martes, 27 de agosto de 2013

ECONOMÍA LIBIDINAL DE LA NOVELA (2): EL TOCADOR DE SADE



El cuadro humano de Sade, novelista polémico y fastidioso para algunos, el escritor más libre que ha existido, es todo lo completo que se puede pedir a un prisionero ilustrado, aunque algunos lo hayan tachado de escritor obsesivo y monótono: consagrado a dar cuerpo expresivo a nuestras represiones y perversiones, no quiso dejar ninguna sin nombrar, como un escrupuloso taxonomista de esa parte de inhumanidad que nos hace terriblemente humanos. No podía ser de otro modo. Reprimido él mismo, encarcelado, excluido del orden convencional de la vida, tampoco deberíamos inclinarnos demasiado a verlo como una especie de mártir de signo contrario. Un mesías de la abyección enviado entre nosotros para dar testimonio escrito, sin la torcida mediación de oscuros evangelistas, de la injusticia y la perversión de valores que rigen la organización de la sociedad y del verdadero sufrimiento que va unido a nuestra condición carnal. El encarcelamiento del cuerpo por los distintos sistemas morales que la humanidad se ha impuesto para bloquear su ascenso definitivo a la libertad no es en Sade sino una metáfora del entero cuerpo social. Y este aspecto ha propiciado también algunas lecturas monosémicas no del todo autorizadas por una obra tan seminal como la suya. Saber apreciar el talento diseminado de Sade ha sido siempre, antes que nada, una cuestión de talante, de temperamento. De economía libidinal, en suma. Y de humor, y no sólo de humores. "Sade era capaz de reír", sentenció Bataille.
La literatura de Sade funciona por desplazamientos, por variaciones de texto o de contexto que garantizan la multiplicidad de sus efectos y también de sus malentendidos. El primer desplazamiento importante lo indica el género literario al que consagró principalmente toda su energía. Sade se sumó a la moda narrativa dieciochesca, abandonando en parte sus prematuras tentativas teatrales, como vehículo idóneo para afrontar sus antinomias y aporías filosóficas o políticas. La novela le permitió dar salida a la desbocada fantasía y a la efervescente imaginación que la necesidad escénica de presentar y representar materialmente ante el espectador, ya fueran actos o situaciones, limitaba considerablemente. Pero lo decisivo de su encuentro apoteósico con la novela (quizá más que en los casos similares de Voltaire y Diderot) fue el modo en que la impureza intrínseca al género le obligó a remodelar originalmente la vocación propagandista y panfletaria que era consustancial a su carácter fogoso, su tendencia a inflamar el discurso filosófico hasta convertirlo en un pretexto incendiario para la desbandada carnal, como si la encarnación del verbo predicada por siglos de un catolicismo beato y meapilas hallara en la sacrílega inventiva novelesca de Sade su más acerbo correctivo al tiempo que su más corrosiva literalización. Así, el acoplamiento del verbo y la carne en las novelas de Sade se produce y reproduce cíclicamente, por fases o periodos no siempre diferenciados: a la ascendente soflama de los discursos sucede invariablemente el clímax descendente de los actos, y vuelta al principio, pues en el punto más bajo del caudal desiderativo (el grado cero del deseo, para entendernos) recomienza de inmediato la fase de la disertación y la consiguiente excitación intelectual. No obstante, la coincidencia ocasional de ambos movimientos, la doble serie que alienta en un mismo acto las profusiones verbales y carnales, evoluciona del modo consabido: la índole afrodisiaca del discurso induce de inmediato a la acción y ésta lo retroalimenta sin pausa. Este es, sucintamente expuesto, el principio mecánico de la cadena de producción novelística de Sade. Pura disipación termodinámica, según la definición del sexo de Lynn Margulis y Dorion Sagan.
Nada más deseable, desde el punto de vista del libertino en activo, que asistir al espectáculo de cuerpos consagrados plenamente a la consumación del deseo mientras conservan inmaculadamente fría y operativa la cabeza, en actitudes a menudo acrobáticas, dispuestas o predispuestas la lengua y la inteligencia a articular sin trabas la más alambicada argumentación en favor de su insostenible posición moral. La perspectiva del victoriano, en cambio, lo mismo el de ayer que el de hoy (sigue siendo el mismo, no nos engañemos), prefiere la actitud contraria: el cuerpo frío, yerto o inerte del cadáver, como modelo de una sexualidad exportable, y la cabeza caliente, como se suele decir, o recalentada, en todo caso, confusa e incapacitada para entender su vulnerable situación de sujeto sutilmente desprovisto de derechos.
