No sé qué
es esto, ni me importa, y tampoco entiendo que por mofarse del rey o bromear
sobre terrorismo alguien vaya a la cárcel. No veo el problema. La ley se
corrige y punto. Si esto no es una verdadera democracia, combátela como
corresponde y no la tomes con los asalariados. El gesto político más fácil,
decía Pasolini, consiste siempre en enviar niñatos malcriados, universitarios ociosos
y revolucionarios de pacotilla a insultar y apedrear al proletariado policial como
si viviéramos en un simulacro franquista. En diez años, la indignación podemita
ha pasado de revulsiva a repulsiva. Y me apena decirlo. Los tumultos callejeros
son un signo de la impotencia del estilo Iglesias de hacer política frente a las
estrategias publicitarias de Iván Redondo.
Es
intolerable que por demostrar que tiene razón a toda costa, en su afán ilimitado
de poder, el infantilismo y el resentimiento de Iglesias arrastren al país por
el fango internacional. La izquierda irresponsable está dispuesta a poner patas
arriba la democracia constitucional en nombre de raperos infames y
politicastros subvencionados como Puigdemont. El colmo. No creo que la
democracia española sea perfecta, ni falta que hace, pero al lado de la
pesadilla demagógica con la que sueñan el cabecilla jacobino de Galapagar y los
broncosos juglares que la ilustran con sus canciones y tuits, es un paraíso
artificial de progreso y bienestar.
La cultura del tuit, en efecto, ese nuevo vertedero donde matones y bocazas evacuan a diario sus intestinos ideológicos, es la raíz del mal. La falsa democracia de las redes sociales se ha convertido en un medio de comunicación tóxica. El supuesto Lenin podemita propone ponerle bozal a la libertad de prensa mientras azuza sin control a los perros de la guerra en internet e incendia las calles con sus hordas revoltosas. Anestesiado con la pandemia, como todo el mundo, ya ni me sorprende que Sánchez no lo cese. Está esperando la autorización de Bill Gates.
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