Como
sabe todo el que me conoce, considero a Bret Easton Ellis no solo uno de los
grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, sino uno
de los más representativos del tiempo posmoderno. Si en el futuro, o en el más
inmediato presente, alguien quiere saber lo que fue la jungla de neón, sexo y
coca de los años ochenta, no encontrará mejor referencia que las novelas Menos que cero y Las leyes de la atracción, publicadas en 1985 y 1987,
respectivamente. Pero si quiere adentrarse en el esplendor libidinal del
glamour y las pasarelas y la orgía tecno-financiera de los noventa, ahí estarán
siempre aguardando a los lectores inteligentes novelas como American Psycho (publicada en 1991 y
reeditada ahora como celebración anticipada de su trigésimo aniversario) y esa obra suprema que es Glamourama, en 1999,
compendio de una década turbulenta y casi de todo un siglo en su final, que fue
como un nuevo principio traumático. Y luego vendría Lunar Park, en 2005, pero esa es otra historia que ya conté aquí.
Hace diez
años, con motivo de la publicación de Suites
imperiales, novela menor para los lectores fáciles y comodones, la
mayoría, pero radiografía espectacular del Hollywood íntimo para los fans, dediqué
un múltiple homenaje (puede leerse también aquí
y aquí)
a la figura de este malo irónico de la literatura americana. En tiempos donde la
única pandemia incurable es la de la cursilería y el sentimentalismo, la
maliciosa mirada de Ellis es un revulsivo moral. Como la navaja de Buñuel o el hacha de Kafka...
[Bret
Easton Ellis, Blanco, Random House, trad.:
Cruz
Rodríguez Juiz, 2020, págs. 251]
Este libro es tantas cosas que espero no dejar ninguna
sin mencionar. La parte obvia es que se trata de las memorias parciales del niño
malo más mimado de la literatura norteamericana de finales del siglo XX. La
parte menos evidente, aunque explícita, es que se trata de un alegato contra la
censura, en sus antiguas formas y en sus nuevas variantes, contra el
puritanismo, contra la neutralidad expresiva impuesta por las redes sociales y
la grosería y vulgaridad correlativas, y, por último, un manifiesto político en
favor de la libertad de expresión, sin ambages ni concesiones. Ellis es un
furibundo defensor de cualquier opinión por ofensiva o incisiva que pueda resultar
respecto de individuos y grupos que han hecho de la victimización un medio de
blindarse contra la crítica, el descrédito o el ridículo.
La grandeza literaria de Ellis es inversamente
proporcional a la simpatía que pueda suscitar la personalidad de su autor. Así
que la ambigüedad de su actitud, esa frialdad mundana o esa negatividad
aséptica con que los narradores de Ellis seducen y asquean al lector
arrastrándolo a su mundo de obsesiones y fascinaciones banales, constituye uno
de los indudables encantos de su escritura. Sería imposible escribir sobre la
celebridad y la fama, y las gloriosas imágenes que las difunden por todos los
medios, con la artificiosa naturalidad y el desbordante realismo con que Ellis
lo hace en sus novelas, y también aquí, sin conocer íntimamente cómo se urden a
diario sus orgías publicitarias y cuál es el código maestro con que ese mundo
suele regular el juego promocional de sus rutinas, negocios y placeres.
Ahora es el escritor Ellis quien se pone en el
centro equívoco de la representación, ocupa el escenario como un actor de sí
mismo, con su voz minimalista, sus gestos lacónicos y sus juicios estridentes y
maximalistas, y aplica sus técnicas de escalpelo literario a su persona y a
todo cuanto la rodea: desde sus novios y amantes, con especial énfasis en su
última pareja, un “socialista milenial”, como lo caracteriza Ellis, que no
puede soportar vivir en una realidad donde existe una abominación presidencial como
Trump, hasta sus amistades, escindidas en dos bandos inconciliables, las que
votaron a Trump en 2016 y las que votaron a Clinton pensando que lo contrario
era un acto aberrante.
Ellis consigue retratarse sin amaños cosméticos
y retratar de paso a una América devastada por el partidismo, la corrección
política, la hipocresía, la represión y la persecución en nombre de la superioridad
moral de los progresistas. Puede leerse este libro como una novela disfrazada
de autobiografía, partiendo de la idea de que la ficción, como decía John
Barth, “no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la
manera en que todos distorsionamos la vida”. De ese modo, vemos que Ellis
recurre a la no ficción, como antes hiciera con la ficción en “American Psycho”
o “Lunar Park” con similar finalidad estética, para describir su acendrada confusión
existencial y expresar lo que no logra entender sobre sí mismo y el mundo bipolar
que lo celebró y encumbró siendo un veinteañero para luego darle de palos.
En estas páginas, Ellis encarna con maestría el
papel de quejica ocasional, así como el de abusón histriónico, para revelarse a
continuación un agudo y corrosivo analista de la América postimperial de las
últimas décadas y su espiral mediática, mientras revisa las condiciones especiales
por las cuales un personaje irónico como él pudo transformarse, tras morir Andy
Warhol, en paradigmático de la vida y la cultura de su tiempo.
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