Conviene repetirlo, no obstante, para evitar peores malentendidos: Sade no es un filósofo, ni un tratadista político, ni un agitador social, ni mucho menos un pedagogo o un moralista, aunque en toda su obra despunten serias tentativas de pervertir el designio consciente de cada una de estas nobles funciones y alinearlas así envilecidas en su proyecto precursor de transvaloración de todos los valores convencionales. Sade es antes que nada un novelista, esto es, un sujeto que concede libre juego artístico, dentro del marco ilimitado de la ficción imaginativa, a la multiplicidad y desmesura de flujos y corrientes que siente latir en su yo y en el mundo circundante y amenazan con desintegrarlos. En una de sus cartas se atreve a responder a la cuestión palpitante que le plantea un curioso corresponsal sobre su auténtica "forma de pensar" formulando una "profesión de fe" en la proteica levedad del yo y sus postizas opiniones: "¿Qué soy en la actualidad? ¿Aristócrata o demócrata? Vos me lo diréis, si os parece…porque yo no lo sé". Esta pluralidad problemática la corrobora la opinión solvente de Philippe Sollers de que en el dialógico texto sadiano se encuentran expuestos "cada discurso y su contrario". Sade el energúmeno exquisito ("pongamos un poco de orden en nuestros placeres, sólo se goza de ellos planeándolos", proclama Mme. Delbéne, la deliciosa monja libertina encargada de instruir a Juliette) y su variada colección de máscaras novelescas y filosóficas: embozado como un ventrílocuo, o un maestro de marionetas, tras los libertinos egregios cuyas alegres vidas y excitantes opiniones se complacía en narrar una y otra vez, como un mordaz hagiógrafo del mal, el vicio y las manías o anomalías sexuales, hasta el último detalle escabroso, normalmente intolerable para una sensibilidad común.
El libertinaje materialista del que las novelas de Sade siguen ofreciendo los ejemplos supremos (a pesar del talento excitante de competidores como Crebillon, Vivant Denon, Nerciat, Boyer D´Argens o Mirabeau, su viejo enemigo) representa el ejercicio activo y maximizado de la libertad individual, orientado prioritariamente a la gratificación sexual, e incluye por tanto la liberación de las pulsiones y la satisfacción de los apetitos libidinales. No obstante, no debemos olvidar que otro gran mérito de Sade en sus novelas es el de conjugar en grado sumo, a la manera refinada de su siglo, la mayor licencia de las costumbres con la mayor libertad de pensamiento. Así que el ejercicio soberano y cualificado del libertinaje exigía antes que nada una cabeza propia despejada de supersticiones y supercherías, tanto como un cuerpo liberado del puritanismo de la carne. La libertad que encarnan los libertinos de Sade (aristócratas o burgueses, banqueros o rentistas, ministros o aventureros) consiste en la consumación y el paroxismo de los designios de la naturaleza, madrastra de todos los vicios "escritos en el corazón del hombre". Una suerte de darwinismo hedonista, si se me disculpa el anacronismo, en el que el disfrute del poder se transforma en poder de disfrutar sin restricciones de una vida digna de ser vivida a costa de los estamentos o los individuos inferiores: el regocijo de la condición social superior en su misma superioridad asumida a ultranza como condición natural.
A pesar de esta petulancia clasista, Sade no se privó de evidenciar que en sus libertinos hiperbólicos (una prueba más de que había leído con provecho a Rabelais y sabía que la expresión de la verdad exige a veces la exageración y el exceso) anidaba un instinto autodestructivo que guarda relación directa con la satisfacción total de las apetencias y deseos que el resto de los hombres y mujeres, esto es, la mayoría moral, morirían sin paladear ni conocer. Esta es una prueba más de su maliciosa sabiduría como novelista de costumbres: la intuición de un secreto deseo de extinción y abolición, de aniquilación pura, en las clases que han alcanzado el dominio y el predominio sobre la sociedad y sus instituciones y también sobre la saciedad de sus instintos (no otra es la lógica catastrófica, en el sentido matemático del término también, que articula la trama contable de Las ciento veinte jornadas de Sodoma). El conflicto sadiano entre igualdad y libertad no admite, por tanto, una solución inequívoca en las novelas excesivas de Sade, como tampoco por desgracia fuera de ellas, en la historia política o en el campo social.


