[William
Faulkner, Santuario, Debolsillo, trad.: José Luis López Muñoz, 2017, págs.
352]
Quizá muramos en ese
instante en que nos damos cuenta, en que admitimos, que el mal tiene una
estructura lógica.
-William Faulkner, Santuario-
Si confeccionáramos una lista exhaustiva de las
transgresiones y violaciones de tabúes cometidas por esta obra maestra de
Faulkner, veríamos que su perspectiva implacable sobre la naturaleza humana, su
radiografía clínica del mal incurable, su carencia de empatía con los
personajes y sus fatídicas existencias, ya sean burgueses o delincuentes,
aristócratas arruinados o palurdos tarados, la ironía procaz, el humor negro y
las múltiples truculencias de la historia hacen del autor, no solo uno de los
grandes artistas de la ficción novelesca, sino uno de los bromistas literarios más
peligrosos.
Todavía más dañinas e incisivas, sin embargo, son las ofensas de
su escritura en la medida en que retratan la quiebra del patriarcado, la ley,
la justicia y cualquier institución humana que trate de poner orden en la
conducta de seres abocados a la maldad por la fatalidad social, o la desgracia y
la degradación patológicas, y movidos por las pulsiones más destructivas, o por
la mezquindad, la cobardía y el conformismo.
Para despistar a los críticos puritanos y los censores
cejijuntos, Faulkner confesó haber escrito Santuario (1931) para ganar dinero y atraer la
notoriedad que, pese a publicar dos obras maestras anteriores como El sonido y la furia (1929) y Mientras agonizo (1930), aún le era esquiva. Quizá
para descargarse de responsabilidad creativa, Faulkner reconocería no haberse
inventado el depravado escenario: se lo inspiró la experiencia real de una
mujer de un club de Nueva Orleans que, según le contó, había sido secuestrada una vez por un gánster impotente. El gran
narrador sureño se vio obligado a disimular sus verdaderas intenciones
estéticas (escenificar un juego de masacre y extinción que concluía como un
juicio inapelable sobre una sociedad en ruinas) bajo una estrategia de astucia
y menosprecio hacia la escabrosa obra.
El editor retuvo la novela durante dos años,
preocupado por las consecuencias legales de su publicación, sin saber qué hacer
con una obra tan escandalosa: un atentado en toda regla contra la hipocresía del
pacto comunitario y su reparto de papeles sexuales y familiares y una burla sardónica
de los valores sublimes que sacralizan a las mujeres para mejor esclavizarlas a
las leyes genéticas de la reproducción de la especie.
No obstante, leída sin prejuicios ideológicos, Santuario puede considerarse su
narración más perfecta. Aquella donde el endiablado genio de Faulkner para la
construcción sintáctica, el destilado verbal del estilo que aprendió en grandes
artífices como Proust y Joyce, sabe acoplarse a la organización cronométrica de
una trama despiadada que acompaña a los personajes principales en cada una de
sus acciones, reacciones o devaneos mentales y sabe graduar el
desencadenamiento de la tragedia y el desvelamiento del horror, renunciando al
vanguardismo formal, mientras progresa hacia el antológico final con una
maestría narrativa que ningún autor policial alcanzará jamás.
La perversión suprema de Santuario se realiza en el curso de la paródica escena del juicio
cuando el fiscal del condado, poseído por una justiciera furia divina que se ceba
en un falso culpable, enarbola la mazorca manchada de sangre coagulada con la
que la frívola estudiante rica Temple Drake, sentada impávida en el estrado de
los testigos, fue violada por el homúnculo Popeye, un sádico malhechor de exigua
virilidad. Mientras blande con vehemencia la obscena arma del crimen, el fiscal
enuncia el fundamento freudiano, antropológico y religioso (cifrado en el irónico
título) y no solo sexual, de la profanación traumática de “las más sagradas
manifestaciones del aspecto más sagrado de la vida: la feminidad”.
Como triunfo diabólico del caos, o de la sinrazón
colectiva, o como grandilocuente derrota de los garantes del bien, la virtud y
la ley, podría calificarse la exhibición de atrocidades que Faulkner reserva
para el desenlace, desde el linchamiento de un inocente a quien la víctima violada
no quiso salvar con su testimonio hasta el ahorcamiento del delincuente violador
por otro crimen que no cometió.
Pero el destino más cruel es, sin duda, el menos
cruento: la condena vital a la desolación y la esterilidad de Temple Drake,
envejeciendo en soledad (con su viejo progenitor como única compañía) hasta la
muerte, sin volver a conocer el amor, o el deseo, ni, por descontado, la
alegría de la juventud. [A pesar de todo, tras atravesar durante ocho años "la estación de la lluvia y de la muerte" con que concluye Santuario, como una sentencia lapidaria, Faulkner quiso redimir al personaje de Temple Drake, o clavar un nuevo clavo en su ataúd de plomo, como el lector prefiera, al concederle una segunda oportunidad de vivir una vida convencional, con marido y dos hijos, en la innecesaria secuela Réquiem por una monja (1951), donde Temple repite los mismos errores criminales, como un sino, y revela una vez más su estúpida personalidad. Y cuando quiere reparar daños cometidos, salvar vidas y aliviar su sufrimiento es ya demasiado tarde. Faulkner se burlaba así, veinte años después, de todos los críticos moralistas que atacaron Santuario en el momento de su aparición...]
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