[Bruce Jay Friedman, Stern, La Fuga ediciones, trad.: Rubén
Martín Giráldez, 2017, págs. 238]
Es útil cuando se habla de un libro como este
comenzar citando otros autores con los que comparte una profunda afinidad cómica: Franz Kafka, Flann O´Brien, Louis-Ferdinand Céline, Raymond Queneau o Gombrowicz. Friedman ha repetido en entrevistas que
no los había leído antes de escribir “Stern”, su debut novelístico en 1962,
aunque sí “El guardián entre el centeno”. La posición desengañada y distante
respecto del contexto social, inscrita en la obra maestra de Salinger, es una
parte significativa del bagaje literario de Friedman, pero su apuesta por el
humor, la inmadurez y el tono menor lo alejan de esa estela de narradores
judíos norteamericanos con los que ciertos críticos han querido compararlo.
Su trabajo como guionista de cine tradujo al
lenguaje de las imágenes en movimiento algunos rasgos de su irónica visión del
mundo, pero sus adaptaciones por Neil Simon, Steve Martin o los Farrelly no
hacen justicia ni a su peculiar estilo ni a su chistosa manera de representar la
comedia humana desde el sinsentido existencial y un agudizado sentido del
ridículo. Es evidente que Woody Allen leyó a Friedman antes de poner en limpio
sus ideas cinematográficas y si hay una película reciente que guarda parentesco
con esta estupenda novela de Friedman, mostrando una influencia llamativa, es “A
serious man”[*]
de los hermanos Coen: el retrato implacable de un hombre judío tan apocado y
dubitativo como Stern.
“Stern” se inicia, desde el prólogo, con una
ofensa racial y sexual que precipita la profunda crisis de identidad que aqueja
al personaje protagonista hasta el final y sirve de combustible para las divertidas
peripecias que saturan las cuatro partes de la novela. Stern se ha mudado con
su familia a un suburbio residencial y un día su mujer, mientras intentaba
estrechar lazos entre su hijo y el hijo de un vecino yanqui de pura cepa, es
empujada por este con desconsideración al tiempo que la tilda de “judiaca”.
Para colmo, al caer al suelo boca arriba la mujer permite que el vecino fisgue
en su entrepierna desnuda en una escena vergonzosa que se infiltra en la cabeza
de su marido de modo obsesivo, como un signo de doble desprecio.
A partir de ese punto, la vida de Stern da un
vuelco radical, le cobra un miedo cerval al hombre que los ha insultado,
delante de cuya casa debe humillarse cada noche al pasar de vuelta del trabajo,
los árboles de su jardín enferman, le diagnostican una úlcera, lo internan en
una clínica para enfermos terminales donde descubre otro submundo sórdido y
salvaje, regresa a su casa curado en apariencia, trata de vengarse inútilmente del
vecino racista y, al final, se resigna a su condición de paria, plenamente
consciente de su estatus de inferioridad étnica. “Stern” encarna así el perfil narrativo
de una mirada centroeuropea, masoquista y culpable, trasplantada con ironía
corrosiva al corazón palpitante de la vida americana de los años cincuenta.
En este sentido, “Stern” es el negativo
novelesco de “Revolutionary Road”, la ficción realista de Richard Yates sobre
la subsistencia suburbial de la clase media gentil publicada un año antes. El
concepto “negativo”, además de un significado fotográfico, implica también el
uso de esa variante rabelesiana del humor negro con que Friedman revela la
verdad de las situaciones hasta transformarlas en grotescas e hilarantes. Es
una novela irreverente que triunfa sobre el principio de seriedad frase a
frase, escena a escena. Y demuestra, por si fuera poco, que cuando el humor
negro (y su gradación o degradación de tonos anímicos) se mezcla con el humor
judío produce una aleación innovadora y descacharrante.
[*] Aún recuerdo cuando
vi esta estupenda película en un cine norteamericano en su estreno, allá por
octubre de 2009. Lo que más me sorprendió entonces fue la reacción adversa de algunos
críticos perceptivos, como Jim Hoberman del Village
Voice, quien llegó a describir su humor, no exagero, como afín al nazismo y
la visión hitleriana de los judíos…
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