 El sexo es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de la industria del porno, o de los malos novelistas, o de los legisladores morales, o de cualquier culto religioso fanático, por no hablar de los sexólogos y los psicólogos que tratan de refrenar su fuerza subversiva refinando los modos de la represión con moderneces ideológicas. Y el erotismo aún más, si consideramos el placer carnal y la seducción más importantes que la reproducción biológica. Nunca en la historia el sexo se exhibió con tanto descaro y abundancia, el erotismo se envasó al vacío con tanta publicidad, las imágenes de la desnudez y el apareamiento genital se tornaron tan asépticas en un contexto social tan promiscuo y, al mismo tiempo, indiferente a su poder de perturbación primordial. Por otra parte, la banalización espectacular en curso, al someter el erotismo a la lógica de la mercancía, favorece la expansión del discurso reaccionario, a menudo disfrazado de izquierdismo ético, contra cualquier representación gráfica del deseo libidinal.
En este sentido, es acertado reeditar una obra libertina tan estimulante como esta (La filosofía en el tocador, Ediciones Península, 2013, págs. 240) en una época confusa donde los espurios imitadores de Sade colman el gran mercado del mundo con sus imposturas sucedáneas y su tropel de vacuidades vagamente afrodisíacas. Esas depresivas historietas sobre la incapacidad de gozar y, sobre todo, la impotencia (fálica, vaginal o clitoridiana, tanto monta) de elevar un discurso sobre los apetitos de la carne a la altura de las exigencias de la inteligencia. Y es que Sade, a quien invocan con demasiada facilidad los ineptos que lo ignoran todo sobre él, excepto quizá un puñado de tópicos, no era solo un gran artista de la prosa, un pornógrafo supremo y un novelista genial, sino un pensador libertario, tan crítico en su tiempo con el viciado orden estamental aristocrático como con el nuevo orden virtuoso impuesto por la Revolución jacobina. Sade hizo pasar la filosofía y también la política en sus obras por el tamiz mundano y sensual del boudoir. En esto radica a la postre el revulsivo libertinaje cervantino de Sade. Haber sabido crear un espacio novelesco donde fuera posible la unión promiscua del pensamiento y la pasión, la idea y el placer, el discurso y el goce. Y haber sabido representar, con medios narrativos incomparables, la filosofía elemental de la novela moderna: la sumisión del saber y el entendimiento al poder del cuerpo y sus pasiones vulgares. Y para llegar a este resultado insólito tuvo que prostituir la filosofía, corromper su inveterada herencia idealista, degradarla a pornografía de ideas y librarla así de su absurdo bagaje teológico, arrastrándola a escenarios infames y forzándola a practicar toda clase de actos (anti)naturales.
Así lo indica desde el burlesco título La filosofía en el tocador (1795), considerada por Apollinaire como "la obra capital, el opus sadicum por excelencia". En esta obra cumbre del erotismo sadiano, el escenario de la orgía será un gabinete privado en el que se recluye un cuarteto libertino dispuesto a alcanzar la cúspide del placer y los abismos de la sensualidad sin renunciar a la euforia libidinal del discurso: una dama adúltera (Madame de Saint-Ange) y una hermosa novicia amiga suya (Eugénie), ávidas ambas de vida y experiencias, del lado femenino; un preceptor licencioso (Dolmancé), aficionado a la sodomía en ambos sexos, y un caballero servicial y atento (el Caballero de Mirvel), del masculino. En adelante, pareciera proclamar Sade por boca del libertino Dolmancé, instructor inmoral de los otros personajes, si el filósofo quiere predicar sus verdades abstractas deberá hacerlo en el ámbito donde se consuma la profanación física de los cuerpos reales de hombres y mujeres, y no donde solo se rinde anodino homenaje a las descarnadas entelequias del discurso conceptual.
La provocativa dedicatoria de la novela (“A los libertinos”, esos “voluptuosos de todas las edades y de todos los sexos”) anuncia el escandaloso ejercicio de libertad total que va a escenificarse en la intimidad del tocador con la exactitud racional de un mecanismo de relojería y cuyo programa obsceno aparece enunciado en el panfleto anónimo "Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos", incluido como intermedio de lectura tan recreativa para el espíritu como excitante para el cuerpo. El jugoso folleto describe, aunque sea como correctivo paródico de las expectativas revolucionarias, un modelo utópico de conjugar libertad e igualdad en la satisfacción del deseo erótico por parte de hombres y mujeres ("si admitimos, como acabamos de hacerlo, que todas las mujeres deben ser sometidas a nuestros deseos, evidentemente podemos permitirles de igual modo satisfacer ampliamente todos los suyos").
Es, por esto, de una deliciosa ironía que el lema pedagógico que figura al frente de la portada del libro ("La madre prescribirá su lectura a la hija"*) sea transgredido de modo cruel en el desenlace, como tantos otros tabúes, cuando Eugénie, la hija recién iniciada en los placeres del libertinaje, procede a coserle el sexo, con una gran aguja y grueso hilo rojo encerado, a la madre mojigata (Madame de Mistival) que se propone interrumpir por la fuerza su provechosa instrucción. Una lección de perversa contemporaneidad.

