“No hay Eros sin una fisiología
del amor, ni poética de los sentimientos sin una teoría de las posibilidades
del cuerpo”.
El venerado Valentín,
mártir romano amigo de las parejas y los matrimonios, según la leyenda cristiana,
abonó con su sangre virginal el ingenioso palíndromo AMOR ROMA para corroborar
que el sentimiento amoroso es un asunto antiguo y complicado. Platón le consagró
uno de sus más famosos Diálogos: la pluralidad de versiones vertidas por los invitados durante el
alegre “simposio” o “banquete” da cuenta de la diferencia esencial entre
quienes hacen del amor un pretexto para enfangarse en la vida terrenal y su
seductor catálogo de tentaciones, y quienes lo subliman sin gustarlo para
escapar de este mundo de corrupción y miseria. Como deidad mundana, Eros tiende
a favorecer hasta lo ilimitado esa atracción tumultuosa entre individuos, de
sexo contrario o igual. Todas las culturas han tratado, de un modo u otro, de
apoderarse para sus fines de ese poder desbocado, esa energía de fusión
improductiva, ese derroche incontenible de fluidos, esa efusión hormonal, imponiendo
reglas al juego amoroso con intención de controlarlo sin anularlo. De todas las
artes, la literatura proporciona la más jugosa documentación, tan equívoca como
su volátil objeto de representación, sobre su infalible acción venérea, a la
que nadie, ni mortal ni inmortal, nacido de mujer o de diosa, permanece inmune
o indiferente. Entre la poesía elegíaca y la prosa pagana y libertina, ahí está
el amor con toda su fuerza genesíaca… (Batallas
de amor)
[Eva Illouz, Por qué
duele el amor. Una explicación sociológica, Katz Editores, trad.: María Victoria Rodil]
Existe un órgano enigmático e imprevisible del
que irradia, según la tradición lírica occidental, el sentimiento amoroso. O
mejor, un transformador romántico que sublima la pulsión en emoción y el deseo en
amor. Ese eficaz dispositivo implantado entre lo natural y lo cultural es el
protagonista larvado de este magnífico libro de Eva Illouz, una de las
intelectuales más influyentes del momento. Illouz es una socióloga formada en
literatura y dotada de una inteligencia crítica del pasado y el presente culturales,
como ya demostraba en El consumo de la utopía romántica e Intimidades congeladas, y una comprensión
perspicaz de las metamorfosis y avatares del amor en esta sociedad paradójica, cada
vez más libre en teoría y mediatizada en la práctica.
Los diagnósticos del libro pueden ser
discutibles, pero no la lucidez con que Illouz disecciona los factores decisivos
por los que la modernidad ha terminado beneficiando a los hombres, otorgándoles
aún más ventajas, mientras ha supuesto para las mujeres un progreso ambiguo,
liberando la sexualidad femenina y, al mismo tiempo, favoreciendo su
dependencia emocional. En las sociedades tradicionales, el matrimonio y la
familia garantizaban la respetabilidad para ambos sexos. En la modernidad capitalista,
la libertad de elección y la acumulación de relaciones sexuales han problematizado
la vida de las mujeres que ahora “se encuentran en una posición históricamente
inédita, pues nunca han sido más soberanas de su cuerpo y sus emociones, pero a
la vez están dominadas emocionalmente por los hombres de un modo que no tiene
precedentes”.
De todas formas, la cultura mediática que desde
comienzos del siglo veinte configura la experiencia amorosa a imagen de las
fantasías colectivas y la imaginación individual ha permitido la implantación
de un nuevo régimen afectivo. Este “capitalismo emocional” afecta al orden del
trabajo y el consumo tanto como a la vida personal y el modo persuasivo en que se
institucionalizan los sentimientos y los deseos, dando lugar finalmente a lo que
Illouz define con ingenio como “campo sexual”: ese dominio público donde el
imperativo sensual del cuerpo transformado en objeto de intercambio y la avidez
de aventuras carnales disminuyen el gravamen de lo sentimental. Este proceso
culmina, desde la expansión social de internet, en una contaminación de las
relaciones íntimas y el “mercado matrimonial” por la cultura comercial y pornográfica,
produciendo una conflictiva confusión entre lo privado y lo público. Desde una
perspectiva moral, Illouz niega los supuestos beneficios de esta deriva
mercantilizada del uso amoroso que también causa sufrimiento, resentimiento y
extenuación en las mujeres e impide obtener la gratificación emocional que proviene
de “forjar vínculos intensos, significativos e integrales” en vez de romances
esporádicos.
Por más que me guste este libro de Illouz y comparta
una parte sustancial de sus planteamientos intelectuales y objeciones al mundo posmoderno,
me suscita muchas dudas su apuesta clásica por el amor como medio de maduración
subjetiva a través del dolor y el tormento emocional. Sobre todo porque el
hedonismo erótico de la conducta femenina, imitado de la masculina, supone un
importante avance cultural en la superación de valores caducos, una fase de
transición necesaria mientras no se renueve el contrato sexual entre hombres y
mujeres o se establezca un nuevo modelo de relación que satisfaga a ambas
partes. En este contexto social de saludable promiscuidad, releer a Camille Paglia (En este circo no hay reglas) y reencontrarse con la euforia libertina y la inteligencia pornográfica de
su pensamiento es, tras el rigor ético de Illouz, una experiencia tonificante.
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