[Alejandro Jiménez Cid, Pornogramas (musas atípicas y entrañables pervertidos), editorial Melusina, 2018, págs. 225]
El siglo XXI nos está obligando a
redefinir todas las categorías que dábamos por válidas e inamovibles, en la
cultura y fuera de ella, si es que, como nos dicen los más agudos analistas del
presente, la cultura no lo ha absorbido todo bajo su capa en el mismo momento en
que la economía se ha adueñado de los fastos de la cultura. En el fondo, parodiando
a Raymond Carver, de qué hablamos hoy cuando hablamos de cultura.
Ya en su libro anterior, Jiménez Cid había
propuesto una irreverente arqueología del imaginario sexual, ciñéndose a la
cultura canónica de los museos de pintura y escultura y la mitología grecolatina.
En esta cuarentena de textos, agrupados bajo una etiqueta provocadora, en
ambiguo homenaje al gran Roland Barthes, el autor se propone ensanchar la lente
de sus análisis para abarcar todos los fenómenos culturales y episodios mediáticos
que implican al travieso Eros en la cultura digital, pese a la corrección
política y el clima de represión emergente contra cualquier representación del
sexo, y en algunos de sus más sugestivos o cachondos precursores del siglo
pasado.
Es un libro para todos los gustos, como los surtidos
catálogos de las mejores tiendas de accesorios eróticos, aunque a menudo se
refiera a creaciones artísticas y experiencias privadas que bordean a conciencia el mal gusto. Una
de las grandes conquistas de la sensibilidad contemporánea, precisamente,
radica en haber abolido para siempre (¡cruzo los dedos!) esa barrera profiláctica establecida por el clasicismo ascético entre clases de gustos, dando
a entender que en esta lábil materia es tan idealista discutir el gusto de los
demás como privarse de disfrutar de la exuberante oferta del supermercado
cultural del presente, nos obligue o no a rebajar nuestras expectativas de
sublimación estética o moral.
De este modo, por estas gozosas páginas desfilan
los dibujos animados menos conformistas (Ralph Bakshi, el anime más
calenturiento, o series americanas con safismo polémico, como “Steven Universe”),
las pin-ups y el cine porno de la edad de oro (Bettie Page, Piastro Cruiso,
Radley Metzger), el cine revulsivo de Cronenberg y su inseminación del porno
francés (Francis Leroi), los cómics sadomasoquistas (John Norman), los
prejuicios apolíneos de Madonna con los amantes barrigudos, los raquíticos contoneos
de Miley Cyrus y la opulenta danza del vientre del mundo islámico, los
entresijos psicopatológicos de “King Kong”, con su fantasía de bestialismo
imposible e inocencia salvaje, la moda cosmética del punk, el pornoterrorismo
vaginal de Diana Junyent, las muñecas tetudas y tatuadas de la web “Suicide
Girls”, o, dando un salto a los gloriosos años veinte, las barrocas orgías
cinematográficas del villano Stroheim en el Hollywood de las ingenuas heroínas de
Griffith.
Pero no solo de subcultura vive el lector inteligente
y así, en la orgía textual orquestada por Jiménez Cid para evocar escenarios tabú
y deseos prohibidos, la literatura juega un papel decisivo. Los grandes
erotómanos de la historia imprimen su marca libidinal, demostrando que el
erotismo y la pornografía, además de cosas mentales, son subproductos de la
escritura.. El origen griego de la palabra pornografía así lo indica: “escritura
sobre las putas”. Y la evocación de la emperatriz Teodora y sus hábitos
sexuales superiores, si eso es posible, a los de la infamada Mesalina, abren el
apetito a una historiografía secreta sobre las costumbres libertinas de los
antepasados, sin olvidarnos de Roy Johnson, el millonario coleccionista de
relatos erógenos que contrataba los servicios de escritores pornógrafos como Henry Miller
para saciar su lujuria con nuevas historias salaces. Conjurados por el autor, aparecen vestidos de cuero los fantasmas
pulsionales de Sade y Sacher-Masoch, el libertinaje del matrimonio Robbe-Grillet (Catherine & Alain),
el masoquismo polimorfo de Bruno Schulz o la pasión taurófila de Georges
Bataille, consumada en “Historia del ojo” con las memorables escenas de la muerte atroz del torero
Granero y el jugueteo simultáneo de Simone con su vulva y los testículos de un toro. El caso más enigmático de todos los mencionados, sin embargo, es la ambigua autoría de la famosa novela “Historia
de O”: publicada con seudónimo, aún hoy se ignora si fue Dominique Aury quien
la escribió para complacer a su amante, el figurón cultural Jean Paulhan, o si
fue este, en un bucle de perversión infinita, quien lo hizo para mostrar a Aury
su viciosa visión de las relaciones entre hombres y mujeres, o si la
perpetraron a dúo, en un acto de amor letraherido.
De todos modos, uno de los mayores aciertos del
libro es la formulación de una paradoja original. La veneración por las
imágenes, reclamada por Baudelaire como cualidad fundamental del esteta moderno,
no vale nada sin fuertes dosis de iconoclastia. Y la figura desnuda del “Cristo
crucificado” de Benvenuto Cellini, custodiada por los monjes agustinos de El
Escorial con celo puritano, es el emblema gráfico de esa actitud estética muy
adecuada a este tiempo de exhibicionismo (bi)sexual.
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