*NOTA BENE: El ingenio incomparable de Sade para las parodias estilísticas, así como las perversiones ideológicas y los juegos textuales apócrifos, despunta una vez más en la forma irónica en que aquí estaría corrompiendo la frase “La madre proscribirá la lectura a su hija” extraída de un panfleto revolucionario, muy conocido en la época, titulado Furores uterinos de María Antonieta, mujer de Luis XVI

martes, 20 de agosto de 2013

ECONOMÍA LIBIDINAL DE LA NOVELA (1): LA SAGA/FUGA DE JOHN BARTH


 
Hace veinte años leí El plantador de tabaco de John Barth por primera vez en la edición de Cátedra y en la magnífica traducción de Eduardo Lago que ahora se reedita.  De Barth solo había leído hasta entonces los espléndidos relatos de Perdido en la casa encantada y la magistral deconstrucción mitológica de Quimera. El plantador lo descubrí en los Palimpsestos de Genette, una de mis obras teóricas de cabecera en aquel tiempo. Tras concluir la relectura de ese carnaval rabelesiano ambientado en la Virginia del diecisiete, me sumergí en todo lo que pude encontrar de Barth, en español o en inglés. La ópera flotante, El final del camino, Sabático, Letters, Giles Goat-Boy (esta última, junto con El plantador, una de las novelas supremas del siglo veinte y una de las cimas narrativas de la posmodernidad). No había vuelto a releerlo en años, aunque no me cansé nunca de recomendarlo a diestro y siniestro, no siempre con éxito. Me alegra saber que Sexto-Piso se plantea con Barth la misma operación de rescate que con Gaddis. Es una prueba de que el cáncer de la mediocridad minimalista no ha hecho tantos estragos como cabía pensar. Ahora que tantos celebran los excesos de la fastuosa “fiesta de la forma”, como la llamaba el gran Gass, en compañía de Wallace, Powers y Vollmann, conviene homenajear al maestro de todos ellos como corresponde. En cualquier caso, la conexión con la inventiva literaria del siglo dieciocho que la novela de Barth devuelve a la actualidad quizá tenga más relevancia de la que se suele reconocer y merece que se reflexione sobre ella. La ilustración es una provocación irónica y un guiño a Leslie Fiedler, que supo celebrar en su momento el genio excéntrico de Barth y la estética pop del roman porno entre el capitán Smith y Pocahontas como nadie, con humor y complicidad. Una convicción maximalista para terminar: Quien al concluir la lectura de El plantador de tabaco no crea que Burlingame es uno de los grandes personajes creados por la literatura en toda su historia, no importa el país o la lengua, no ha entendido nada del genuino arte de la novela... 

