Ernst
Jünger (1895-1998) es un escritor inclasificable. Pertenecía a esa raza
privilegiada de mortales que tiene la oportunidad de asistir a su centenario.
Al revés de otros artistas longevos, Jünger ostentaba una especie de eterna
juventud. Y es que tanto su vida como su obra participaban de ese estado
paradójico en que el vigor del joven y la sabiduría del anciano se comunican
desde el principio con una fecundidad insólita. Asombran las múltiples facetas
de su actividad a lo largo de tantos años. Obsesionado con la aventura
colonial, se alistó aún adolescente en la Legión extranjera, como narra en la cervantina
Juegos africanos (1936), donde la lucidez sobre la experiencia del siglo le
conduce a diagnosticar una verdad que permanece vigente: “Hoy día no hay más
que explotación, y para aquél que posee inclinaciones especiales se han
inventado formas especiales de explotación. La explotación es el estilo
peculiar, el gran tema de nuestro siglo”. Fue héroe condecorado en la Primera Guerra Mundial y relató
en Tempestades de acero (1920) sus experiencias extremas durante la contienda,
ofreciendo un testimonio terrible del germen del fascismo (la “estetización de
la violencia” denunciada por Walter Benjamin). Movilizado de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, ocupó
París con las tropas nazis, como cuenta en sus impresionantes diarios
(Radiaciones). Además de esto fue entomólogo entusiasta y “cazador sutil”,
trotamundos infatigable, explorador anímico de los efectos de la embriaguez
(Aproximación: Drogas y embriaguez), y, por si fuera poco, autor de una obra
literaria inmensa. Sin tener en cuenta sus polémicos ensayos, donde elaboró una
visión de la técnica y la sociedad de masas influenciada por Heidegger, lo
esencial de Jünger está en sus ficciones y en sus textos autobiográficos. Y es
que la experiencia de escritura de Jünger le permite manejarse en uno y otro
registro con soltura y rigor, ya sea para dar cuenta precisa de los fantasmas
de su imaginación, dopados o no con LSD, como de episodios de su intensa vida.
El método de Jünger se funda en una actitud clásica que sabe equilibrar, con
respecto al mundo, la distancia platónica suficiente y la implicación
aristotélica necesaria para conferirle una doble perspectiva: proyección ideal
sobre la realidad y captación idealizada de lo real. En lo ideológico, Jünger
ocuparía una posición paradójica: el conservador inteligente. Alguien tan
fascinado con la herencia del pasado que, sin perder la lucidez crítica,
consagra su espíritu a rendirle culto y expandir su significación y valor, en
especial si los tiempos no son propicios. No un reaccionario integrista sino un
anarca sagaz que se niega a claudicar ante el poder temporal que trata de
domesticarlo. Por eso Jünger, discípulo anómalo de Nietzsche, resulta aún más
inquietante: un conservador en tiempos de grandes cataclismos y mutaciones
históricas, el testigo de excepción que, con un ojo entregado a la admiración
idealista del pasado, no puede sino entregar el otro, arriesgándose incluso a
perderlo en la deflagración, al escrutinio intempestivo del presente y el
futuro (“Se vive todo y se vive también su contrario”, como proclama en Juegos
africanos). No por casualidad, Jünger fue uno de los grandes creadores de
alegorías políticas del siglo veinte, como prueban Sobre los acantilados de
mármol (1939), un alegato contra la barbarie arrojado a la cara de los jerarcas
nazis en su apogeo; Heliópolis (1949), donde el porvenir se plantea en términos
de redefinición de lo humano y lo divino a partir de la más avanzada
tecnología, como ahondaría después la fábula distópica de Abejas de cristal
(1957); o Eumeswil (1977), una revisión metafísica de la Historia…
¿Cómo representar un mundo despedazado? Esta era
la cuestión central del gran ciclo novelístico sobre la primera guerra mundial,
la trilogía Los sonámbulos de Hermann
Broch. Pero Jünger, que vivió aquella guerra en primera persona del singular,
luchando como un héroe homérico en las trincheras, jugando al límite con la
violencia y al escondite con la muerte, es, sin duda, su mejor cronista
literario. Así lo fue desde su explosivo debut (Tempestades de acero; 1920), prolongando la detonación con El bosquecillo 125, Fuego y
sangre y Diario de guerra (1914-1918).
Asimismo, son ingentes sus reflexiones sobre las secuelas de esa guerra en la
conciencia humana, como muestra el ensayo La
lucha como vivencia interior (1925).
Esta es la incursión iniciática del joven Jünger
en la novela y su único acercamiento a la Gran Guerra con los medios de la ficción.
Una espléndida alegoría que narra los últimos días de un grupo de militares alemanes
reunidos alrededor del teniente Sturm, escritor principiante y pensador lúcido de
la experiencia radical de la guerra y su significado en la historia. Mediante un
relato omnisciente, Sturm es visto como un cerebro privilegiado recluido por
decisión propia en el laberinto moral de las trincheras, donde la muerte ronda
como un depredador sanguinario. Desde esa peligrosa perspectiva, Sturm examina el
mundo de valores decimonónicos que ha estallado en mil pedazos y trata de
elaborar una cosmovisión adaptada a esa convulsión traumática en curso. La
mirada de Sturm da cuenta así del fin de un mundo decadente y la gestación de
otro, más titánico y tiránico, mientras pergeña un renovado método de
conocimiento y una innovadora estética acorde con la nueva realidad emergente.
Una realidad sometida al dominio absoluto de la técnica como manifestación de
un Estado cada vez más poderoso.
Es interesante, en este sentido, la historia del
texto. Publicado en una revista en 1923, olvidado después por razones oscuras,
revisado en 1965 y en 1978, cabe inferir que Jünger no fue consciente de la relevancia
de esta narración menor, una suerte de apólogo sobre la formación artística de un
escritor que es y no es un avatar de sí mismo. Durante su lectura, es fácil
discernir por estratos las diferentes fases de escritura y los rasgos de la
evolución ideológica del autor: el fervor nacionalista y patriótico, mezclado
con la voluntad de poder y el afán de aventuras de un sujeto singular para
quien el sentido de la vida se define en la tensión violenta y la cercanía de
la muerte; una contemplación distante del mundo natural, una intelección comprensiva
de la vida en sus múltiples formas afín al rigor de la ciencia y a la fascinación
idealista por el orden; la construcción metódica de un pensamiento abierto y de
un estilo elegante y expresivo, capaz de registrar la belleza con imágenes
deslumbrantes y denunciar sin temor las abominaciones del mundo moderno.
No obstante, el conservador Jünger no podía asumir
las consecuencias expuestas en el relato y la muerte valiente de Sturm supone
una recusación de su estética, próxima a la vanguardia futurista o
expresionista. Esta parábola paradójica expresaría, por tanto, los límites intrínsecos
de la visión del arte y el pensamiento de Jünger, tan sensible a los nuevos
fenómenos vitales del siglo XX como reacio a establecer con ellos una relación realista
sin el filtro creativo del clasicismo. Ese rechazo ideológico al caos y la
fragmentación le impedirá acceder, en suma, a la verdad experimental del siglo revolucionario
que le tocó vivir como actor y espectador intempestivo.
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