[Robert
Coover, Ciudad fantasma, Galaxia
Gutenberg, trad.: Benito Gómez, 2015, págs. 223]
La mitología del Oeste es una de las más
poderosas de cuantas ha producido el imaginario norteamericano desde el siglo
XIX. Si, como decía Deleuze, cualquier película americana clásica no cuenta
otra cosa, en el fondo, que el nacimiento de una nación llamada América, cuando
se aborda el género del western, ya sea en literatura, cine o televisión, la
mitología se eleva al cuadrado y el encuentro con los orígenes nacionales se
transforma en un extraño bucle de historia y ficción que representa una versión
posible de la conquista implacable de un territorio extraño.
Un explorador iconoclasta de las múltiples mitologías
que construyen la estructura simbólica de los Estados Unidos como Robert Coover
no podía dejar escapar la ocasión de afrontar el género fundacional por
excelencia de la genuina identidad americana y los clichés que la definen ante
el mundo. Una primera tentativa fue “The Kid”, una pieza dramática escenificada a comienzos de los años setenta en Nueva York, incluida poco después junto con otras obras teatrales en el volumen A Theological Position (1972) y en la que se inspira en parte esta novela caricaturesca y divertida (publicada por primera vez en 1998). Más tarde, ya en 1987, integrado en el programa de profanaciones fílmicas de Sesión de cine, publicaría un relato paródico de una comicidad irresistible
(“Duelo en Gentry´s Junction”), donde un pistolero mejicano pedorro y apestoso y
un ingenuo sheriff de pura raza aria y nobles creencias e ideales resolvían a tiros y escupitajos sus diferencias culturales
más sangrantes.
Coover es uno de los maestros contemporáneos de
la risa jocosa y la truculencia grotesca de Rabelais y Cervantes y la epopeya
del Oeste, con todas sus imposturas míticas y gestas infundadas, es el género idóneo
para un pistolero artístico como él acostumbrado a cuadrar narrativas
vertiginosas y juegos formales con un humor irreverente de raigambre
carnavalesca. La dicción analfabeta de los vaqueros, sus infames costumbres y
mentalidades asilvestradas, las brutalidades de un territorio bronco y violento
donde impera la muerte (el “Terrortorio”), permiten a Coover algunos de los
momentos más hilarantes de la novela.
Para los buenos lectores de Coover su repertorio
de chistes soeces y procacidades incontables suena eficaz pero consabido. No es
ahí, por tanto, donde reside la originalidad estética de la novela sino en la
transformación prodigiosa de los desgastados motivos del lejano Oeste (sus figuras
prototípicas, sus paisajes carismáticos y sus situaciones estereotipadas) en
una farsa fantasmal de dibujos animados, un carnaval onírico de seres espectrales
y escenarios ya inexistentes, una frenética danza de la muerte tan polvorienta y carcomida como lujuriosa, como si toda esa mitología americana de los viejos tiempos se hubiera
convertido en una luctuosa atracción de una feria en decadencia. O una moribunda sesión de cine barato en una sala vacía donde proyectan las aventuras y episodios fractales de la
vida del misterioso vaquero protagonista: un antihéroe innombrable y amnésico que
se esfuerza por recuperar un pasado desintegrado. Reducido a un puñado de imágenes rotas, sin sentido alguno, y una grasienta y deslavazada baraja de naipes arrugados.
Es así como Coover logra armar, como en sus
perversiones de cuentos de hadas (Zarzarrosa, Stepmother), un caleidoscopio narrativo de una fluidez
paradójica, un ejercicio estilístico que se desliza de historia en historia, de
peripecia en peripecia, sin encontrar nunca un cierre definitivo, como un
espectáculo temático repetido al infinito para un público exhausto. Las partes más jugosas, como es
frecuente en la literatura del autor, se producen en las colisiones cómicas entre
la rudeza masculina y la seducción femenina, el malentendido sexual como mito iniciático
cargado de obscena ironía.
El jinete protagonista, como los vaqueros que lo circundan como un coro vicioso de sus acciones menos confesables, galopa a lomos de lo que se le ponga a tiro, sin distinguir demasiado entre la grupa ardiente de una hermosa mujer y el lomo sudoroso de un jamelgo derrengado. Su corazón, como el de todos los hombres duros de una tierra dura y reseca, vive escindido entre la
aspiración sublime y la realidad más prosaica de la entrepierna: enamorado de la atractiva maestra
que se le escapa de entre los dedos como un objeto de deseo demasiado valioso y
condenado a reencontrarse cada vez con la vulgar cantante del salón cuyo
opulento pecho apenas consuela de la soledad y la perplejidad que tejen y
destejen los días y las noches interminables de un vaquero que es todos los
vaqueros. Todos y ninguno.
3 comentarios:
Cuando el leído el título de la entrada, me he dicho, ya, Juan ha fichado por Wrangler ;-)
Por cierto, vaya nomre molón para personaje de una novela. Muy de Burgess o de Graham Green. Nada de borges y bastante de Ferré. WRANGLER
Yo tengo por casa "La Fiesta de Gerald" y el estilo de Coover me pareció en su día -cuando a lo mejor el problema estribaba en que yo lo era demasiado poco- bastante disperso. Muy mezcolanza, al estilo de los cuadros de El Bosco. No creo que lo vuelva a intentar con él, porque, tras una etapa de confusión mental, he retornado sentimentalmente -toda proyección verdadera es sentimental- con más fuerza, y menos justificaciones que antes, a la simplicidad. Ahora que... ¿quién sabe?. A lo mejor, para la vejez, he vuelto a convertirme en un libertino. Ferré, a usted le gusta mucho Coover, porque usted es un poco Coover, no creo siquiera que se pueda hablar de influencia, sino de afinidad sentimental. Aunque esta entrada, tan pulcra, tan cartesiana, sería casi casi, anticuber.
Ya sabe... para lo que quiera. Un abrazo!
Gracias por sus palabras, amigo Gracq, siempre tan atinadas, solo una corrección menor: Coover es tan cartesiano, ya me entiende, como el que más (no es fácil escapar de los determinismos occidentales). Lo que pasa es que adoptar las maneras del loco y el desaforado (más Goya estilo tardío, de un negro demente, que manierista medievalizante, disculpe el anacronismo estético, a la manera del Bosco) desmantelan toda tentación fundamentalista ilustrada, civilizatoria, ya sea de derecha o de izquierda, cristiana, judía o musulmana, y asienta en la locura y la necedad, o la inmadurez, si lo prefiere, lo intrínsecamente humano!!! Siento mucho que el fárrago estilístico cooveriano (no tan alejado en lo rebuscado de su admirado Gracq) le alejara de la lucidez cegadora que irradia toda su literatura…
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