[John Barth, El plantador de tabaco, Sexto Piso, trad.: Eduardo Lago, págs. 1173, 2013]
 

No deja de ser irónico pensar que John Barth (1930) tras escribir en 1960 una novela de esta envergadura estética (más de mil páginas desbordantes de imaginación, humor, malicia narrativa y pirotecnia estilística de la mejor ley) publicara en 1967 un célebre ensayo titulado “La literatura del agotamiento” donde, con la excusa de enterrar el modernismo literario con sus búsquedas estériles de una novela sin personajes ni trama, puro texto autista, pura voz inane, encumbrara al mismo tiempo al pináculo de las letras posmodernas, como precursores de su proyecto literario, a Borges y a Nabokov.
Y es que un gran fabulador como Barth, a pesar de su juventud, solo podía medirse con los más grandes fabuladores de su tiempo, como lo hacían sus colegas generacionales Pynchon y Coover. La gran diferencia entre Barth y otros posmodernos consistía, sin embargo, en la extrema atención que aquel prestaba desde sus comienzos a los textos sagrados de la era premoderna y que alimentarían toda su narrativa hasta su irremediable agotamiento a principios de los ochenta. Me refiero a esas enciclopedias del saber narrativo que son Las Mil y una noches, Gargantúa y Pantagruel, El Quijote, Tom Jones, Joseph Andrews, o Tristram Shandy, entre las más influyentes.
Para recuperar la plenitud novelesca de los maestros antiguos y superar el bloqueo improductivo de la modernidad, a Barth no se le ocurrió idea mejor que escribir una novela del dieciocho. Pero no un pastiche estilístico ni una imitación vulgar. A la manera del Pierre Menard de Borges cuando pretendía reescribir “El Quijote” para la cultura del siglo veinte, Barth se propuso escribir una gran novela dieciochesca que no se pareciera a ninguna novela escrita en el siglo ilustrado, y, al mismo tiempo, supusiera la consumación del modo imaginativo, la construcción libérrima, la truculencia cómica y el estilo filosófico de escribir novela de Voltaire, Fielding, Diderot o Sterne. Como se ve, Barth no renunciaba a ser original incluso en la copia, imponiendo el valor de la novedad y la invención a través de la parodia creativa. Con El plantador de tabaco, Barth revitalizaba la magia literaria de los novelistas anteriores a la fosilización decimonónica del género con una sensibilidad contemporánea de la contracultura y el arte pop. Como él mismo dijo: “me parecía que había modos de ser completamente contemporáneo y a la vez acercarse al arte de un modo que te permitiese contar historias complicadas, simplemente por el placer estético de la complejidad, de la complicación y la solución, de la intriga y todo lo demás”.
Por fortuna para todos, esa gozosa restauración de formatos no se tradujo en vacuo formalismo sino en conocimiento del mundo. Mediante ese expediente, Barth acertó a novelar la genuina génesis de la nación americana fabulando los episodios más turbulentos de la vida virginal del poeta laureado de Maryland Ebenezer Cooke, autor de un poema satírico al que la novela roba el intraducible título. Con el sortilegio hilarante de un argumento vertiginoso, Barth recrea la etapa histórica menos ejemplar de un país aún inexistente liberándola con ironía de las patrañas y mistificaciones que la propaganda patriótica le impuso durante dos siglos. La imagen carnavalesca de la América colonial donde transcurre la parte más trepidante de la intriga es más propia, en este sentido, de una novela picaresca que de una epopeya fundacional.
A pesar del deslumbrante despliegue de recursos y artificios con que anima la barroca trama, donde el fabuloso genio de Barth resplandece es en la versión pornográfica del romance roussoniano entre el capitán Smith y la india Pocahontas, de virgo inexpugnable, intercalada como “diario” de proezas inconfesables. Otro mito sentimental sobre la inocencia americana desmantelado por Barth a la manera chistosa de Rabelais. Con grandes risotadas del espíritu. Y es que, en definitiva, no debemos olvidar que la corrupción de la inocencia (ya sea la de la representación histórica y la realidad contemporánea, con sus versiones idealizadas o sublimes, como la de la conciencia anestesiada del lector) es no solo un motivo jugoso sino uno de los fines fundamentales del discurso novelesco… 

