Por más que pretendan escapar a su sino carnal a
través del recurso a los artilugios de la tecnología o las promesas espurias de
la ciencia, los seres humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein
y su deforme criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad.
Así nos lo ha enseñado el “cine de la crueldad libidinal” de David Cronenberg,
con una constancia de intenciones y una singularidad artística admirables. Cómo
la carne deviene monstruosa y transgresora para liberarse de las represiones y
tabúes sexuales. El deseo se hace masa informe, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los
límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control
de la cultura, la historia, etc. Como han visto sus detractores, no hay, sin
embargo, director menos utópico que Cronenberg. La inmanencia, con todas sus
limitaciones y obstáculos (algunos invencibles como la enfermedad o la muerte),
es el territorio preferente de todas sus ficciones. Entre las más corpóreas y
tangibles de la historia del cine.
Desde sus primeras películas (Stereo (1969) y Crímenes del futuro (1970)) se manifestaba esta voluntad estética
de convertir a la carne,
contraviniendo su programa genético y su instrucción moral represiva, en un
ente autónomo tan dotado de un apetito de mutaciones psicosomáticas y
experiencias extremas como abocado a la caducidad, la destrucción y la muerte.
Esta fatalidad trágica de su cine se radicalizaría, potenciada por la relación
visceral con la ciencia y la tecnología, en las magistrales Scanners (1981), La mosca (1986) e Inseparables
(1988). Pero es en la seminal Videodrome
(1983) donde se confiere un renovado designio al planteamiento de Frankenstein creando la noción imposible
de la nueva carne para referirse
(pervirtiendo los designios mediáticos de Marshall McLuhan y su asexuada
distinción entre medios cool y medios
hot) a la metamorfosis del cuerpo
humano en simulacro televisivo, es decir, en carne sobrexcitada de pantalla
líquida, encarnación de una (in)mortalidad catódica que correspondería a la
perfección a la categoría definida por Mario Perniola, en un tratado homónimo, como
“el sex-appeal de lo inorgánico”. Este
“deseo” más allá del deseo postulado por Perniola como philosophia sexualis para
el cuerpo post-humano (el cuerpo de un sujeto que ha aceptado transformarse en
“cosa”) encarna la estética sugestiva del autor de obras límite como Crash (1996) y eXistenZ (1999), definitorias de una nueva sexualidad y, por tanto, de un nuevo contrato social entre los mutantes y los monstruos del nuevo
mundo del capitalismo tecnológico y científico.
Cronenberg demuestra en todas sus películas (ya desde su primer cortometraje, Transfer (1966), donde un psiquiatra y su paciente descubren el infundio patológico
que los une, y hasta el último, The Nest (2014),
donde el Dr. Molnár, inspirándose en situaciones de la novela Consumidos, trata a una paciente neurótica
convencida de que en su pecho izquierdo anida un enjambre de insectos) haber comprendido
con lucidez lo que Žižek denomina “la definitiva lección del psicoanálisis”: “la vida humana no es nunca “solo vida”, los
humanos no están simplemente vivos sino poseídos por la extraña pulsión de
gozar de la vida hasta el exceso”.
[Consumidos, Anagrama, trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2016, págs. 357]
La vida consume y la vida exige consumir. Somos
consumidores para mantenernos con vida y la vida misma nos consume. El tiempo
desgasta los cuerpos, erosiona su atractivo, dilapida su fuerza. La energía
gastada en consumir consume a su vez la carne del organismo hasta la extinción.
La mente se consume, como el pensamiento, consumiendo ideas y el cuerpo se
consume, como el deseo, consumiendo otros cuerpos. El existencialismo tomó la
finitud humana muy en serio, propagando una visión descarnada y atea de la vida,
solo redimida parcialmente por el poder de la técnica.
