Es conocida la anécdota de que Don DeLillo remitió un ejemplar de Libra, su novela master mind sobre el asesinato de Kennedy, a James Ballard en reconocimiento de su deuda narrativa. Es sabido también que el maestro inglés se limitó a hojear el grueso volumen con estupefacción insular. Desde entonces, lenguas maliciosas han creado un molesto ruido de fondo sobre quién o quiénes habían podido ser los destinatarios iniciales de cada una de sus novelas. Esta vasta conspiración literaria, muy adecuada a la índole paranoica de las ficciones de Delillo, atribuyó el envío más o menos virtual de muchas de sus novelas anteriores y posteriores a colegas de la categoría de Pynchon, Borges, Gaddis e incluso Coover. Con motivo de la publicación de su última novela (Cosmópolis), tampoco han faltado deslenguados que insinuaran que el primer ejemplar había ido a parar a manos de Bret Easton Ellis. En todo caso, el problema particular con esta novela excepcional[i] es que lo envíos o remites tácitos a que apunta su condensada textualidad se sitúan precisamente del lado paradójico de un buen número de autores muertos e incuestionables. Habría que remontarse a La muerte en Venecia, de Mann, Los muertos, de Joyce, el díptico kafkiano de “Un artista del hambre” y “Un artista del trapecio”, o a dos obras maestras del Beckett más descarnado como son Compañía y La última cinta de Krapp, para hallar analogías a los planteamientos artísticos de DeLillo.
Esta novela, no obstante, no dejará de desconcertar al buen conocedor de este gran novelista italoamericano, en parte por su extrema compresión. El primer deslumbramiento con DeLillo pasa siempre por el estilo: pausado, penetrante, minucioso, opaco y a la vez traslúcido, con ramificaciones sintácticas que derivan hacia el absurdo o la abstracción, lo sublime o lo ridículo. Bastaría para probarlo el arranque de la novela, donde resalta la huella intelectual de Wittgenstein: “El tiempo parece transcurrir. El mundo sucede, se desdobla en instantes sucesivos, y uno se detiene a contemplar a una araña aplastada contra su tela”.
El segundo deslumbramiento suele provenir de la construcción narrativa y no sólo de la trama argumental. De hecho, DeLillo es un gran compositor novelístico. En este sentido, se podría decir que a la gran sinfonía dodecafónica, la asombrosa arquitectura fractal de Submundo, sucede esta obra de cámara, más modesta en apariencia, pero no menos ambiciosa, surgida como una excrecencia creativa del cuerpo expansivo y voluminoso de aquella. El cuerpo artístico de la novela se compone de nueve partes cuyo concierto funda la simetría de la construcción: un primer capítulo introductorio, cinco capítulos centrales abrazados por el paréntesis inicial y final de dos excursos extraños a la narración principal, y, finalmente, un último capítulo que replica al primero y clausura la narración. El resultado es una estructura cristalina casi perfecta, de facetas pulidas como lentes que reflejan una luz turbia: la blanca luminosidad de la muerte que alumbra gestos y movimientos, objetos, figuras y espacios, y les confiere indudables resonancias cinematográficas.
No hay trama, en el sentido fuerte de la palabra. Hay personajes y situaciones de difícil definición. Cuerpos y devenires moleculares, más que identidades estables. Estados de cosas y procesos, más que escenas o secuencias dramáticas. Lauren Hartke es una performer, o más exactamente, una body artist, que se enfrenta al suicidio de su marido, Rey Robles, un cineasta de culto en imparable decadencia creativa. En un primer momento, recluida en una casa alquilada junto al mar, Lauren recurre a un ceremonial enigmático para conjurar el trauma de ese acto terminal. No obstante, aún más intrigante que el procedimiento de duelo elegido por Lauren, resulta la intrusión de otro cuerpo inesperado en la casa desolada: un cuerpo desvalido cuya involuntaria misión consistirá en asumir, de un modo afásico y desmañado, el papel del muerto en la doméstica representación en curso. La narración no abunda en especulaciones sobre el origen del ser que desempeña esa función vicaria. Menos relevante me parece determinar si se trata efectivamente de un alienígena o de un alienado, de un ángel caído en el vacío del mundo o de una alucinación más o menos objetiva generada por la mente trastornada de la artista, que recalcar la intención de Delillo de preservar el misterio o la duda en torno a la figura que encarna en la ficción, con toda pureza, la alteridad absoluta convocada por el deseo frontal de otro cuerpo que anhela esa presencia real hasta hacerla suya.
En un segundo momento de la narración, una suerte de repliegue sobre sí misma, todo ese desesperado duelo corporal se sublimará con éxito en una arriesgada pieza de body art, una perturbadora performance titulada precisamente “Body Time”. De ese modo, la exploración obsesiva de la vivencia temporal emprendida en los capítulos centrales se resuelve en el proyecto artístico anunciado por Lauren, que encierra también el propósito estético de la novela: “Tal vez el truco consiste en tener una concepción distinta del tiempo…En detener el tiempo, o estirarlo, o abrirlo...Cuando el tiempo se detiene, nos detenemos también nosotros”.
El gran hallazgo narrativo de esta poderosa alegoría sobre el arte de vivir en el cuerpo consiste en haber colocado a la muerte (poco antes del atroz happening del 11-S) en el centro mismo del escenario espectacular de una vida contemporánea regida cada vez más por los imperativos de la cultura comercial y cibernética. A través de las flexiones de esta artista del cuerpo DeLillo afronta una de las reflexiones más intensas y viscerales que haya logrado ninguna novela postmoderna sobre el arte y la vida, el arte y la caducidad, el tiempo y el cuerpo, la vida y la muerte de las mujeres y los hombres, en consonancia con esta idea luminosa de Giorgio Agamben: “la raíz de toda alegría y de todo dolor puros es que el mundo sea así como es”. Y lo hace precisamente, de ahí su riesgo, desde la absoluta conciencia de la imposibilidad de hacerlo, el fracaso inevitable de escribir sobre todo ello en una cultura actual donde el tiempo y la experiencia del tiempo han sido vaciados de sentido y, como consecuencia lógica, la muerte se convierte en un hecho inaceptable, una realidad inasimilable para unos sujetos que ya no se definen por su relación con el tiempo y lo irreparable sino con los flujos del capital financiero globalizado, la información, los medios electrónicos y las ficciones corporativas.
Por esto mismo, el tercer deslumbramiento con DeLillo suele provenir de su versátil sensibilidad para registrar con la riqueza de su escritura novelística los movimientos moleculares de este destiempo tecnológico. En Body Art, DeLillo consigue superarse al expresar la desolación de Lauren mediante su conversión narrativa en adicta emocional a una webcam que retransmite en tiempo real una toma fija del tráfico de una carretera finlandesa. Más aún que el hipnótico flujo de vehículos en la pantalla, lo que fascina a Lauren de esta imagen banal es la ventana electrónica que señala la cronología exacta: el tiempo muerto del acontecimiento. Esta mínima alegoría demuestra una vez más que DeLillo conoce con precisión los agenciamientos afectivos del mundo contemporáneo. Los dispositivos íntimos que preservan su funcionamiento y también los que podrían transformarlo (a menudo son los mismos). Si se quiere, esta sería la lección política a extraer de este aparente apólogo estético.
[i] Don DeLillo, Body Art (2001), traducción de Gian Castelli, Circe, 2002.
No hay comentarios:
Publicar un comentario