[Bret Easton Ellis, Los destrozos, Random House, trad. Rubén Martín Giráldez, 2023, págs. 675]
(1)
Hay numerosos modos de abordar la
lectura de una novela como esta, en la que el autor vuelve a demostrar su
talento para comunicar una visión singular del mundo a través de sus
experiencias, sensaciones y fantasías. Una de las formas más accesibles es
partir de las categorías que Ellis proporcionó en “Blanco”, su libro anterior,
para explicar el momento de transición creativa en que se encontraba, entre el
desengaño respecto de sus ambiciones hollywoodienses y la dudosa pulsión de
escribir una nueva novela.
Ellis es representante de ese período
crítico en que su país alcanzó el esplendor imperial y conoció la decadencia.
Su afición a los libros y las películas era una manera de afrontar una realidad
en la que los privilegios y la riqueza de su clase social no lo protegían de las
acechanzas del mal y la violencia. “Los destrozos” narra cómo la vocación
literaria de Ellis se gestó en un contexto donde el deseo de escribir ficción
iba unido al poder de ver lo que nadie más que él veía, hecho que lo condenaba
a ser juzgado como una personalidad maldita por sus banales compañeros, y a
fantasear sobre esa dimensión oscura del glamuroso mundo de su clase como medio
para expresar obsesiones y manías propias de una relación perversa con la
inquietante realidad cotidiana, percibida como una película de terror. En las
zonas nocturnas, en la periferia sombría de ese mundo luminoso, surgen asesinos
en serie (“The Trawler”/el “Arrastrero”) y cultos salvajes y crueles que
amenazan el orden burgués con actos criminales y sanguinarios.
En “Los destrozos” Ellis cumple la
tarea de describir el submundo del colegio privado Buckley a comienzos del
último curso de secundaria, en otoño de 1981, año del primer mandato del
presidente Ronald Reagan, a través de una heterogénea pandilla de chicos y
chicas perteneciente a la élite angelina. La ambientación histórica tiene una
relevancia limitada en la novela, pero establece la conexión entre la ideología
de una casta privilegiada y el ideario del gobierno nacional, por más que la
economía libidinal de sus miembros, el sexo promiscuo de los adolescentes y la
homosexualidad oculta de jóvenes y adultos, cuestionen los valores
neoconservadores de aquella facción política.
De principio a fin, Ellis reconoce que
la novela en curso se propone como un juego peligroso para el escritor, un
juego en el que cualquier participante, no solo Bret, el narrador
autobiográfico, podría salir dañado, como en efecto ocurre, con heridas
somáticas o anímicas que no cicatrizarán nunca. Bret es el novelista en ciernes
ligado por conveniencia a una niña rica, Deborah Schafer, atractiva hija de un
productor de cine famoso y gay oculto casado con una ex modelo alcohólica y
depresiva, y cuyos mejores amigos son la deseable pareja compuesta por Susan
Reynolds, la bella novia virtual del narrador, y Thom Wright, guapo y musculoso
líder del equipo de fútbol del colegio. En este reino ideal de la belleza, la
salud, la juventud y la prosperidad americanas aparece para cursar ese último
año crucial el personaje de Robert Mallory, un bello tenebroso importado de la
tradición romántica, un intruso tan siniestro como fascinante, chico terrible
con problemas mentales que acabará ejerciendo sobre todos ellos una influencia
dañina.
Con el ingenio novelesco que mostró en “American Psycho” y revalidó en “Glamourama”, Ellis acierta a preservar la estética del realismo recurriendo a los excesos narrativos del género y el subgénero cinematográfico y televisivo. De ese modo, “Los destrozos” es una novela fabulosa en la que no cabe deslindar la verdad biográfica de la pura ficción.
(2)
En las autobiografías más valientes del siglo XX,
como las de Michel Leiris, el gesto de enfrentarse a la verdad de la vida del
escritor se compara, de manera metafórica, con la tauromaquia. Las verdades
perturbadoras que el sujeto afronta mediante la escritura se asimilan con la
cornamenta del toro, emblema del peligro de desnudarse ante el lector. En esta
novela de Ellis, sin embargo, a quien se enfrenta el narrador al escribirla es
a su doble criminal, el asesino artista, ese psicópata fantasmático que merodea por la
periferia del submundo de privilegios donde viven los personajes, amenazando su
confort y estabilidad mental.
El inquietante enigma de esta novela es que la
oscura identidad del asesino en serie y la personalidad del perseguidor
obsesivo de su figura que es el narrador, fascinado y horrorizado por igual
ante sus actos, terminan confundiéndose en el desenlace para desconcierto del
lector. Este, al final, ya no sabrá qué pensar, aterrado por los sucesos
escalofriantes que se describen y la ambigüedad moral con que se resuelve el
misterio visceral que los envuelve. En el fondo, se podría pensar que el
matador maníaco de la novela es el otro yo del narrador, el ejecutor metódico de
sus deseos perversos y pulsiones secretas contra los otros personajes, como si
su voluntad destructiva surgiera de las entrañas de un modo de vida y un mundo
de relaciones sociales que está pidiendo a gritos la intrusión de la crueldad y
la violencia extremas.
Como en “American Psycho”, los crímenes
monstruosos de la ficción son percibidos como una “cosa mental” del narrador y
no como una realidad narrativa, escenarios psíquicos del escritor culpable frente
a los otros y no episodios sangrientos de la trama. La escritura de “Los
destrozos” nos convence de que Ellis es ese escritor que se ha ganado el
derecho, con sus libros y su talento, a imponer su versión de la sociedad
angelina que lo engendró y vio crecer como hijo descarriado. Su versión y su subversión, si se me permite el juego, de la realidad de sus orígenes de
clase y de cultura.
El gran peligro que entraña la novela para el
lector inocente consiste en esta trampa retórica de efectos corrosivos. Si se toma demasiado en serio
la trama criminal, truculenta y sanguinaria como ciertas teleseries policiales
de última generación (“CSI”, “Hannibal”, “Dexter”, “True Detective”, etc.), en
detrimento del realismo autobiográfico, perderá una parte significativa del
sentido del libro. Pero si, por el contrario, menosprecia la aportación de la
trama criminal, o la considera un artificio superfluo diseñado para seducir al
gusto mayoritario con el sensacionalismo gráfico y la brutalidad escabrosa de
los detalles, estará perdiéndose una de las dimensiones fundamentales del
artefacto novelesco, uno de sus atractivos más poderosos e insidiosos.
Esta novela de Ellis es un cóctel explosivo del
que no puede extraerse ningún componente específico, ni separarse sus
ingredientes como si fueran niveles o capas superpuestas, sin estropear el
sabor agridulce de la mezcla. Autorretrato íntimo del autor con fondo
ficcional, novela adolescente sobre la formación del escritor, relato de
sensibilidad pulp sobre las atrocidades
de un psicópata, pornografía bisexual, giallo
o slasher con cuchilladas,
mutilaciones y ensañamientos cruentos, retrato generacional implacable, novela
nostálgica sobre el pasado de la grandiosa y terrible ciudad de Los Ángeles.
Una despedida y una celebración, en suma, de la juventud y el tiempo perdido,
con todos sus errores, desvaríos, excesos, perversiones y abusos imaginables.
Escrita con la distancia estética de un dandi proustiano, “Los destrozos” narra con crudeza irónica, también, el final trágico y la decadencia del Imperio americano. El fin del sueño colectivo que fue siempre, para todos nosotros, los jóvenes de entonces, el mito sociocultural, la imagen publicitaria del Imperio y la cultura impura de ese Imperio en descomposición.
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