Este domingo termina MAD
MEN, una de mis teleseries favoritas de la década, como ya dije aquí.
Es la serie que más me ha fascinado desde que la descubrí en su primera
temporada en emisión en el otoño de 2007, viviendo en los USA. Al mismo
tiempo, es la ficción televisiva que más me ha obligado a pensar en lo que es
una serie y su trascendencia como formato narrativo en la cultura
contemporánea. Cuando Don Draper se
desvanezca sin dejar rastro en la pantalla digital como un fantasma de otro
tiempo sentiré que algo habrá desaparecido para siempre de mi vida. Confieso que la parte más íntima del atractivo de Draper para mí reside en todos los
rasgos que compartía, salvando las distancias, con mi padre, también
desaparecido. Profesionales que alcanzaron la plenitud económica y sexual en el mundo de los
sesenta, cuando yo era un niño como el hijo menor de Draper (la ironía suprema es que Don se eclipsará en todas las pantallas americanas el mismo día en que mi padre habría cumplido noventa años). Por otra parte, no me
llevo bien con el revisado de teleseries (sí de películas, al infinito) y, en ese
sentido, el consumo voraz de esta literatura televisiva se parece cada vez más
a la cuenta atrás existencial en que vivo instalado a diario, como Draper y como todo el mundo.
Podrá haber mejores teleseries, más imaginativas o brillantes, pero ninguna
tendrá en el corazón delator de sus imágenes a un personaje absorbente y
entrañable como Don Draper. Matthew Weiner ha logrado el milagro artístico
de que un personaje de televisión tenga el calado y la fuerza de un
personaje de novela. Solo por eso, MAD MEN ya es un éxito absoluto.
[Varios autores, Mad Men, Errata Naturae, 2015, págs. 302]
Este fin de semana termina en Estados Unidos (y días
después en canales españoles) la emisión de la segunda parte de la última
temporada de Mad Men, una de las
teleseries más brillantes de la era digital y una de las más influyentes de la
historia del medio. En cualquier caso, una ficción televisiva que, al poner en
el foco de sus estrategias narrativas el mundo de la publicidad y los
publicistas, logra trazar un fascinante interpretación de cómo el capitalismo consumista
se adueñó de los sueños de los seres humanos desde los años cincuenta hasta el
presente, en que ya nadie es capaz de distinguir entre deseo y publicidad,
fantasía íntima y mediación tecnológica.
Los años sesenta fueron, entre una infinidad de
fenómenos estimulantes, la década de la semiología triunfante y la teoría
mediática emergente, con figuras como Umberto Eco y Roland Barthes, de un lado,
revisando mitologías y signos como detectives del significado errático de la
vida social; con personajes como Marshall McLuhan, de otro, profetizando el
advenimiento global de la era de la información y los medios masivos. “El medio
es el mensaje”, eslogan polémico del pensamiento de McLuhan, parecía una
invitación descarada a transformar la publicidad en el arte comercial por
excelencia. El arte que mejor expresa las vibraciones de la vida de la época, en su latido fugaz, en su obscena ordinariez, en sus electrizantes demandas de
refinamiento y estilización y en sus pulsiones pasajeras. El
lenguaje publicitario, confirmaba Barthes, nos abre a “una representación
hablada del mundo”.
Ahí es donde aparece, en el claroscuro cómplice de un bar
solitario, tomado de espaldas y aureolado por el humo expelido de incontables cigarrillos,
la estampa icónica de Don Draper, un jugador con suerte en el juego de adivinar los deseos de los otros, la apoteosis viril del
publicitario más creativo de la avenida Madison. Don Draper: ese hombre apuesto, de turbios
orígenes, cuya existencia al límite (mujeres, alcohol, tabaco) fomenta la
velocidad libidinal de su inteligencia y, sobre todo, el impresionante poder de
diseñar campañas seductoras para los clientes corporativos y la masa de
consumidores potenciales.
