viernes, 12 de febrero de 2016

CONSUMACIÓN


Por más que pretendan escapar a su sino carnal a través del recurso a los artilugios de la tecnología o las promesas espurias de la ciencia, los seres humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein y su deforme criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad. Así nos lo ha enseñado el “cine de la crueldad libidinal” de David Cronenberg, con una constancia de intenciones y una singularidad artística admirables. Cómo la carne deviene monstruosa y transgresora para liberarse de las represiones y tabúes sexuales. El deseo se hace masa informe, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control de la cultura, la historia, etc. Como han visto sus detractores, no hay, sin embargo, director menos utópico que Cronenberg. La inmanencia, con todas sus limitaciones y obstáculos (algunos invencibles como la enfermedad o la muerte), es el territorio preferente de todas sus ficciones. Entre las más corpóreas y tangibles de la historia del cine.
Desde sus primeras películas (Stereo (1969) y Crímenes del futuro (1970)) se manifestaba esta voluntad estética de convertir a la carne, contraviniendo su programa genético y su instrucción moral represiva, en un ente autónomo tan dotado de un apetito de mutaciones psicosomáticas y experiencias extremas como abocado a la caducidad, la destrucción y la muerte. Esta fatalidad trágica de su cine se radicalizaría, potenciada por la relación visceral con la ciencia y la tecnología, en las magistrales Scanners (1981), La mosca (1986) e Inseparables (1988). Pero es en la seminal Videodrome (1983) donde se confiere un renovado designio al planteamiento de Frankenstein creando la noción imposible de la nueva carne para referirse (pervirtiendo los designios mediáticos de Marshall McLuhan y su asexuada distinción entre medios cool y medios hot) a la metamorfosis del cuerpo humano en simulacro televisivo, es decir, en carne sobrexcitada de pantalla líquida, encarnación de una (in)mortalidad catódica que correspondería a la perfección a la categoría definida por Mario Perniola, en un tratado homónimo, como “el sex-appeal de lo inorgánico”. Este “deseo” más allá del deseo postulado por Perniola como philosophia sexualis para el cuerpo post-humano (el cuerpo de un sujeto que ha aceptado transformarse en “cosa”) encarna la estética sugestiva del autor de obras límite como Crash (1996) y eXistenZ (1999), definitorias de una nueva sexualidad y, por tanto, de un nuevo contrato social entre los mutantes y los monstruos del nuevo mundo del capitalismo tecnológico y científico.
Cronenberg demuestra en todas sus películas (ya desde su primer cortometraje, Transfer (1966), donde un psiquiatra y su paciente descubren el infundio patológico que los une, y hasta el último, The Nest (2014), donde el Dr. Molnár, inspirándose en situaciones de la novela Consumidos, trata a una paciente neurótica convencida de que en su pecho izquierdo anida un enjambre de insectos) haber comprendido con lucidez lo que Žižek denomina “la definitiva lección del psicoanálisis”: “la vida humana no es nunca “solo vida”, los humanos no están simplemente vivos sino poseídos por la extraña pulsión de gozar de la vida hasta el exceso”.


[Consumidos, Anagrama, trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2016, págs. 357]

La vida consume y la vida exige consumir. Somos consumidores para mantenernos con vida y la vida misma nos consume. El tiempo desgasta los cuerpos, erosiona su atractivo, dilapida su fuerza. La energía gastada en consumir consume a su vez la carne del organismo hasta la extinción. La mente se consume, como el pensamiento, consumiendo ideas y el cuerpo se consume, como el deseo, consumiendo otros cuerpos. El existencialismo tomó la finitud humana muy en serio, propagando una visión descarnada y atea de la vida, solo redimida parcialmente por el poder de la técnica.
En su fascinante filmografía, David Cronenberg ha logrado traducir estas cuestiones filosóficas, película tras película, en imágenes de terrible plasticidad e impacto inconsciente en el espectador. En su deslumbrante debut como novelista, Cronenberg realiza un sugestivo ejercicio de síntesis artística, como si todos los estilos y obsesiones de su creación fílmica cristalizaran en una ficción novelesca capaz de fundir lo antropológico y lo tecnológico, lo natural y lo artificial, como en La mosca e Inseparables, y de imprimir, al mismo tiempo, un giro radical al tratamiento erógeno de la “nueva carne”, consumando los designios viscerales de Videodrome y eXistenZ.
Al final de esta perturbadora novela sobre las relaciones humanas redefinidas por la tecnología, el lector descubre con perplejidad las perversas reglas del juego con que el demiurgo Cronenberg, uno de los cineastas de mente más literaria, ha diseñado el sofisticado dispositivo narrativo situando a una decrépita pareja de viejos filósofos franceses (Célestine y Aristide Arosteguy) a la deriva en el centro del abigarrado cuadro y a otra pareja de jóvenes periodistas canadienses (Naomi y Nathan) orbitando morbosamente, de aeropuerto en aeropuerto, de hotel en hotel, en la periferia del mundo.
Uno de los mayores placeres de la narración radica, por tanto, en la sutileza paradójica con que se desmantelan las expectativas generadas por su lectura compulsiva. De ese modo, una novela que podría ubicarse, por los signos iniciales, bajo la irónica etiqueta de “filosofía caníbal” o “existencialismo consumista”, una suerte de viciosa vindicación del consumo intelectual de carne humana, adquiere más adelante, sin perder un ápice de crueldad y poder revulsivo, las trazas de una retorcida anamorfosis sobre el abuso y consumo de nuevas tecnologías como factor de conexión somática entre los distintos personajes.


Consumidos posee muchos de los rasgos estéticos que Baudrillard, en una exégesis seminal, atribuía al Crash de Ballard y que Cronenberg adoptaría también, quizá sin saberlo, en su polémica adaptación cinematográfica de la novela. Baudrillard calificaba a Crash como la primera novela ambientada en el universo de la simulación, es decir, en una realidad artificial donde sería abolida la diferencia ontológica entre ficción y realidad. El lenguaje novelístico se presta tanto como el cinematográfico a cartografiar los contornos imaginarios de la hiperrealidad capitalista y Cronenberg acierta al construir una trama conspirativa que fomenta la deslocalización geopolítica (Europa, Norteamérica, Asia) mientras sus criaturas mutantes buscan su volátil identidad en múltiples pantallas digitales y en internet.
La vocación original de Cronenberg fue la de escribir novelas en la estela de Burroughs, Dick, Beckett o Nabokov, pero la excesiva veneración a estos grandes maestros se lo impidió, hallando en el cine un medio alternativo para expresar una visión gráfica del malestar libidinal de la modernidad. Pasados los setenta, superada la angustia de las influencias, con el inmenso bagaje de su cine como incentivo, Cronenberg escribe una novela que da lecciones a muchos escritores reputados y constituye un hito a tener en cuenta por todos los que quieran entender la literatura como un diálogo subversivo con las complejidades psíquicas y tecnológicas del mundo contemporáneo, en sintonía con DeLillo, y no como un discurso anodino para satisfacer las necesidades conformistas del lector.

2 comentarios:

julian bluff dijo...

¡Hola a todos!

De entre los placeres no carnales, el más carnal de todos es el de la melancolía. Y como por lo que tiene visto y escuchado, este pobre hedonista emocional considera que Cronenberg tiene bastante poco de melancólico, su obra no llega a entusiasmarle. Tal vez la vida sea Cronenberg, pero, indudablemente, hay también otras vidas. ¡Un abrazo, Juan!

hoeman dijo...

Excelente crítica, dan ganas de consumir con fruición su novela. Y pegarse un maratón de visionados con el sello Cronenberg.