En su fascinante filmografía, David Cronenberg
ha logrado traducir estas cuestiones filosóficas, película tras película, en
imágenes de terrible plasticidad e impacto inconsciente en el espectador. En su
deslumbrante debut como novelista, Cronenberg realiza un sugestivo ejercicio de
síntesis artística, como si todos los estilos y obsesiones de su creación
fílmica cristalizaran en una ficción novelesca capaz de fundir lo antropológico
y lo tecnológico, lo natural y lo artificial, como en La mosca e Inseparables, y
de imprimir, al mismo tiempo, un giro radical al tratamiento erógeno de la
“nueva carne”, consumando los designios viscerales de Videodrome y eXistenZ.
Al final de esta perturbadora novela sobre las
relaciones humanas redefinidas por la tecnología, el lector descubre con perplejidad
las perversas reglas del juego con que el demiurgo Cronenberg, uno de los cineastas de
mente más literaria, ha diseñado el sofisticado dispositivo narrativo situando a
una decrépita pareja de viejos filósofos franceses (Célestine y Aristide Arosteguy) a la deriva en el centro del abigarrado
cuadro y a otra pareja de jóvenes periodistas canadienses (Naomi y Nathan) orbitando morbosamente, de aeropuerto en aeropuerto, de hotel en hotel, en la
periferia del mundo.
Uno de los mayores placeres de la narración radica,
por tanto, en la sutileza paradójica con que se desmantelan las expectativas
generadas por su lectura compulsiva. De ese modo, una novela que podría
ubicarse, por los signos iniciales, bajo la irónica etiqueta de “filosofía
caníbal” o “existencialismo consumista”, una suerte de viciosa vindicación del
consumo intelectual de carne humana, adquiere más adelante, sin perder un ápice
de crueldad y poder revulsivo, las trazas de una retorcida anamorfosis sobre el
abuso y consumo de nuevas tecnologías como factor de conexión somática entre
los distintos personajes.
Consumidos posee muchos de los
rasgos estéticos que Baudrillard, en una exégesis seminal, atribuía al Crash de Ballard y que Cronenberg adoptaría
también, quizá sin saberlo, en su polémica adaptación cinematográfica de la novela. Baudrillard calificaba a Crash como la primera novela ambientada
en el universo de la simulación, es decir, en una realidad artificial donde sería
abolida la diferencia ontológica entre ficción y realidad. El lenguaje novelístico
se presta tanto como el cinematográfico a cartografiar los contornos
imaginarios de la hiperrealidad capitalista y Cronenberg acierta al construir
una trama conspirativa que fomenta la deslocalización geopolítica (Europa, Norteamérica,
Asia) mientras sus criaturas mutantes buscan su volátil identidad en múltiples
pantallas digitales y en internet.
La vocación original de Cronenberg fue la de
escribir novelas en la estela de Burroughs, Dick, Beckett o Nabokov, pero la
excesiva veneración a estos grandes maestros se lo impidió, hallando en el cine
un medio alternativo para expresar una visión gráfica del malestar libidinal de
la modernidad. Pasados los setenta, superada la angustia de las influencias,
con el inmenso bagaje de su cine como incentivo, Cronenberg escribe una novela
que da lecciones a muchos escritores reputados y constituye un hito a tener en
cuenta por todos los que quieran entender la literatura como un diálogo
subversivo con las complejidades psíquicas y tecnológicas del mundo contemporáneo,
en sintonía con DeLillo, y no como un discurso anodino para satisfacer las
necesidades conformistas del lector.
¡Hola a todos!
ResponderEliminarDe entre los placeres no carnales, el más carnal de todos es el de la melancolía. Y como por lo que tiene visto y escuchado, este pobre hedonista emocional considera que Cronenberg tiene bastante poco de melancólico, su obra no llega a entusiasmarle. Tal vez la vida sea Cronenberg, pero, indudablemente, hay también otras vidas. ¡Un abrazo, Juan!
Excelente crítica, dan ganas de consumir con fruición su novela. Y pegarse un maratón de visionados con el sello Cronenberg.
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