[Lovecraft nació en Providence, Rhode Island, Estados Unidos. Cormac McCarthy también. Lovecraft consagró su literatura a demostrar el horror y la insignificancia de la existencia humana en el espaciotiempo del cosmos. McCarthy también. Lovecraft recibió la influencia de Schopenhauer. McCarthy también. Lovecraft se interesó en la ciencia como método para rebasar los límites cognitivos de la racionalidad humana y ofrecer una perspectiva inhumana, desde el otro lado del espejo, sobre la vida humana. McCarthy también. Lovecraft escribió ficciones fantásticas, maravillosas, oníricas y de terror. McCarthy tampoco. El específico literario de McCarthy se compone a partes iguales, al menos en las cumbres recientes que representan El pasajero y Stella Maris, novelas comunicantes, de realismo gótico sureño actualizado, con su carga lírica y metafísica, y metalenguaje filosófico y científico…]
Dieciséis años de silencio después de
“La carretera” (2006) no se explican solo por la necesidad de tomarse un
respiro tras describir el apocalipsis de una civilización. En esa novela anterior
se vislumbraba la posibilidad de un reinicio para la especie, a pesar del
pesimismo metafísico de fondo. Lo obvio en esa novela, como en “No es país para
viejos” (2005), era la resignación fatídica de McCarthy a las hechuras de un
mundo ininteligible para la cultura humanista y absurdo desde un punto de vista
moral.
En este grandioso regreso al arte de la novela,
McCarthy no demuestra que haya encontrado respuestas a las múltiples preguntas sobre
la realidad que su literatura ha suscitado a lo largo de las décadas. Más bien
al contrario. McCarthy ha dejado de formular preguntas retóricas, o expresar
dudas e incertidumbres con elocuencia, y ha empezado a explorar el más allá del
lenguaje y el conocimiento al que da acceso la ciencia y, en especial, la
física cuántica y las matemáticas más avanzadas. Esta nueva complejidad del punto de vista y el diseño narrativo, emparentados con las pretensiones teóricas y el estilo de
Hermann Broch, quizá explique que el resultado venga por partida doble: un
díptico novelesco, dos novelas comunicantes, la versión masculina y la versión
femenina, por así decir, de la misma historia de amor entre una pareja de hermanos
que encarnarían las dos vertientes del espíritu humano. Eso es lo que son, en
el fondo, “El pasajero” y “Stella Maris”, publicadas en Estados Unidos en libros
independientes y en España en un volumen único.
“El pasajero”
incorpora destellos de la personalidad extraordinaria de Alicia Western,
protagonista de la segunda novela y hermana del protagonista de la primera,
Bobby Western, que siente por ella un amor que no es de este mundo, lugar donde
es imposible que ese amor culpable se realice con plenitud, incluso bajo la
máscara de la transgresión, por más que sea compartido por ambos hermanos a la
sombra del padre muerto. La estructura de la novela invita a considerarla mucho
más que una trama narrativa trufada de episodios inconexos y diálogos jugosos
sobre lo divino y lo humano. Los diez capítulos que la forman permiten
entenderla como una composición musical y un razonamiento filosófico de un
rigor matemático incuestionable para celebrar el fracaso ontológico y la
grandeza paradójica de la vida humana.
La novela se abre con un fragmento enigmático sobre el
hallazgo en un paisaje nevado del cadáver de una joven suicida, luego se
descubrirá que la muerta es Alicia, y cada capítulo, excepto el último, viene
presidido por secciones en cursiva donde se describen las visiones grotescas
que pueblan la mente esquizofrénica de Alicia, con el protagonismo estelar de
un monstruoso personaje llamado “El Chico”, líder de la banda de súcubos mentales
que la asedian, como ella dice, para mantenerla ocupada e impedirle descubrir
la verdad.
En la parte de Bobby se nos cuenta, forzando la línea narrativa hasta desdibujarla, cómo este personaje de mente prodigiosa se las arregla para sobrevivir a la gravitación de la extraña figura paterna, un físico implicado en los experimentos atómicos que desembocaron en los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, y al amor prohibido hacia su genial hermana. Años después de la muerte de esta, Bobby trabaja como buzo profesional, enfrentándose al abismo y la oscuridad sin fondo, y en una de sus faenas submarinas en la costa de New Orleans, nada más comenzar la novela, descubre un pequeño avión sumergido con los pasajeros y la tripulación muertos en el interior. Las evidencias de la catástrofe despiertan sus sospechas y, sin embargo, McCarthy demuestra su ingenio narrativo al rehuir las trampas convencionales de la novela policial de género conspiranoico (o de enredados thrillers mafiosos como No es país para viejos o El consejero) para transformar esta anécdota intrigante en un puro pretexto, un punto de ruptura a partir del cual Bobby emprende la línea de fuga que lo alejará para siempre del territorio de una América en decadencia casi total.
