Si Catherine Millet no hubiera escrito previamente el díptico de su autobiografía psicosexual no habría sentido, al leer El amante de Lady
Chatterley, la convulsión íntima que la lleva a escribir este brillante análisis
de la obra de su autor, el gran David Herbert Lawrence (1885-1930). Millet se
mete desnuda en la cama con el lector, una vez más, para enseñarle no ya la
crudeza en directo de su experiencia erótica, ni la intensidad de sus placeres
inconfesables, sino el sustrato o el trasfondo de lo que ella piensa del sexo a
través de uno de los maestros expresivos de la materia.
Lawrence es uno de los escritores
más originales de comienzos del siglo XX. Y lo es en razón de que su narrativa,
desde la primera novela hasta la última, y la mayoría de sus relatos y novelas
cortas, tuvo el foco siempre puesto en el impacto que la revolución industrial
y la modernización urbana causaron en la existencia humana y en las relaciones
conflictivas entre hombres y mujeres, muy singularmente, el modo beligerante en
que comenzaron a presentarse en el mundo y a pensarse sin tabúes con respecto
al otro sexo.
Este aspecto genesíaco de la literatura de
Lawrence no podía conducir sino al escándalo y la prohibición, la circulación
clandestina y el conocimiento furtivo, de manera que muchos de sus lectores y la
totalidad entusiasta de sus lectoras, desde luego, accedían a sus obras del
mismo modo que Constance Chatterley accede a la verdad del sexo, en la más
polémica de las novelas de Lawrence, la sublime y obscena al mismo tiempo El amante de Lady Chatterley, entregando
su cuerpo ardiente al rudo guardabosque Oliver Mellors.
Millet es la destinataria perfecta de la
literatura de Lawrence: “uno de los observatorios más escrupulosos de los
comportamientos femeninos de la historia de la literatura”. Esta observación
metódica se fija un objetivo principal: expresar la insatisfacción femenina y
la búsqueda incesante del placer sexual como experiencia de plenitud. Como
autora de La vida sexual de Catherine M.,
uno de los testimonios más descarnados y elocuentes sobre la sexualidad
femenina del nuevo siglo, Millet podría fraternizar con la mujer casada que
abandona su posición privilegiada para encontrar, en medio del bosque
primordial, la desnudez del instinto animal y el placer del cuerpo. Lawrence, según
Millet, “sugirió en sus novelas que la evolución del mundo estaba vinculada, no
con el cambio del estatus social de las mujeres…sino con la plena consecución
de su gozo sexual”.
Leyendo relatos como “Sol” o “La mujer que se fue
a caballo”, o una novela emblemática como La
serpiente emplumada, se comprende que esa conquista del territorio erógeno conduce
a menudo a la mujer muy lejos de su cultura, su raza, su país, su religión, sus
leyes y su familia, a continentes inexplorados y geografías físicas sin
cartografiar, como sus propios deseos, aunque sea para retornar a casa, más
sabia, al final de la escapada. Esta identificación sistemática entre la
persecución de la libertad carnal de la mujer y el abrazo del extraño, el
desclasado, el mestizo, el indígena o el paria, como reconoce Millet, es otro
de los perturbadores atractivos de la narrativa de Lawrence.
Al acabar este penetrante libro, la exégesis de
Millet, tan generosa, sensible y lúcida, convence al lector cómplice de que es
tiempo de sumergirse a fondo en el fascinante mundo novelesco de Lawrence. La hermosa
literatura de Lawrence, en su pretensión artística de decirlo todo sin pudor,
se vuelve imprescindible en una época como esta donde urge repensar el sexo y
las relaciones entre sexos.
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