Como si no hubiera nada más urgente, frente a la interiorización depresiva del malestar colectivo, que producir placeres exuberantes, juegos de lenguaje proliferantes, ebriedades devastadoras, goces excesivos, enormidades, fantasías desbocadas.
-Guy Scarpetta, Pour le plaisir-
[Salman Rushdie, Los versos satánicos, Mondadori, 2012]
Hace unas semanas un vídeo chapucero sobre Mahoma ponía en jaque al mundo occidental y nos recordaba el poder revulsivo de las representaciones, valiosas o despreciables, que tienen como objeto las creencias religiosas. Es por esto una acertada iniciativa la reedición de la novela más polémica del final del siglo veinte, Los versos satánicos, de Salman Rushdie, donde los protagonistas son dos actores asiáticos, Gibreel Farishta y Saladin Chamcha, cuyas aventuras, fantasías, metamorfosis, sueños y conflictos con la realidad de su país de origen (la India) y de adopción (Gran Bretaña) constituyen una fascinante alegoría sobre la inmigración, la identidad multicultural y la globalización mediática.
En el espurio debate de entonces, Baudrillard afirmaría que la fatwa de Jomeini contra Rushdie había intimidado a Occidente mediante un poder muy superior al de sus armas más sofisticadas y su avanzada tecnología. Olvidaba el provocativo sociólogo francés que Rushdie había suscitado esa airada reacción del imán iraní usando precisamente el poder simbólico de la literatura, ese mismo que ciertos poderes fácticos pretenden anular por temor a su influencia real. Kundera, en cambio, supo entender el caso con mayor lucidez al defender la incompatibilidad radical del discurso novelesco y el espíritu teocrático que condenaba a muerte al blasfemo autor: “la novela es otro planeta, otro universo basado sobre otra ontología, un infernum en el que la verdad única carece de poder y en el que la satánica ambigüedad convierte toda certidumbre en enigma”.
El centro neurálgico hacia el que Rushdie dirige su estrategia subversiva no es, pues, la Meca sino la alienación fundacional de la mente humana: esa tendencia innata a tomar por reales las ficciones con que el cerebro se droga desde el origen de los tiempos para dar sentido a su existencia en la tierra y atribuirle un destino trascendente en el diseño del universo. En este sentido, es irrelevante que el motivo preferente de la sátira sea el Islam o cualquier otra creencia que se atribuya una condición sagrada. Llámense como se llamen, todos los credos existentes están fundados en mitos que se imponen a sus miembros, de modo autoritario o dogmático, hasta que nadie recuerda que fueron inventados por un poeta o profeta de la tribu y no revelados por ningún ente divino de existencia verificable. Bajo el signo crítico de Rabelais y Cervantes, la novela moderna se erige en el discurso sacrílego por excelencia, aquel cuya principal función consiste en desnudar con ironía la cualidad ficcional de los demás discursos, ya sean teológicos, jurídicos, económicos o políticos, que sostienen el orden social establecido y los valores y prejuicios comunitarios.
Sin embargo, la genialidad de Rushdie en esta inventiva e hilarante novela, de la que muchos hablan sin haberla leído, radica, más allá de presuntas profanaciones, en haber sabido ensamblar, en un mismo artefacto de ficción, un juego irreverente e iconoclasta con la mitología fundamentalista (islámica, pero no solo) y, al mismo tiempo, con la idolatría televisiva y cinematográfica. Con la ideología atávica del integrismo religioso, de tan candente actualidad, y con la del espectáculo integrado, único ideario identificable en las democracias occidentales. Frente a ambas, Rushdie pone en escena la formidable ironía y ambigüedad de un relato que acaba relativizando cualquier posición de verdad absoluta, credulidad o fanatismo. Con ello, asociando una imaginación exuberante a la máxima libertad expresiva e intelectual, nos hace a los ciudadanos del siglo veintiuno, amenazados por múltiples formas de irracionalidad, el mayor regalo imaginable.
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