[Sergio
González Rodríguez, Campo de guerra,
Anagrama, págs. 167]
Los atentados del 11 de septiembre de 2001
fueron el detonante del despliegue de un escenario global de guerra. Ese plan estratégico,
concebido por la cúpula de poder norteamericana con el pretexto de luchar
contra el terrorismo, estaba destinado en realidad a imponer un régimen mundial
análogo al estado de excepción. El concepto “campo de guerra”, tal como lo
declina Sergio González en este ensayo ganador del último premio Anagrama, “abarca
y penetra todo, desde la escala molecular de la ingeniería genética y la
nanotecnología hasta los sitios, espacios y experiencias cotidianas de la vida
urbana, las esferas planetarias del espacio tangible y el ciberespacio
inmaterial de alcance global”.
Es este, en su opinión, el siniestro cuadro de “la
era del transhumanismo planetario”, un proceso en curso por el que las
dimensiones espaciotemporales del mundo, gracias a la intervención de las
nuevas tecnologías y las políticas transnacionales a ellas asociadas, se reducen
a límites exiguos que favorecen la vigilancia y el control. Ante esto, los
Estados nacionales no tienen respuestas efectivas. En nombre del falsificado ideal
de seguridad defendido por los poderes y sus cómplices corporativos, todo está
permitido, desde modificar la legalidad vigente hasta justificar las
intervenciones militares, estrangular economías financieras o realizar el
acopio masivo de datos privados. Así funciona la unanimidad del “nuevo orden mundial”,
como un mecanismo vicioso girando en torno a la técnica y el dinero.
No obstante, para hacer más visibles sus tesis,
Sergio González se enfrenta a la experiencia mexicana de la última década y la
transformación de un país entero, con la excusa de la lucha contra el
narcotráfico y los cárteles de la droga, en un sanguinario campo de batalla. En
México se ubica el conflicto más estéril de la historia. Una guerra interminable,
tan cruenta como tramposa, donde priman la confusión moral y la violencia más
cruel, la puesta en cuestión del estado de derecho y el incremento en la
vulnerabilidad jurídica del ciudadano. Un reinado de la confusión al que
contribuyen policías federales, agentes americanos, militares mexicanos y
sicarios de los clanes de narcos. El simulacro bélico se vende a una población
norteamericana, compuesta de numerosos consumidores habituales de
estupefacientes, como medio de moralización colectiva y, de paso, como
propaganda del eficiente funcionamiento estatal contra toda amenaza externa.
En este sentido, el capítulo más impresionante
es el titulado “Anamorfosis de la víctima”. En esta terrible revisión del
ángulo biopolítico de la situación, Sergio González se centra en un puñado de
víctimas paradigmáticas del turbulento estado de sitio en que vive sumida la
población mexicana. Víctimas a menudo decapitadas y mutiladas, pero también
marginadas o perseguidas, detenidas, secuestradas, desaparecidas, tanto por los
asesinos y traficantes como por las fuerzas encargadas de combatirlos. La doble muerte de muchas de ellas se produce
primero en la realidad y después en los medios, donde son de nuevo ajusticiados
sin otro motivo que transmutar el crimen en espectáculo para defender la
necesidad del conflicto.
Y, en el trasfondo, la ilegalidad del consumo de
drogas como factor de perturbación e inestabilidad social y la legalización
como única solución política. Un tema del que ya nadie quiere hablar por miedo
a ser tildado de irresponsable y en el que el puritanismo de los americanos,
raíz de todo el problema, ha impuesto también su dura ley.
Con pesimismo preventivo, Sergio González
concluye: “La humanidad nunca supo tanto como ahora sobre la naturaleza y la
composición del cosmos, y jamás estuvo más lejos de las estrellas que en el
presente”.
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