Posdata: Este es el texto de la reseña (La danza de la muerte) que escribí en junio de 2007 sobre No es país para viejos (Mondadori, trad.: Luis Murillo Fort, 2006):
Ahora que los hermanos Coen han
adaptado esta espléndida novela, es una buena ocasión para fijar algunas
nociones sobre la literatura de Cormac McCarthy (1933), un autor fundamental no
demasiado conocido todavía en nuestro país. La obra maestra absoluta de
McCarthy, y una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX, es Meridiano de sangre (1985), un
“western” apocalíptico donde McCarthy restituye a la crónica verbal de la
conquista del espacio americano la violencia bíblica y shakesperiana que
correspondía desde siempre a esa gesta sanguinaria.
En esta novela hiperviolenta, la
penúltima de las suyas, se cuenta una historia bastante simple que parecería
competir, en lo formal, con las tramas de la novela policiaca de última
generación (Elmore Leonard o James Ellroy, entre otros) y, sin embargo, se
atiene a los protocolos morales del relato bíblico, como sus precursores
Melville y Faulkner, con un “fruto prohibido” (dos millones y medio de dólares)
como objeto de tentación para una ingenua pareja (Llewelyn Moss, veterano de
Vietnam y cazador aficionado, y su jovencísima mujer, Carla Jean, involucrada
sin pretenderlo en la masacre en curso).
Moss encuentra el maletín millonario
en el desierto tejano entre los restos de una carnicería autodestructiva
protagonizada por dos bandas rivales de narcotraficantes. El dinero, agente
corruptor universal, va a alterar su vida para siempre y la de los que le
rodean. Más bien, lo que les queda de vida a todos. Pues la aciaga apropiación
desata una persecución mortal en la que participan los sicarios de los dueños
del dinero y la droga, ocultos en sus rascacielos y oficinas corporativas, pero
también el ángel exterminador de la novela, Anton Chigurh, un asesino
implacable que parece salido directamente del infierno o, en su defecto, de una
pesadilla puritana. El “profeta viviente de la destrucción”, como lo califica
su antagonista, el sheriff Bell, un apesadumbrado agente del bien que se
comporta como un inútil en el combate contra el mal, y es finalmente derrotado
por éste, aunque la derrota sólo suponga retirarse de la profesión y salvar así
el pellejo, no habiendo podido frenar la matanza.
Como casi todas sus novelas, “No es
país para viejos” se ambienta en el sudoeste americano, pero en ésta,
otra de sus cumbres artísticas, McCarthy ha prescindido de una de sus armas más
efectivas, la descripción poética del paisaje y la naturaleza que envuelven con
su belleza inhumana y salvaje la existencia de sus protagonistas; y ha
potenciado, en cambio, la acción y el diálogo, construyendo una narración
elíptica que describe con meticulosa obsesión cada gesto o movimiento de los
personajes, o cada intercambio expresivo entre ellos, con objeto de centrarla
al modo cinematográfico en lo esencial de unas vidas que se cruzan por azar en
una danza de destrucción y muerte.
No obstante, el efecto final del
recurso a este despojamiento estilístico y a esta sustracción narrativa
consiste en favorecer una lectura parabólica de la historia. Una fábula
funesta, desarrollada en trece capítulos, sobre la impotencia de la ley en el
mundo, la debilidad ontológica del bien, la omnipresencia de la violencia, la
corrupción y la destrucción, y el triunfo permanente del mal. No pocos críticos
han señalado en esta novela un posible retorno a los presupuestos gnósticos de Meridiano de sangre. De hecho, en la
voz del sheriff Bell, expuesta en los monólogos desmoralizados que encabezan cada
capítulo, cabe identificar algunos rasgos del ideario de McCarthy, una suerte
de resignación fatídica ante la degradación del mundo, de pesimismo desengañado
sobre la condición humana, de cansancio metafísico ante la naturaleza maligna
del universo.
En todo caso, en las últimas páginas de esta novela terminal se anuncia la inminencia del apocalipsis que la siguiente novela de su autor (“La carretera”, ganadora del premio Pulitzer 2007, se publicará en septiembre en español) aborda literalmente como fin de los tiempos y nuevo comienzo en medio de la devastación más terrible. Como si el mundo narrativo de McCarthy, tras agotar el catálogo del horror y el absurdo de la historia, necesitara regresar al origen. Diseñar otro Génesis para la especie.
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