[Paolo Sorrentino, Tony
Pagoda y sus amigos, Ediciones Alfabia, trad.: Víctor Balcells & Marga
Almirall, 2015, págs. 239]
¿Se acuerdan de La gran belleza?
¿De la inagotable belleza que era capaz de extraer la cámara de Sorrentino de
la vulgaridad romana de nuestros días? ¿El milagro de ver brotar la belleza
intemporal del arte, la inteligencia, la cultura y el refinamiento de la vida
en medio de un paisaje dominado por la fealdad inoculada en la realidad por los
medios de Berlusconi y demás cómplices televisivos? Todo lo que hay en esa obra
maestra cinematográfica de hermoso y de verdadero ya estaba anticipado en esta
magnífica colección de relatos que no son tales sino retratos de cuerpo entero
de un variado grupo de personalidades representativas de la Italia
contemporánea.
El narrador de estas ficciones esperpénticas y
crepusculares es Tony Pagoda: un donjuanesco cantante napolitano medio famoso y
medio retirado que ya protagonizaba la primera novela de Sorrentino (Todos
tienen razón, 2010). Pagoda deja atrás una larga existencia de éxitos
musicales y amorosos y una sentencia de muerte que cada día conquista otro aplazamiento
mientras esa vida no deja de enriquecerse con nuevas experiencias. Pagoda es el
muñeco relleno de palabras juiciosas, la marioneta que el ventrílocuo Sorrentino
manipula a su antojo para canalizar una visión tragicómica del mundo.
El pórtico del libro es un prólogo digno de una
comedia donde el ex cuñado de Pagoda, un cínico que prefiere ver el Gran
Hermano a leer cualquier historieta inventada por Tony para dárselas de escritor,
ajusta sus cuentas con él a cambio de 1500 euros pagados por adelantado.
Después, Pagoda hace desfilar por la pasarela felliniana de su prosa estilizada
y coloquial a un heterogéneo elenco de personajes, inventados unos, reales otros.
Por algunos siente Pagoda admiración y fervor,
como el mago Silvan o el presentador televisivo Maurizio Costanzo, modelos de
artistas populares del plató o el escenario teatral, mientras por otros, meros representantes
de la vulgaridad italiana como Carmen Russo o las máscaras grotescas del
festival de San Remo, quizá solo desprecio. Imitando a Sorrentino, Pagoda los
manipula para que hagan o digan lo que sea necesario a fin de completar el
cuadro cruel que está pintando en carne viva. Las últimas pinceladas se las dedica
a su madre y a la anécdota infantil de una broma sangrante gastada a una vecina
presuntuosa. Pagoda ha heredado de ella el corrosivo sentido del humor que
revienta las pretensiones y fantasías de superioridad social de los otros.
Pero todos los encuentros y diálogos del libro son
pretextos narrativos para ir declinando punto por punto la singular filosofía vital
de Pagoda. Un programa de interpretación estética de la existencia, fundado en
la capacidad hedonista de recrearse en el placer incomparable de las
apariencias, la búsqueda obsesiva de la belleza y su aparición fulgurante en un
cuerpo, un color, un gesto, una melodía, una amistad, un atardecer, un paisaje,
un amor, un beso o una caricia. Esa es la gran recompensa por seguir vivo y
aceptar el mundo tal como es. No hay belleza comparable a la de haber vivido
todas las vidas en una sola, como diría Huysmans. Pagoda logra ser tan
conmovedor como su figura decaída de dandi enfrentado con hiriente lucidez a
los ídolos chabacanos de la plebe.
La decadencia de la cultura europea ha producido
durante décadas destellos de belleza. Quizá ahora la fealdad y la uniformidad
dominen los estilos de vida. Pese a todo, aún parece posible conocer la exótica
belleza a la que Pagoda se muestra adicto: “la cultura tiene una finalidad
absolutamente precisa: hacer al hombre feliz”.
2 comentarios:
HISTORIA DE UNA IMPOSTURA
Alude usted, querido Ferré, a una presunta admiración hacia Graçq por mi parte y yo he guardado un presumido silencio. No solo Graçq es grande sino que amén de serlo, también ha contado con el favor de eruditos e intelectuales. Este solo dato valdría ya para mi desenmascaramiento. No soy ni lo uno ni lo otro. Tan solo un afanoso diletante en pos de la belleza y, por ende, de la cultura, y, por ende, de la felicidad ¡Hagámosle caso a Tony Pagoda.
Traté en su día... antes, mucho antes de convertirme en julian bluff... de leer "El mar de las Sirtes" y me extravié entre mitologias y subordinadas. "De la literatura como bluff", la obra, nada sé. Elegí como alias ese nombre: "julian", tanto por mi abuelo paterno como por mister Barnes, al que, este sí, sí que quiero mucho. Y ese apellido o lo que sea, "bluff", por farolero, porque en la vida, y más en la literatura, conviene ser un poco farolero, para no aburrirse, más que nada. Fíjese sino en el propio escritor francés, al hombre llamarse Louis Poirier debió parecerle más bien poco, y optó por acogerse a ese otro nombre de ciertas resonancias áticas. Ni se me pasó por la cabeza el título de la obra de Graçq, tal vez incluso no lo conociese aun, a la hora de proveerme de un embozo digital un poco mono.
Así que... ya lo ve, basta de querer darme postín, no vaya a ser que, por listo, termine viéndoseme el plumero. Se muy poco de Graçq. Y nada de su bluff.
En cuanto a la "Gran Belleza", la película de Sorrentino, no podría siquiera imaginármela sin la presencia de Tony Servillo como protagonista de la cinta. El tipo chupa la historia, la absorbe, queda, toda ella, dispuesta alrededor suyo como un decorado barroco, crudo, muy romano, para que él termine por proclamar su verdad: ¡qué todo, todo, es fantasía! Impagable la escena inicial, la de la fiesta en la azotea. Esa proclama de la Carrá, recordándonos que "¡... en el amor todo es empezar!".
En cuanto tenga ocasión, procuraré leer el libro.
Un placer. julian bluff
No hay nada comparable al espectáculo de asistir al desenmascaramiento de una impostura, siempre que esta renuncia, los dioses nos libren, no sea hecha en nombre de la tristeza y la mediocridad. No es su caso, desde luego. Arroja usted lejos de sí la máscara que yo le había atribuido por una lectura generosa de su apodo con una elegancia digna de una finta y un requiebro de Scaramouche...
Lo que pasa es que ni se va a librar usted de esa máscara (no en mi casa, amigo Gracq) ni crea que su explicación nominalista acaba de convencerme. Usted sabía, usted no podía no saber, como diría Borges, que esa máscara falaz le ganaría mi simpatía y mi complicidad, aunque sea fruto del azar o del capricho, esa divinidad adorable!...
En fin, amigo Gracq, como a Pagoda y a su paredro Jep Gambardella, a mí la cultura me vale para esto, para jugar al infinito y si no, como diría mi otro maestro inconfesable, no merecería la pena que nos ocupáramos de ella un instante, ni le consagráramos un solo segundo de nuestras efímeras vidas!!!
PS: Para disipar sus falsas impresiones del autor, me permito recomendarle de Gracq, por cierto, una novela que no le aburrirá nada y hasta le emocionará: Un balcon en forêt (Los ojos del bosque, se tradujo por aquí). Le gustará. No creo equivocarme...
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