Como reconoce Matthew Weiner, creador de la
serie, en la estupenda entrevista para The
Paris Review con que se abre esta magnífica monografía: Don Draper, cuando
ni siquiera se llamaba así, fue primero que nada un pícaro novelesco al estilo
del dieciocho, protagonista del guion abortado de una película que nunca se
rodaría. Un personaje paradójico y ambicioso al que, andando el tiempo, Weiner
acabaría de perfilar inspirándose en modelos literarios coetáneos como los
supervivientes suburbanos de John Cheever o Richard Yates, pero también de
Philip Roth y John Updike. Su arraigo moral en la literatura norteamericana del
período llega a tal punto que, aunando la trascendencia estética de las
imágenes y el diseño artístico de la serie, Mad
Men podría ser considerada, según Vila-Matas, “cine con fondo literario”. O
literatura en imágenes, por qué no. La literatura de una era de dominio audiovisual
incontestable.
De todos modos, si hay algo que compensa la
intensa masculinidad de esta teleserie excepcional es el no menos intenso
protagonismo femenino, tanto en las bulliciosas oficinas de la agencia
publicitaria (Joan, Peggy) como en los melodramáticos hogares del desahuciado Draper
(Betty, Megan) y de los otros ejecutivos que lo secundan a diario en su empeño
de sublimar la prosa vulgar y degradada del consumo con la poesía ingeniosa y
efectiva de la publicidad.
En definitiva, como apuntan Raquel Crisóstomo y
Enric Ros, coordinadores del libro, escribir sobre una teleserie de culto como Mad Men es hacerlo sobre “los traumas
recientes de la historia estadounidense, los claroscuros del capitalismo, la
historia cultural del alcohol, el régimen patriarcal y el feminismo, o el
imaginario del hogar”. Por todo ello, Mad
Men es una ficción histórica que desborda los límites culturales de su
tiempo, resume el pasado, anticipa el futuro y afronta a conciencia los dilemas
contemporáneos más significativos.
1 comentario:
Esto es una atrevimiento, Ferré, lo sé, y espero que (no) me lo tomes en cuenta. No se me ocurría nada más o menos aceptable en relación con tu post de hoy, ya sabes que no veo la tele, y me ha dado por colgar algo que justo acabo de escribir por el componente generacional -"geólogico y gereontológico", podría clarificarlo mi amigo Dalí- que entraña para la gente de nuestra generación. "Y todas las futuras" aseveraría, lo mismo, Salva. Lo coloco también, obvio es señalarlo, para darle un poco de vidilla a mi blog.
ASI VAMOS MURIENDO
Poco a poco, pero dándonos cuenta. Hoy, es un dolor extraño en las sienes cuando tenemos resaca. Mañana, unas dificultades absurdas para empalmarnos al amanecer. Todos los días, un cabreo monumental con una serie de historias que ni nos van ni nos vienen. Ni puta gracia que tienen. Le dices a una chica linda, pongamos uruguaya, como se va a Enric Granados desde la Plaza de Catalunya, tampoco es tan difícil, ni mucho menos, con cara de sátiro. Y ella nos da las gracias como si nada. Así vamos muriendo.
Así vamos muriendo de mes en mes y de esquina en esquina. Como los gatos. Como las putas de la calle ven cada día como sus clientes se van quedando sin dientes y sin dinero. Y las carreras de las medias son ya como varices y no como cicatrices como cuando eran jóvenes y querían salir a bailar con quien fuese, enamoradas, porque la noche era alucinante y prometedora.
Barceloneta, Bonanova, Chamberí, Chamartín, "La mar en coche" o "El Manco" si andabas por Vigo. Así vamos muriendo. Muy despacio, terriblemente despacio, hasta que llega la gran hostia. Pregúntales si no a German Coppini, a Carlos Berlanga, a Enrique Urquijo, a Antonio Vega el gran Antonio. Seguro que no sabrán que contestarte o se enredaran, los pobres, en unas explicaciones que te sabrán a poco. Pero que probablemente sean verdad. Y a ti, nen, eso tendría que parecerte suficiente, lo justo, o sea... total, porque ya te permiten los tíos hasta que les des el coñazo, tampoco eres un niño, y dentro de no demasiado tiempo, no tanto al menos como a ti te gustaría, vas a poder verlos actuar en directo. De nuevo. Así vamos muriéndonos. Con la esperanza puesta en el futuro.
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