[Darian Leader, El
robo de la Mona Lisa. Lo que el arte nos impide ver, Sexto-Piso, trad.:
Elisa Corona Aguilar, 2014, págs. 189]
Después de todo, los
símbolos adquieren su valor solo gracias al lugar en el que se sitúan en una
red de otros símbolos.
-Darian Leader-
Vemos lo que queremos ver. O lo que nos han
enseñado a ver. Los museos existen para exaltar al infinito la ceguera
fundamental de la especie. También las galerías de arte, aunque estas exploten el
morbo mundano de la visión. El dinero y las imágenes sirven para tapar el
montaje de la existencia humana, la desnudez o el vacío que, por sí solo,
ningún espectador alcanzaría.
Este estupendo ensayo del psicoanalista Darian
Leader arrastra al lector a cierto vértigo mental al proponerle un juego
irresistible. Partiendo de la anécdota del robo de la Mona Lisa el 21 de agosto de 1911 y remontándose en el tiempo para
evocar la importancia histórica de la célebre pintura y los múltiples misterios
en torno a la figura femenina retratada en ella y la incierta sexualidad de su
autor (Leonardo da Vinci), Leader logra cuadrar el círculo vicioso de la
experiencia artística de las imágenes y la visión. Si miramos es porque no
vemos. Si vemos es porque la mirada que creemos propia es, en realidad, extraña
(del cuadro o de su creador). Ese perverso desdoblamiento de perspectivas por
el que vemos a través de los ojos de otro (u otros) encierra el gesto
fundacional de lo que es posible conocer y reconocer sin problemas.
Las ironías del curioso caso son inagotables y
no todas delictivas. Vicenzo Perugia, el ladrón del cuadro más reverenciado de
la historia, era un pintor italiano de brocha gorda. Perugia fue capaz de salir
del Louvre con el lienzo enrollado sin que nadie se diera cuenta. Durante dos
años mantuvo engañada a la policía francesa. Las mentes detectivescas más agudas
atribuían el robo a un hombre elegante y refinado, un millonario caprichoso
quizá, no a un proletario cualquiera. A partir de su desaparición, el cuadro se
convirtió en mucho más que un cuadro atrayendo a masas de visitantes que solo
querían admirar el lugar vacante en la pared del museo, el espacio vacío que la
obra maestra impedía contemplar en toda su pureza. Leader atribuye a este éxito
imprevisto, en parte, la génesis de la idea moderna del arte (con Malevich,
Mondrian o Duchamp
como paradigmas supremos). La modernidad no haría sino consumar el proyecto conceptual
incoado por los artistas primitivos. La esencia del arte radicaría, pues, en cómo
a través de la historia los distintos artificios consiguieron proyectar la
visión más allá de la imagen retiniana que la bloquea. Con la anamorfosis como
paroxismo técnico de esa voluntad de ocultamiento superfluo y trascendencia
estética.
En su sinuoso recorrido, Leader evoca abundantes
ejemplos de la ética excéntrica de los artistas respecto del arte y, como buen
freudiano, discute al padre del psicoanálisis algunas de sus teorías artísticas
para profundizar en ellas. Con malicioso ingenio, Leader se atreve a enunciar
una original exégesis de la sonrisa de la Gioconda
que Duchamp ya insinuó al pintarle bigote y perilla. ¿Y si el secreto de esa
sonrisa enigmática fuera que Leonardo posaba desnudo ante la modelo mientras la
pintaba? En tal caso, el parentesco entre Leonardo y Picasso sería mucho mayor
de lo que evidencian sus respectivos objetos de deseo pictórico.
No se limita Leader, en su inteligente análisis,
a la dialéctica superficial de las artes pretéritas. Comentando la película Bailando en la oscuridad, del gran danés Lars Von Trier, sentencia la
verdad paradójica del tiempo y el arte postmodernos: “Fiel a su época, Von
Trier se da cuenta de que para llegar a lo más real, hay que buscar primero lo
que es más artificial”.
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