[Thomas
Mann, La muerte en Venecia, Navona, trad.:
Juan José del Solar, 2015, págs. 144]
Demasiados clichés, es cierto. “La
muerte en Venecia” (1912) arrastra un contingente de clichés tan prolijo que es casi
imposible añadir nada nuevo, o encontrar un motivo inédito para el comentario
crítico, si exceptuamos quizá los secretos biográficos del propio Mann que le
dieron origen o, al menos, inspiraron componentes afectivos de la narración.
Para muchos, durante años, la lectura de la novela
había sido obliterada por la contemplación de la célebre versión de Luchino Visconti,
donde entre ráfagas incontroladas de la 5ª Sinfonía de Mahler y desaliñados
zooms, la decadente historia de Gustav von Aschenbach, el escritor senescente que atraviesa
una crisis creativa profunda a pesar del éxito y el reconocimiento público, se
transformaba en la película en un compositor cuyo doloroso fracaso artístico (su
música era demasiado cerebral, desvitalizada y carente de vibraciones sensuales)
hallaba en Venecia un duro correctivo carnal y una muerte patética.
Para escribir su intensa novela, Mann habría de
hacer una de esas amalgamas que todos los escritores conocen por oficio, pero
que solo los novelistas decimonónicos sabían cómo disimular tras una pantalla
de homogeneidad y coherencia impenetrable. La novela fue inspirada por una
vivencia perturbadora del autor, durante una estancia vacacional en el Lido
veneciano en 1911, en la que Mann había llegado a obsesionarse por la belleza
“tremendamente atractiva”, en palabras de la esposa de Mann, de un niño polaco de
familia aristocrática llamado Wladislaw “Adzio” Moes. La inesperada muerte de
Mahler en Venecia ese mismo año tampoco le fue indiferente.
Pero más al fondo, abriéndose paso entre las fisuras
del ego, agravando las dudas sexuales, Mann sentía, como Aschenbach, pulsiones
innombrables que amenazaban la estabilidad de su respetable identidad burguesa y
afligían, sobre todo, a una libido demasiado tentada por lo maldito y lo
prohibido. La lectura de “El nacimiento de la tragedia” de Nietzsche, con la
pugna pagana entre Apolo y Dionisos como clave dialéctica de la cultura griega,
hizo mella en Mann a tal punto que transformó esa narrativa mítica en conflicto
esencial de la modernidad europea.
El genial acierto de Mann como narrador residió
en ambientar su drama freudiano (erótico y tanático al mismo tiempo) en Venecia,
la gran ciudad venérea: una urbe emblemática del esplendor pretérito pero sometida
ya a decadencia histórica y hostigada por las fuerzas negativas del mal y la
muerte (la epidemia de cólera hindú que circula por el aire envenenado y el
agua sucia de los canales). La crisis moral del artista Aschenbach es también
la crisis de la vida y el malestar de la cultura burguesa en vísperas de la
primera guerra mundial, esa carnicería monumental que hizo saltar por los aires
todos sus fundamentos, jerarquías y valores.
Otro elemento fundamental de la narración anticipa
la revolución filosófica del nuevo siglo: la “inversión del platonismo”,
iniciada por Nietszche y consumada por Heidegger y la filosofía francesa posterior. Mann logra modular este
motivo polémico mediante la transición en el texto de la evocación del “Fedro”
de Platón, donde se postula una idea de la belleza sublime y la sublimación
libidinal como acceso al mundo superior, y el sueño voluptuoso y orgiástico del
cortejo de Dionisos, donde Aschenbach descubre su pasión inconfesable por el
adolescente Tadzio.
En la playa veneciana, al final, Aschenbach
venera por última vez al objeto imposible de deseo y perece para que Mann
canalice su instinto dionisíaco reprimido, su ardor homosexual o su pedagogía
socrática, purgando su sensibilidad del esteticismo ornamental y el idealismo
neoclásico que la esterilizan, y acabe creando una obra que, antes de Proust, liquida
la literatura y la cultura decimonónicas y prefigura el designio caótico del
siglo XX.
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