[Alessandro Baricco, La
historia de Don Juan, Anagrama, trad.: Xavier González Rovira]
¿Quién soy? Un hombre
sin nombre.
-El burlador de
Sevilla,
atribuido a Tirso de Molina-
Hace bien Baricco en querer salvar las historias
que la literatura ha convertido en míticas. De entre todas ellas, ninguna más
contemporánea que la paradójica historia de Don Juan, ese seductor compulsivo, ese
libertino libertario, el gran amigo de las mujeres, aunque algunas tarden en reconocerlo
como cómplice erótico, y el gran enemigo de los valores masculinos codificados
en el opresivo sistema patriarcal. Y es que para Don Juan, al revés que para el
resto de sus rivales de sexo, no existe la Mujer, como variante de la virgen
idealizada del culto monógamo, sino las mujeres, el efímero femenino experimentado
en su promiscua multiplicidad. Don Juan es un libertino con conciencia de tal y
su atrevida conducta, exenta de las ataduras hipócritas que causan la tristeza
y el aburrimiento de sus semejantes, solo responde al desafío existencial de la
libertad y el placer.
De todas formas, el eufórico hedonismo del personaje
se reconoce más en la suprema música de Mozart
y el libreto irónico de Lorenzo Da Ponte que en los rimbombantes ripios del “Tenorio”
de Zorrilla, en la incisiva sátira de Molière, el grandlocuente poema de Byron y la grotesca nouvelle “El elixir de larga vida” de
Balzac que en el ingenioso, pero lastrado, drama católico atribuido a Tirso de
Molina. Así lo vio antes que nadie el filósofo Soren Kierkegaard, autor de un curioso Diario de un seductor que intrigó a Baudrillard con sus premisas éticas y sus paradojas estéticas, como refleja su fascinante tratado De la seducción. En pleno siglo mojigato y puritano, Kierkegaard salió
bailando, en un arrebato de pasión erótica, de una escenificación del Don
Giovanni mozartiano convencido de que Don Juan era el colmo de la alegría existencial, la alegoría absoluta del
sujeto que se enfrenta sin miedo a la muerte tras vivir al límite una vida
digna de ser vivida.
Volver a contar la historia inmortal de Don
Juan, como hace Baricco con gracia y elegancia, sirve en definitiva para explicar
a las niñas y los niños de hoy, pero también a las víctimas masificadas de la regresiva infantilización
en curso, la complejidad ética de la vida adulta, que los menores solo conocen
deformada a través de sus padres y familiares, o de las representaciones
estereotipadas del cine y la televisión. Si son inteligentes, entenderán sus
postulados como una lección fundamental para una vida que carece ya de otra
dimensión que la mundana. Si están empapados de la moralina de sus
ascendientes, solo verán en Don Juan la encarnación del horror y la inmoralidad.
Como dice Baricco, simplificando el dilema
donjuanesco, la pregunta polémica que plantea esta figura del conquistador dionisíaco
y supernumerario es tan candente hoy como hace tres o cuatro siglos, pero quizá se haya
vuelto, bajo el dominio de la corrección política y la cursilería biempensante,
aún más impertinente y perturbadora en nuestro tiempo: “¿somos culpables cuando deseamos algo
que hace daño a otras personas? ¿O nuestros deseos son siempre inocentes y
tenemos derecho a intentar hacerlos realidad?”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario