domingo, 8 de junio de 2014

EN LAS TRINCHERAS DEL SIGLO

Ernst Jünger (1895-1998) es un escritor inclasificable. Pertenecía a esa raza privilegiada de mortales que tiene la oportunidad de asistir a su centenario. Al revés de otros artistas longevos, Jünger ostentaba una especie de eterna juventud. Y es que tanto su vida como su obra participaban de ese estado paradójico en que el vigor del joven y la sabiduría del anciano se comunican desde el principio con una fecundidad insólita. Asombran las múltiples facetas de su actividad a lo largo de tantos años. Obsesionado con la aventura colonial, se alistó aún adolescente en la Legión extranjera, como narra en la cervantina Juegos africanos (1936), donde la lucidez sobre la experiencia del siglo le conduce a diagnosticar una verdad que permanece vigente: “Hoy día no hay más que explotación, y para aquél que posee inclinaciones especiales se han inventado formas especiales de explotación. La explotación es el estilo peculiar, el gran tema de nuestro siglo”. Fue héroe condecorado en la Primera Guerra Mundial y relató en Tempestades de acero (1920) sus experiencias extremas durante la contienda, ofreciendo un testimonio terrible del germen del fascismo (la “estetización de la violencia” denunciada por Walter Benjamin). Movilizado de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, ocupó París con las tropas nazis, como cuenta en sus impresionantes diarios (Radiaciones). Además de esto fue entomólogo entusiasta y “cazador sutil”, trotamundos infatigable, explorador anímico de los efectos de la embriaguez (Aproximación: Drogas y embriaguez), y, por si fuera poco, autor de una obra literaria inmensa. Sin tener en cuenta sus polémicos ensayos, donde elaboró una visión de la técnica y la sociedad de masas influenciada por Heidegger, lo esencial de Jünger está en sus ficciones y en sus textos autobiográficos. Y es que la experiencia de escritura de Jünger le permite manejarse en uno y otro registro con soltura y rigor, ya sea para dar cuenta precisa de los fantasmas de su imaginación, dopados o no con LSD, como de episodios de su intensa vida. El método de Jünger se funda en una actitud clásica que sabe equilibrar, con respecto al mundo, la distancia platónica suficiente y la implicación aristotélica necesaria para conferirle una doble perspectiva: proyección ideal sobre la realidad y captación idealizada de lo real. En lo ideológico, Jünger ocuparía una posición paradójica: el conservador inteligente. Alguien tan fascinado con la herencia del pasado que, sin perder la lucidez crítica, consagra su espíritu a rendirle culto y expandir su significación y valor, en especial si los tiempos no son propicios. No un reaccionario integrista sino un anarca sagaz que se niega a claudicar ante el poder temporal que trata de domesticarlo. Por eso Jünger, discípulo anómalo de Nietzsche, resulta aún más inquietante: un conservador en tiempos de grandes cataclismos y mutaciones históricas, el testigo de excepción que, con un ojo entregado a la admiración idealista del pasado, no puede sino entregar el otro, arriesgándose incluso a perderlo en la deflagración, al escrutinio intempestivo del presente y el futuro (“Se vive todo y se vive también su contrario”, como proclama en Juegos africanos). No por casualidad, Jünger fue uno de los grandes creadores de alegorías políticas del siglo veinte, como prueban Sobre los acantilados de mármol (1939), un alegato contra la barbarie arrojado a la cara de los jerarcas nazis en su apogeo; Heliópolis (1949), donde el porvenir se plantea en términos de redefinición de lo humano y lo divino a partir de la más avanzada tecnología, como ahondaría después la fábula distópica de Abejas de cristal (1957); o Eumeswil (1977), una revisión metafísica de la Historia…
 
 [Ernst Jünger, El teniente Sturm, Tusquets, trad.: Carmen Gauger, 2014, págs. 124] 


¿Cómo representar un mundo despedazado? Esta era la cuestión central del gran ciclo novelístico sobre la primera guerra mundial, la trilogía Los sonámbulos de Hermann Broch. Pero Jünger, que vivió aquella guerra en primera persona del singular, luchando como un héroe homérico en las trincheras, jugando al límite con la violencia y al escondite con la muerte, es, sin duda, su mejor cronista literario. Así lo fue desde su explosivo debut (Tempestades de acero; 1920), prolongando la detonación con El bosquecillo 125,  Fuego y sangre y Diario de guerra (1914-1918). Asimismo, son ingentes sus reflexiones sobre las secuelas de esa guerra en la conciencia humana, como muestra el ensayo La lucha como vivencia interior (1925).
Esta es la incursión iniciática del joven Jünger en la novela y su único acercamiento a la Gran Guerra con los medios de la ficción. Una espléndida alegoría que narra los últimos días de un grupo de militares alemanes reunidos alrededor del teniente Sturm, escritor principiante y pensador lúcido de la experiencia radical de la guerra y su significado en la historia. Mediante un relato omnisciente, Sturm es visto como un cerebro privilegiado recluido por decisión propia en el laberinto moral de las trincheras, donde la muerte ronda como un depredador sanguinario. Desde esa peligrosa perspectiva, Sturm examina el mundo de valores decimonónicos que ha estallado en mil pedazos y trata de elaborar una cosmovisión adaptada a esa convulsión traumática en curso. La mirada de Sturm da cuenta así del fin de un mundo decadente y la gestación de otro, más titánico y tiránico, mientras pergeña un renovado método de conocimiento y una innovadora estética acorde con la nueva realidad emergente. Una realidad sometida al dominio absoluto de la técnica como manifestación de un Estado cada vez más poderoso.
Es interesante, en este sentido, la historia del texto. Publicado en una revista en 1923, olvidado después por razones oscuras, revisado en 1965 y en 1978, cabe inferir que Jünger no fue consciente de la relevancia de esta narración menor, una suerte de apólogo sobre la formación artística de un escritor que es y no es un avatar de sí mismo. Durante su lectura, es fácil discernir por estratos las diferentes fases de escritura y los rasgos de la evolución ideológica del autor: el fervor nacionalista y patriótico, mezclado con la voluntad de poder y el afán de aventuras de un sujeto singular para quien el sentido de la vida se define en la tensión violenta y la cercanía de la muerte; una contemplación distante del mundo natural, una intelección comprensiva de la vida en sus múltiples formas afín al rigor de la ciencia y a la fascinación idealista por el orden; la construcción metódica de un pensamiento abierto y de un estilo elegante y expresivo, capaz de registrar la belleza con imágenes deslumbrantes y denunciar sin temor las abominaciones del mundo moderno.
No obstante, el conservador Jünger no podía asumir las consecuencias expuestas en el relato y la muerte valiente de Sturm supone una recusación de su estética, próxima a la vanguardia futurista o expresionista. Esta parábola paradójica expresaría, por tanto, los límites intrínsecos de la visión del arte y el pensamiento de Jünger, tan sensible a los nuevos fenómenos vitales del siglo XX como reacio a establecer con ellos una relación realista sin el filtro creativo del clasicismo. Ese rechazo ideológico al caos y la fragmentación le impedirá acceder, en suma, a la verdad experimental del siglo revolucionario que le tocó vivir como actor y espectador intempestivo.

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