Posdata: A algunos quizá sorprenda la alusión cifrada en el título del post a La saga/fuga de J. B. Como saben algunos buenos amigos gallegos especialistas en la obra de Torrente Ballester, sostengo la tesis desde hace años de que el título de su obra maestra ya encierra una broma culta sobre John Barth, cuya literatura pudo descubrir Torrente durante su estancia en los Estados Unidos en los sesenta, su período de apogeo creativo, y cuya influencia es notoria, entre otras, en la original amalgama de mito-crítica galaica y fabulación posmoderna inscrita en La saga/fuga. [Por si fuera poco, Torrente perpetraría, años después, una hilarante parodia del posmodernismo en Fragmentos de Apocalipsis.] Por otra parte, casi nadie recuerda que una obra como El nombre de la rosa, tan influyente, para mal, en la gestación de ese subproducto despreciable que es la novela historicista, de moda entre los mercachifles desde hace al menos dos décadas, se lo debe todo a Barth y a Pynchon, pero sobre todo a Barth (como también Carlos Fuentes y Salman Rushdie, por cierto). Así lo reconoce el propio Umberto Eco, con honestidad ejemplar, en las valiosas Apostillas a El nombre de la rosa, aunque para sus innumerables imitadores el nombre de Barth, como el de Pynchon, sea aún impronunciable en sociedad. Ironías sin cuento de la vida literaria nacional...

martes, 13 de agosto de 2013

HOUELLEBECQ ES UN CLON

 
Michel Houellebecq es el primer escritor clon de la historia. O el primer clon escritor, si se prefiere. El primer novelista que adopta la perspectiva del clon sobre el humano para narrar los últimos días de su existencia en el planeta tierra. Quizá sea este el designio final de su literatura. Y algunas de sus novelas lo iluminan con perversa autoconciencia, como La posibilidad de una isla, la más incomprendida de todas, en parte por esto mismo. Por mostrarnos en toda su crudeza elemental la verdadera evolución de Houellebecq desde la payasada aún humana (el ángulo clown de su literatura) hacia la risotada posthumana (el ángulo clon de su vida y obra), dominante al fin. Sus máscaras narrativas se desplazan así entre avatares y clones, réplicas virtuales y dobles biológicos del escritor carismático.
Por otra parte, todas las novelas de Houellebecq constituirían el “inconsciente político” de la hipermodernidad europea, como la denomina Lipovetsky. El éxito increíble del discurso de Houellebecq se fundaría,  de ese modo, en haber sabido articular, no importa si por afán de notoriedad mediática o de cruda revancha social, como le achacan sus numerosos enemigos, un discurso provocativo, minoritario e impopular con fuerte tirón mayoritario en un contexto comunicativo donde la novela parecía condenada por imperativos comerciales a la inanidad estilística, la moralización y el entretenimiento de masas o el ocio más inofensivo.           

El método Houellebecq
 
¿Tuvo Houellebecq una infancia normal? Cuenta la leyenda literaria que ese período instructivo de toda vida se lo pasó al cuidado de su abuela mientras su madre, a la que luego odiará por esto, se lo montaba a lo grande viviendo la vida loca de las comunas libertarias y la fraternidad comunista de la época. Así que Houellebecq, como escritor y como hombre, es un reaccionario “hijo de mala madre”, el subproducto esquizofrénico de los excesos naturalistas de los años sesenta y demás derivas políticas de la moda primaveral de entonces.
A la sombra afectiva de la abuela, el niño Houellebecq se transformaría en un monstruo filosófico: cuerpo infantil y cerebro senil. Con muy pocos años, su cuerpo emaciado prematuramente poseía la sabiduría acumulada de milenios de conocimiento y experiencia del mundo.  Cuando se miró al espejo por primera vez, retrocedió con pasmo, horrorizado ante lo que veía. Ese cuerpo y esa mente no parecían habitar el mismo espacio-tiempo. Tardaría años en volver a mirarse sin miedo a reconocer al otro en sus facciones. Los mismos años quizá en que decidió hacerse poeta. Escribiendo cosas como esta: “Por un lado está la poesía, por otro la vida”… 

