El 21 de
febrero de 2005 moría en Londres Guillermo Cabrera Infante, uno de los grandes
jugadores de la literatura en cualquiera de las lenguas originadas en el mundo tras el desplome profetizado de la torre financiera de Babel (víctima, por
cierto, de una de las primeras crisis inmobiliarias de la historia; la “cultura
del ladrillo”, como saben de sobra los buenos historiadores del período
mesopotámico, es una de las más antiguas e implacables de la tierra).
Conocí a
Cabrera Infante en octubre de 1997, cuando visitó Málaga durante la promoción española
de Cine o sardina. Tuve la inmensa fortuna de estar sentado frente a él
durante toda la cena posterior al acto de presentación del libro. Hablamos mucho de
cine y solo discrepamos discretamente: Quentin Tarantino, pasión común, Jim Jarmusch (sobre el que nunca había escrito y se lo dije: "muchas cosas se me quedan atrás", me contestó con cierta resignación) y su maravilloso Dead Man, admirado por ambos, Kathryn Bigelow y su gran
fracaso Días extraños, detestada por
él a pesar de la admiración anterior por la directora, o Carretera perdida (“a mess”, en su severa opinión, no en la mía, por supuesto, mucho más entusiasta del viaje mental de Lynch...). No hablamos demasiado de G. Caín, su alter ego crítico, porque el nuevo libro, una celebración pop del fenómeno
cinematográfico, invitaba a otras consideraciones más inmediatas. Cabrera
Infante se mostraba un conversador refinado y un observador perspicaz e irónico. Y le divirtió que le recordara cuánto debía el título paródico de su nuevo libro al Sea and Sardinia de D. H. Lawrence, a quien tanto había leído cuando era muy joven. Y nos reímos bastante inventando versiones alternativas: una variante bailable (Cine o sardana) y otra instrumental (Cine o sordina). En un entorno de dominio cinéfilo, apreció con satisfacción mis encendidos elogios al capítulo final de Holy Smoke (por entonces este glorioso libro permanecía inédito en español), donde Cabrera perseguía con agudeza barroca y humor
verbal las volutas de humo en blanco y negro de una evanescente cronología del
vicio literario de fumar. Como tenía frente a mí al más cervantino de los
novelistas hispanos, aunque aún no había ganado el Cervantes, ironías de la vida literaria, me atreví a sugerirle que la auténtica revolución cubana
la había hecho él en el lenguaje singular de sus novelas y artículos. Sé que le
gustó la frase, me sonrió cómplice y guardó silencio. Era un regalo muy
valioso: el silencio de un escritor exiliado que manejaba las palabras de la
tribu como un malabarista y el astuto sigilo de un agente secreto de la
inteligencia.
Doce años
después de su muerte muchos siguen sin leerlo, ignorando la originalidad de su
obra, y otros parecen haberlo olvidado, como si la enorme contribución de
Cabrera Infante a la literatura escrita en un español del siglo XX fuera puesta en duda desde
presupuestos no solo (ni principalmente) literarios. A los jugadores cartesianos que disfrutan descartando
autores de sus escuálidos repertorios les recomendaría como test de
inteligencia lectora, para variar, no el fácil examen de obras maestras incuestionables como Tres tristes tigres o La Habana para un infante difunto, sino los experimentos verbales, procacidades literarias y
charadas conceptuales, tan hilarantes como penetrantes, de Exorcismos de esti(l)o, o, ya puestos a pedir lo imposible, los sagaces ensayos de anticipación cultural incluidos en O…
Es sintomático
ver, en este sentido, que un compañero de viaje imprescindible como Adam Thirlwell, en su espléndida recreación de una genealogía creativa de la novela,
trace extravagantes curvas de convergencia a partir de Rabelais y Cervantes
para llegar sin resuello a Joyce, demorándose todo el tiempo necesario en los deliciosos dominios de Sterne o de su
versión mulata y brasileña (Machado de Assis), y no repare en la ausencia escandalosa del notorio escritor de facciones indias de fauno tropical (o rasgos achinados de mandarín erudito y erotómano), acreditado nacimiento cubano y
pasaporte británico en regla de las páginas de su heterodoxa taxonomía mundial de tipos novelescos. Los cánones kunderianos suelen tener ese único defecto intelectual: nunca
son tan completos (y complejos) como deberían. Reparo ahora ese error mayúsculo del brillante colega inglés y
rindo homenaje al maestro plagiando su inimitable lengua para evocar su
irrepetible espíritu de jugador empedernido:
Supe
que se acercaba su término por sus sueños incoercibles: soñaba con que el cine
sería un jardín de las delicias (el cine suplantaría no solo al teatro o a la
ópera, sino a la novela, al cuento, al poema: en el futuro solo quedarían la
arquitectura, fundida al diseño abstracto y a la posibilidad de la escultura,
para crear objetos bellos y habitables, y el cine, que sería a la vez arte,
historia y espectáculo); soñaba con una vida libre, alegre, confiada en la que
las palabras policía, ejército, guerra, raza, sexo, familia y, sobre todo,
muerte, serían abolidas para siempre del vocabulario de la vida; soñaba con un
futuro en el que el trabajo no fuera una esclavitud impuesta y la vida dejara
de ser un esquema de prejuicios y el hombre y la mujer cesaran de vivir entre el miedo y la esperanza; sueños y más
sueños: Cabrera Infante estaba hecho de la estofa de los sueños. A veces, tenía
pesadillas y el final se podía tocar con las manos: la bomba atómica estallaba
en un hongo letal en sus sueños y la vida acababa entre el humo y el estruendo:
este soñador de apocalipsis, hacia el final de sus días, y para poder dormir,
abría el séptimo sello de seconal cada noche.
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