[Steve Erickson, Días entre estaciones, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2017, págs.
294]
En
1985, cuando se publica esta deslumbrante novela de Erickson, el panorama de la
narrativa norteamericana comienza a dar signos de agotamiento. Como diagnostica
en los ochenta el viejo zorro Tom Wolfe y sentencia Bill Buford años después,
la novela no había nacido como género para ensimismarse en el ombligo del
escritor o para aguardar con paciencia a que este, aquejado de impotencia,
recuperara los sagrados poderes chamánicos de penetración en las entrañas de la
realidad. Buford y Wolfe se equivocaban, sin embargo, en el remedio elegido contra
la esterilidad literaria. La solución más eficaz no pasaba por incentivar el realismo,
reelaborando viejos estereotipos, sino por potenciar la imaginación, inventando
nuevas formas de narrar una realidad contemporánea que se había vuelto, a
finales de siglo, más compleja y turbulenta.
Una
de las grandes salidas al bloqueo creativo consistía en perder los complejos de
arte superior y acercarse sin miedo a las nuevas formas de la cultura de masas
y el arte popular. Desde comienzos del siglo XX, el cine había fascinado a los
escritores por su forma de redefinir categorías decimonónicas como el manejo de
la acción y el tiempo, la descripción del espacio de la naturaleza y las
ciudades modernas o la mente de los personajes y el revolucionario montaje narrativo.
A
partir de entonces, abundaron novelas con el mundo del cine como telón de fondo
o con las técnicas y motivos del cine como sustancia misma del relato. Entre
las más significativas de la primera mitad del siglo, “El día de la langosta”,
de Nathanael West, aludida como referente en uno de los episodios más terribles
de esta novela.
Erickson es uno de
los narradores contemporáneos que ha incluido el cine en sus planteamientos literarios
con más originalidad e inteligencia. Ahí está “Zeroville”, una de sus obras
maestras, donde se cuenta la historia de un excéntrico quijote posmoderno que interpreta
las imágenes cinematográficas como nueva religión revelada.
“Días entre
estaciones” revela que la singularidad estética de Erickson al transustanciar
la materia oscura del cine en carne narrativa de alto voltaje metafórico se
funda en dos principios: en primer lugar, un conocimiento profundo de la
historia, la tecnología y la mitología portentosas del cine, y, en segundo
lugar, una sensibilidad surrealista para comprender las alucinantes relaciones
del psiquismo humano con las imágenes de la pantalla, inscribiendo los traumas
familiares en los fotogramas de películas existentes o inexistentes.
El cine es el
inconsciente en acción, piensa Erickson, y, por tanto, el inconsciente del cine
es una novela romántica y una novela gótica y hasta una novela gnóstica (como exploraría después, hasta las últimas consecuencias, Theodore Roszak en "Flicker", recién publicada por Pálido Fuego como "Parpadeo"). Así
que para animar sus tramas y hacer más vibrante la deriva onírica de sus
personajes, explota la idea metafísica de que la tecnología cinematográfica
pone en comunicación la luminosa superficie del mundo, hecha de simulacros, con
su reverso, la sombra o el negativo de la vida, donde los cuerpos y la luz
mágica que les confiere falsa realidad en la pantalla acaban disipándose.
En esta maravillosa primera novela, Erickson construye un mundo apocalíptico entre Kansas, Los Ángeles,
París y Venecia para contar dos historias entrelazadas en un bucle imposible.
Una: el triángulo pasional entre jóvenes de tortuosa identidad (Lauren, Jason y
Michel), donde se rinde homenaje implícito al gran cine francés de Abel Gance,
la “Nouvelle Vague” y, en particular, al Jean Eustache de la magnífica “La
Maman et la Putain”. Y dos: la ficción folletinesca de una película muda (“La
muerte de Marat”) que el abuelo de Michel, el misterioso cineasta Adolphe
Sarre, trasunto de Gance, rodó pagando el precio más alto que puede pagar un
creador a cambio de consumar su talento. El amor.
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