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domingo, 4 de agosto de 2013

FEMINISTA SUBIDA EN UNA SILLA



[Caitlin Moran, Cómo ser mujer, trad.: Marta Salís, Anagrama, 2013, págs. 355]
 
Ser o no ser mujer, he ahí el dilema. Se olvida a menudo que el primer Hamlet del cine fue un travestido interpretado por una actriz danesa (Asta Nielsen) y que quizá el gesto de feminizar al epónimo personaje shakespiriano no representaba tanto una alusión a su velada homosexualidad como una forma de reivindicar, a través del arte genuino del siglo veinte, el signo de la feminidad en la definición cultural de lo humano.
Por esta razón, este ingenioso y atrevido libro de Caitlin Moran concluye a modo de posdata poniendo en cuestión el título mismo con que se presenta al mundo y estableciendo una nueva trayectoria intelectual y vital. No tanto ya “cómo ser mujer” sino, más bien, “cómo ser humano”. Ser, con independencia del sexo de nacimiento o de adopción, “un ser humano productivo, honrado, tratado con cortesía”. Parece un programa de mínimos, desde luego, pero esta conclusión puede no ser necesariamente lo más estimulante de un libro cuya lectura yo recomendaría a todo el mundo sin excepción. Mucho más si pertenece a culturas donde las mujeres padecen las más drásticas formas de represión, silenciamiento o negación. Por decirlo de otro modo, este apasionante libro de Moran celebra indirectamente una cultura como la occidental que, a pesar de todo lo negativo que pueda decirse de ella, ha permitido a las mujeres del siglo veintiuno alcanzar una libertad de conducta, expresión y pensamiento más que envidiables por sus colegas de otras épocas o culturas.
Para empezar, Moran tiene mucha gracia. Es una suerte de comedianta desenfadada y estrafalaria que, en cuanto aparece en el escenario, ya predispone a la sonrisa cómplice y la carcajada inteligente. Mientras escribe su autobiografía en el margen, desde la adolescencia hasta la primera madurez, va emitiendo incesantes opiniones sobre todo lo que podría preocupar a la mujer de hoy, sin distinción de edad, y, por supuesto, al hombre, heterosexual o no, curioso por el modo de vida contemporáneo y los problemas y experiencias de sus semejantes del otro sexo. De ese modo, Moran no deja pasar tema ni obsesión ni complejo sin dedicarle, con desparpajo, su comentario corrosivo o su crítica feminista. Pero siempre desde una perspectiva desternillante, tan alejada del resentimiento o el victimismo, tan entusiasmada con el hecho de poder realizar un proyecto estimulante de vida, que el lector masculino no puede sino sentir cierta envidia. Ser mujer resulta hoy, en definitiva, mucho más festivo y emocionante en una sociedad que ha terminado por darle la razón en su querella secular con el patriarcado.
Ahora lo sabemos mejor que nunca. El hombre es una desviación genética y la mujer es la norma. Por más que la historia haya hecho de esa desviación algo avasallador, la historia misma se ha vuelto sobre sí misma para corregir el error fundacional y volver a poner las cosas en su sitio. No cabe duda de que el siglo veintiuno, en este sentido, nos reserva aún muchas sorpresas, pero mientras persistan las circunstancias actuales y la vida humana se desarrolle dentro de las coordenadas descritas con tanta ironía como implicación por Moran, este libro seguirá marcando una pauta liberadora de tabúes, necedades e idolatrías perjudiciales para la prosperidad paradójica de uno y otro sexo. Porque, en suma, la lección que los hombres tendrían que aprender de una lectura como esta se reduce a eso. La libertad de las mujeres, sin que suene demagógico, hace más libres a los hombres.