James Bond murió el otoño pasado y ahora la reina Isabel, un mundo mental y sentimental perece con ellos. Los rumores maledicentes insinuaban que la vida de la reina, al quedarse sin su agente favorito, perdió estímulos y se fue desdibujando. Para Bond, sin embargo, esa desaparición supondría una forma de orfandad, sin majestad británica a la que servir combatiendo enemigos del imperio y abusando de mujeres hermosas que eclipsan la belleza de la reina. Anuncian ahora que el agente 007 lo interpretará una actriz dispuesta a servir a Carlos III como Camila Parker cuando estaba casado con Diana Spencer, mártir del pueblo.
Bromas
aparte, el espectáculo de la momia itinerante y el ceremonial kafkiano de su
entierro, diseñado por la reina a su mayor gloria, están logrando colmar los apetitos
culturales de las élites anglófilas, con su boato trasnochado, y exasperar a
los escépticos. La puesta en escena del funeral contiene los signos evidentes de
lo que convierte hoy a la monarquía en un arcaísmo insustancial, pura pompa
vacía. Olvidamos a menudo que estas dinastías regias encarnan los privilegios y
las injusticias más sangrantes. Y llevan dos semanas bombardeándonos sin piedad
con imágenes televisivas de muchedumbres sumisas y crédulas ante el ataúd monárquico
para encubrir cualquier otra noticia relevante.
Sin salir
del Reino Unido, “The Lancet”, la prestigiosa revista científica, publicó la
semana pasada un informe donde acusaba a los gobiernos mundiales de
incompetentes en la gestión de la pandemia, con diecisiete millones de víctimas
como nefasto resultado. Y nadie dimite ni dimitirá por ello. Hasta el exministro
Illa se ha puesto la medalla y ha presentado un libro donde celebra su
ineficiente labor con la complicidad de Sánchez y la cúpula socialista. Qué
vergüenza. No es de extrañar esta actitud en un partido que defiende con uñas y
dientes el indulto a Griñán, presidente andaluz que financió con dinero público
su permanencia en el poder, comprando votos a diestro y siniestro. Si esto no
es lucro personal es que ya no entiendo las acepciones del DRAE.
En este contexto, es natural que alguien con el don de la oportunidad de la ministra Irene Montero lance la campaña del “hombre blandengue”. Tiene razón. El “hombre blandengue” es el ciudadano ideal para los políticos del siglo XXI. El que se traga todas las mentiras del poder sin poner en cuestión sus maquiavélicos intereses y carece de sentido crítico para ver la obscena caducidad de la monarquía.
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