Cervantes, pura literatura, es el escritor menos
cinematográfico de la historia, al revés de Kafka, puro cine, pero hay un
escritor que ganó el Premio Cervantes nada más publicar este libro memorable,
“Cine o sardina”, en 1997. Pese a “Tres tristes tigres” y “La Habana para un
infante difunto”, sus dos novelas magistrales, fue este festival cinéfilo, todo
hecho de palabras e imágenes, el que hizo a Cabrera Infante merecedor
indiscutible del galardón que porta el nombre de uno de sus maestros reconocidos.
Cabrera Infante no fue solo uno de los grandes
novelistas cervantinos, sino uno de los escritores que más consagró sus
recursos a convertir el cine en la referencia fundamental de la cultura y el
arte del siglo XX. Reinventó el cine como experiencia literaria hasta el punto
de que se podría decir que existe un cine según Cabrera Infante que no se
parece a ningún otro conocido. En esta maravillosa colección de artículos, escritos
entre finales de los setenta y mediados de los noventa, Cabrera Infante consuma
su relación promiscua con el cine, brinda una experiencia de lectura tan estimulante
como una sesión continua de estilo e inteligencia y permite acceder por muy
diversas puertas a la multisala donde se proyectan todas las películas de la
historia.
El título del libro, como es habitual en el autor, encierra un juego ingenioso a múltiples bandas: por un lado, una parodia homófona del título de un libro viajero de D. H. Lawrence (“Sea and Sardinia”) y, por otro, la anécdota infantil de una madre que ofrecía a los hermanos Cabrera la oportunidad de ir al cine o de cenar todas las noches sardina, el bocado de los perdedores. Los niños siempre elegían el alimento visual que se sirve en la oscuridad y se proyecta como luces y sombras en una pantalla radiante. Por eso, ironiza Cabrera Infante, crecieron tan raquíticos. El cine nutre la inteligencia y el espíritu, pero inmoviliza el cuerpo en el asiento y lo empequeñece.
“Cine o sardina” comienza con la evocación de los
inventores y pioneros, como Edison y los hermanos Lumière y ese gran mago del
artilugio cinematográfico que fue Meliès, precursor de todos los artificios del
cine espectacular, y termina su viaje celebrando el encanto del cine de
Almodóvar. En la cúspide de los creadores sitúa a sus admirados Welles,
Hitchcock y Fellini, quienes más contribuyeron a ver la vida a través del cine,
dice Cabrera Infante, como un espectáculo grandioso e intrascendente. El libro es
una fuente inagotable de placeres y sorpresas. En sus quinientas páginas aparece
lo mejor del cine americano durante los veinte años de su escritura (“Blade
Runner”, Spielberg, Carpenter, De Palma, Lynch y Tarantino, la renovación del
cine negro) y los descubrimientos infinitos en esa cinemateca doméstica, la
televisión, donde las películas (grandes o pequeñas) coexisten como en el aleph borgiano.
En el apartado de la sensibilidad pop
y camp del libro cabe la evocación de las estrellas que se extinguen (Gloria
Grahame, Gloria Swanson, Ava Gardner, Rita Hayworth, María Félix, Barbara
Stanwyck, Judy Garland, Katharine Hepburn, Marlene Dietrich), las que nacen desnudas
en la retina ávida del espectador (Melanie Griffith, Linda Fiorentino, Sharon
Stone) o las que reviven en la memoria privada del autor (Mae West, Lana Turner,
Marilyn Monroe, Kim Novak). Los viejos directores también tienen su lugar en
esta filmoteca imaginaria al alcance de todos: Charles Chaplin, Fritz Lang, George
Cukor, Sam Fuller, Vincente Minnelli. O ese doble del autor en la pantalla que
fue Groucho Marx, el gran cómico verbal del cine.
Sirva de colofón del libro y de su espíritu festivo este comentario: “Viejo muere el cine pero renace cada día. Es decir, como el acto sexual que es, cada noche. El cine es, qué duda cabe, un afrodisíaco”. Así en el cine como en la vida.
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