos, cada uno encerrado en sus
aventuras y vivencias íntimas, y habíamos estado paseando por la playa al atardecer
como tantas otras veces. Durante el paseo, me había atrevido a besarla en la
boca sin demasiado éxito; su pasividad e indiferencia me exasperaban tanto como
su aceptación del hecho de que podía besarla sin consecuencias negativas ni
tampoco positivas. Y ahora, ya de noche, descansábamos en un tugurio sucio y
ruidoso cercano a la playa reponiéndonos de las emociones contrariadas del
final de la tarde más que del esfuerzo físico del largo paseo por la arena. Fue
entonces cuando la noticia de la muerte de Borges apareció en un pequeño
monitor en blanco y negro al que echaba miradas de reojo para distraerme del
silencio preñado que era la única forma de comunicación entre nosotros. La
contundencia de los titulares que acompañaban a las imágenes me dejó sobrecogido.
En efecto, había muerto el famoso autor del verso que mejor definía mi estado
de ánimo esa noche y muchas anteriores: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”.
No había otra forma de decirlo y la inesperada muerte de Borges, a la que nadie
prestaba atención en todo el local más que yo, venía en cierto modo a
sancionarlo. Traté de explicarle a ella la importancia de Borges, primero, y su
importancia para mí, después, como aprendiz de escritor, con toda la ignorancia
y la ingenuidad, y también el deseo de seducir o impresionar, de mis veintitrés
años. Apenas si me escuchaba, insensible al destino aciago de Borges, a quien
desconocía, y a mi vano proyecto de asociarlo al mío. Hablarle de Borges, no
obstante, era una buena excusa para poder mirarla a la cara sin avergonzarme.
Mirarle la cara inexpresiva (los ojos, la boca, los pómulos, la nariz, la
barbilla, etc.) con el deseo progresivo con que habría mirado también, de haber
podido, otras partes de su cuerpo menos accesibles, reservadas desde hacía un tiempo
a otros más afortunados. No era amor, es cierto, lo que sentía por ella aquella
noche de final de primavera. No era el amor “con sus mitologías, con sus
pequeñas magias inútiles”. Era puro deseo, no lo niego, desorbitada pasión
carnal. En tal grado que no habría sabido diferenciarlos (“estar contigo o no
estar contigo es la medida de mi tiempo”). Hoy ya, escarmentado, ni me molesto
en hacerlo. Pasaron las horas y nada cambió. Borges estaba muerto, según la
televisión, y yo comprendí que siempre recordaría el momento de tristeza en que
lo supe como aquel en que también supe para siempre que ella (“El nombre de una
mujer me delata”) no volvería a amarme ni a desearme como había hecho cinco,
cuatro, tres, dos años atrás...
2
La presencia de Borges en el canon de la
literatura universal causa de inmediato tres efectos benéficos: primero,
permite integrar el pasado de la literatura, incluso el más remoto, en los
desarrollos más avanzados de la misma; segundo, impone el rigor de la
inteligencia en la práctica de un arte como el narrativo que todavía muchos
consideran intuitivo o espontáneo; y, tercero, destierra cualquier concepción
estrechamente nacional o local de lo literario en favor de una literatura
mundial concebida, según Gérard Genette, como el diálogo simultáneo de todas
las obras de la historia en todas las lenguas posibles o imaginables (“La
biblioteca de Babel”). No es irrelevante, en este sentido, que su primera lectura
del Quijote fuera en una traducción inglesa, o que la broma más corrosiva
gastada al Quijote celebrado como monumento literario nacional provenga de su
relato “Pierre Menard, autor del Quijote”, donde un poeta simbolista francés se
decide a reescribir literalmente la novela de Cervantes.
Borges era un gran bromista erudito, un escritor
de inmensa cultura a quien gustaba burlarse de las culturas humanas
confrontando sus imágenes codificadas en el ambiguo espejo de la literatura. En
muchos de sus cuentos Borges caricaturiza las señas de identidad de la cultura
occidental, pero también socava los fundamentos de cualquier otra superstición
religiosa, cultural o estética: tanto la cábala judía, el hermetismo
platónico, el cristianismo o el ocultismo nórdico como el experimentalismo
literario, las vanguardias, el nacionalismo o la estética modernista son
objeto de su irónica irreverencia. Borges representa mejor que nadie en las
letras hispánicas (donde esa figura resulta rara) el saludable modelo del
iconoclasta ilustrado.
La cuestión esencial no está, por tanto, en que
Borges creyera o no que la teología era una tediosa desviación de la literatura
fantástica, la filosofía un subgénero literario más, y la ficción un modo
filosófico figurado; la cuestión fundamental planteada por Borges a todas las
culturas consiste en el desvelamiento de su vulnerable origen (la mente humana,
fuente de todos los errores, engaños y espejismos) y su función paradójica (la
huida del mundo, el imposible acceso a lo real). Lo radicalmente borgiano, en
consecuencia, no radicaría en los motivos un tanto tópicos que suelen alegar
los discípulos más epidérmicos, sino en la ambiciosa reflexión que permite
formular sobre el papel, los mecanismos y maquinaciones de la ficción en la
cultura, la historia y la vida humanas. La función trascendental de las
ficciones y artificios de Borges se funda, pues, en el reconocimiento de la
condición retórica de cualquier relato, el poder de resaltar su carácter de
ficción del lenguaje enraizada en la consustancial ficción del lenguaje que
constituyen todos los sistemas simbólicos humanos.
En este combate crítico contra la cultura
entendida como garante de los valores convencionales que sustentan el orden
establecido, como supo ver Pierre Klossowski, la literatura de Borges se
alinearía paradójicamente con el designio intempestivo del pensamiento de
Nietzsche. En este sentido, la dimensión de simulacro y los juegos apócrifos de
sus principales relatos suponen el recurso más eficaz empleado por Borges para
desmantelar las categorías racionales con que los diversos poderes en ejercicio
tratan de anular el poder subversivo de la literatura. En manos de Borges la
literatura de ficción se transfigura no sólo en metaliteratura o metaficción,
sino en el metalenguaje de todos los discursos, el código maestro que descifra
y desarma los otros códigos. Y, por tanto, en el juego más serio al que pueda
entregarse la inteligencia humana.
Sin embargo, desde un punto de vista filosófico,
los relatos de Borges no aportan nada que un buen lector no pueda encontrar en
Leibniz, Schopenhauer, Platón, Plotino, los presocráticos o algunos gnósticos.
Como en todo escritor creativo, las influencias, apropiaciones o préstamos,
procedan de donde procedan, son en Borges mucho menos relevantes que su
perfecta incorporación a un mecanismo narrativo que revela la impostura
intelectual encubierta tras su paciente elaboración y su desolador contraste
con el devenir y la vida, por no hablar de su perversa intersección mutua. En
cualquier caso, los dispositivos y procedimientos ficcionales de Borges, a
pesar del conservadurismo aparente de algunos de los postulados orales de su
autor, serán siempre el mejor sustento para las aventuras más excéntricas y
singulares del espíritu, el pensamiento o la creación. Una inteligente lección
de heterodoxia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario